En la amplia habitación que ocupa todo el
centro de la vieja casa, sentado sobre las plegadas piernas, Chun, sorbe
lentamente el té que dora la transparencia de una diminuta taza de porcelana,
mientras la larga pipa de bambú reposa apagada junto a él sobre la alta y
esbelta mesa de madera negra, y pulida tan finamente, que parece haberlo sido
por el suave roce de las flotantes túnicas de seda, a través de las
generaciones.
Es cerca
de medianoche; por el ventanal abierto entra la luna y sale la mirada de Chun a
vagar sobre el paisaje.
En derredor
de la casa, los jardines, con sus caminos tortuosos y sus plantas cultivadas en
macetas; detrás, como una felpa de verde y plata, los plantíos de arroz; luego,
sobre una eminencia, el pequeño templo del cementerio, donde reposan los huesos
de sus mayores; más lejos, un gran edificio recorta la silueta de los techos
curvos sobre el azul pulido y luminoso del cielo y, en último término, allá en
la lejanía del horizonte, más se adivina que se ve, una cinta oscura que se
aleja serpeando hacia el sur. El río, donde los “juncos” parecen grandes aves
dormidas en el silencio de la noche…
Chun
está triste. Todo anda mal, desde que un forastero, alto y rubio, de ojos
claros y mirada dura, apareció en aquellos lugares. Él, con autorización del
Taotai había levantado la casa grande, mitad templo y mitad fortaleza, donde se
decían rezos en lengua extraña y se guardaban fusiles y balas, que sus ojos
veían alzarse junto al cementerio.
Primero
Chun había tenido que ceder parte de su heredad al intruso de ojos claros. Chun
había protestado. Aquella tierra estaba saturada del sudor de diez generaciones
de su familia, que habían labrado sus entrañas y sobre ella habían vivido. Todo
había sido inútil. El Magistrado de la próxima aldea, hombre rollizo y
apacible, le había hablado de cosas raras que no entendió y de barcos llenos de
cañones que estaban allá abajo, al Sur, donde el río se vaciaba en el mar, y
como corolario, le había ordenado ceder lo suyo y callar.
Después, el santo sacerdote que velaba en el
cementerio el reposo de los muertos y cumplía las prescripciones de los ritos,
fue expulsado de su vivienda. Obra del forastero.
Por fin,
lo peor había llegado. Aquella mañana, una cuadrilla de trabajadores, guiados
por el forastero, habían pretendido abrir un camino cruzando el cementerio,
donde, en ataúdes de maderas cuidadosamente escogidas, reposaban sus familiares
difuntos.
La protesta había sido tan enérgica por parte
de Chun y sus vecinos, todos de la misma tribu, que la sacrílega faena había
sido suspendida; pero Chun recordaba, inquieto, el gesto amenazador del
forastero, al retirarse… y los buques que estaba allá al Sur, cargados de
cañones.
La idea
de ser lanzado de la casa solariega le asaltaba y una congoja extraña le
atenazaba el corazón.
¡Emigrar!
Recordaba las historias de su primo Chun Muy,
que el año anterior, había aparecido a la puerta de la casa, cuando todos le
creían muerto hacía ya tiempo y en las ceremonias de difuntos se habían quemado
por él papeles de papeles de plata y oro.
Chun
Muy había contado sus aventuras a toda la familia reunida en las frescas
veladas del invierno.
Cuando,
hacía más de treinta años, muchos más, antes que Kuang-Su fuese Emperador, un
día, lleno de curiosidad, por conocer el puerto y ver los “barcos de flores” y
todas las maravillas de que hablaban los barqueros que en los grandes “juncos”
acarreaban la sal, se embarcó en uno de aquellos que bajaban el río, emprendía
sin saberlo un viaje larguísimo y doloroso.
En el
puerto lo habían llevado con engaño a un gran buque de altísima arboladura y
que en nada se parecía a los juncos que navegaban por el río. Allí, a bordo,
había sido violentamente encerrado en la bodega y… ¡a navegar y sufrir!
Había sido
llevado a un país hermoso, donde fue esclavo y donde había esclavos negros y
hombres blancos que morían en los patíbulos, por no pensar como pensaban los
que gobernaban.
Y había
conocido el látigo que corta la carne en las espaldas, las cadenas que
destrozan los tobillos, los cepos, de gruesos leños, como los que había visto
usar en su país para los ladrones, y todas las amarguras y todas las vejaciones.
Había
visto a sus compañeros ahorcarse para escapar a tanta miseria, y feroces perros
destrozar los cráneos de infelices fugitivos. Y un día, en aquel país lejano y
hermoso, había resonado un gran grito, y todos los que sufrían se habían alzado
en tremendo gesto de protesta. El incendio lo había arrasado todo, los campos
inmensos de cañas de azúcar, que, al arder, estallaban como racimos de cohetes
en día de fiesta, y las fábricas… y los látigos y los cepos. Había sido, como
si los esclavos todos, formando un solo cuerpo y agitando un solo brazo, hubiesen
azotado las espaldas del amo con un tremendo látigo de fuego. Y, después,
habían sido libre todos, los que cargaban cadenas y los condenados a morir en
los patíbulos…
De pronto,
un clamoreo inmenso rasgó el silencio de la noche y Chun, sobresaltado, vio
entrar en su casa un grupo de sus vecinos y parientes, gritando y gesticulando.
¡Se
realizaba el sacrilegio! El forastero, al abrigo de la noche, con su cuadrilla de
trabajadores, removía la tierra del cementerio y los huesos de sus mayores.
De un salto,
Chun estaba en el portal y, destacándose sobre la clara luminosidad del cielo,
vio el grupo de los trabajadores, dominado por la figura alta y recia del
forastero, y, allá adentro, en el espejo de su cerebro, la fantástica imagen de
un inmenso látigo de fuego…
Al aclarar,
cuando ya la luna blanqueaba, un resplandor rojizo se alzaba de las ruinas de
la casa grande donde se decían rezos y donde se guardaban fusiles y balas y,
sobre los restos carbonizados de un “junco” que las aguas amarillentas llevaban
río abajo, hacia el Sur, donde estaban los barcos cargados de cañones, iba el cadáver
del hombre alto y rubio, que conservaba abiertos los ojos claros donde parecía
haber quedado fija la última impresión de espanto y de sorpresa.
Por la adaptación,
Mayo, 1909,
Raoul J. Cay.
El Fígaro, 16 de mayo 1909.
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