Pedro Marqués de Armas
Mucho más que los esclavos africanos, y a
menudo en oposición a ellos, los colonos asiáticos conducidos a Cuba durante
el siglo XIX representaron un valor moderno, propio del incipiente capitalismo industrial.
A diferencia de los esclavos, y aun cuando su condición legal no difería
demasiado, los coolies encarnan una
idea de orden donde, por encima de estereotipos y observaciones empíricas, sobresale
el carácter serial de su representación.
A los chinos se les conecta al ritmo eficaz de
las fábricas. Sus cuadrillas devienen pieza de un engranaje más vasto en el que
destacan atributos de cantidad, precisión y regularidad. Lo mismo si hacen
cigarrillos que ataúdes, si cargan piedras o recogen hortalizas, la imagen
dominante es la del manómetro o la correa de transmisión. Se les observa, por otra parte, según normas
carcelarias. Enfundado en traje de franela azul, el trabajador asiático encarna tanto al operario de la fábrica-correccional, con nombres irónicos como “La
Honradez” o “El Porvenir”, como al recluso del presidio con departamento
fabril.
Se trata en todo momento de contener el
azar, lo proliferativo; es decir, aquello que escapa a los principios de orden
y regulación. “Raza sutil”, se le equipara incluso con el “veneno” que emplea
y que tan a menudo frustra los controles.
Hacia mediados del siglo XIX, la cuestión no
es ya oponer a una reproducción incontrolable que se cree inherente a los
pueblos asiáticos, la manida (y compensatoria) idea de su “natural laboriosidad”,
sino enclaustrar tales imágenes en la Gran Fábrica del capitalismo. Al margen
de las figuras propuestas por la antropología ilustrada, se ha de promover el
modelo serial: la cadena producción/disciplina, higiene/control.
Veamos, a propósito, algunas espléndidas
descripciones.
La primera, del viajero Walter Goodman cuando
visita “La Honradez”, donde un individuo resalta, curiosamente, del resto en
tanto que máquina más efectiva, sin que ello lo particularice en ningún otro
sentido:
Un piso más arriba y nos introducen
en un salón alargado con mesas dispuestas en hileras en las cuales alrededor de
cien trabajadores chinos cuentan los cigarrillos ya torcidos y los envuelven en
las etiquetas ornamentadas en grupos de veintiséis. Se necesita mucha práctica
y mucha destreza en la maniobra para desempeñar esta operación con la velocidad
requerida. Los chinos –en este establecimiento trabajan mil– son sin embargo
expertos en este arte, y pacientes y laboriosos como bestias de carga. Pero
entre los hijos del Celeste Imperio, hay uno que se destaca de los demás por su
habilidad. Introduce sus diestros dedos sobre los primeros y solo por el tacto
conoce cuando tiene en su mano los veintiséis necesarios. Luego, con un
movimiento peculiar le da al puñado de cigarrillos la forma tubular y con otro
movimiento los envuelve delicadamente en una cubierta de papel que deja abierta
en un extremo y dobla correctamente en el otro. Es tan rápido en su trabajo que
casi no podemos seguirlo con los ojos y toda la operación desde el principio
hasta el fin nos parece hecha como por arte de magia.
No sólo no puede el cronista seguirlo con los ojos; tampoco logra establecer una diferencia, una singularidad. El movimiento de los dedos es aquí parte de un mecanismo del que resulta a la vez epítome y metáfora: el del trabajo en cadena, pero no como fuerza viva, sino en cualquier caso como pieza de cálculo: contar, torcer, envolver, etiquetar.
No muy distinto es el relato de Samuel Hazard
en Cuba a pluma y lápiz, quien de
paso por la misma tabaquería, afirmaba:
Todo el establecimiento está sujeto a
cierto grado de precisión y de sistema militar verdaderamente inimitable”.
Describe lo curioso que resulta ver a los chinos metidos “en sus trajes azules,
parecidos a los de los presidiarios”, algunos rapados y otros con las trenzas
recogidas, y todos con una “gorra especial con el nombre de la fábrica sobre
una cinta.
Y más claro resulta este apunte de Ramón de
la Sagra en su visita al ingenio Ponina:
…una cuadrilla de chinos dividida en
dos filas en incesante movimiento, vaciando un tanque de meladura y llenando
las hormas, con la misma velocidad y regularidad que una correa de transmisión
o la igualdad precisa de un péndulo... e identificándose con las indicaciones
del manómetro y los golpes regulares del pistón.
Semejante destreza acompaña al colono
asiático, incluso, en los trabajos de carga. El culí es capaz de llevar sobre
sus hombros, por medio de una larga y flexible pértiga de bambú, dos
cargamentos, uno a cada extremo; mientras que el esclavo africano apenas puede
sostener un saco de azúcar y a ritmo más lento. Como apuntó Pérez de la Riva,
su andar liviano y grácil ajusta de modo inmejorable con el “vaivén de la carga”
y crea un “sincronismo tan perfecto” que hombre y aparato parecen formar “un
solo cuerpo vivo”.
Las descripciones anteriores son conocidas.
Agrego otras dos apenas citadas:
Como fabricantes de tabacos y
cigarrillos, los chinos son insuperables y contribuyen en gran medida al éxito
de esa rama de la industria en La Habana. La célebre fábrica de cigarrillos La
Honradez emplea a un gran número de chinos para la preparación de sus delicadas
mercancías. Los trabajadores, en su mayor parte, se alimentan en el edificio.
Su apartamento para dormir es como el camarote de un barco grande de
inmigrantes, lleno de literas de varios niveles. En muchas de las literas
cuelgan emblemas curiosos y tarjetas impresas con amuletos chinos,
probablemente para asegurar el descanso sin molestias para el ocupante. Al
entrar en las largas salas de trabajo en este establecimiento, uno está
singularmente impresionado por el curioso aspecto de los trabajadores que a
primera vista (e incluso en una segunda ojeada) parecen ser todo mujeres.
Vestidos con batas largas, de color azul o amarillo claro, con el pelo trenzado
y enrollado alrededor de sus cabezas, sus ojos almendrados sujetos firmemente
en el trabajo manual, aparecen como largas filas de autómatas manipulados por
un solo cable, en lugar de vivir, y pensar como los hombres. ¿Hasta qué punto
están pensando estos hombres es todavía una cuestión abierta? (“Life in Cuba”, Harper´s
New Monthly Magazine, vol. 43, pp. 350-65).
También visitamos otra gran fábrica
de Tabaco, La Honradez, en la que se elaboran tres millones de cigarros
diariamente. En todos los departamentos se utilizan máquinas exclusivamente,
por ejemplo, para cortar y comprimir “la picadura” o tabaco utilizado en los
cigarros; para marcar, hacer las cajas, imprimir y hasta llenar y enrollar el
papel de los cigarros, siento esta última máquina un invento francés muy
complicado. Hay alrededor de un centenar de chinos e igual número de jornaleros
en el edificio, y mil personas de afuera –estos últimos presos- dispuestos a
enrollar cigarros por una pequeña suma. Era maravilloso observar la velocidad
con que los chinos contaban y empacaban los estuches de papel que envuelven
cada paquete de cigarros, pareciendo determinar al tacto, sin contarlos, su
número exacto, siendo tan rápido el movimiento de las manos que apenas es
posible seguirles con la vista. Para tales trabajos, sin embargo, los chinos
parecen estar particularmente adaptados, su débil constitución los hace
incapaces para trabajar en el campo o desempeñar otros trabajos rudos. (F.
Trench Townsed, Wild life in Florida with a visit to Cuba, p 175; citado en La Fidelísima Habana, p 366).
Acoplado a la Gran Máquina y sin perder su
condición exótica, el trabajador asiático deviene una suerte de autómata que
anticipa al hombre masa, al tiempo que se le condena, de modo perenne, a una
virtualidad de esclavo. Sea a expensas del ritmo de la cadena productiva, o por
la velocidad de las manos, opera a la vez como correa de transmisión y máquina
contadora.
Desde luego, estas representaciones sirvieron para
establecer una oposición entre colonos asiáticos y esclavos africanos, un
contrapunteo negativo, cuyo trasfondo era el drama mismo de la esclavitud, y la
no resuelta modernización de la industria azucarera. Tal como observó otro
viajero, Duvergier de Hauranne, el lugar que cada uno tiene en el espacio
plantacional suponía “una jerarquía, una separación de castas”, en la que el
asiático ocupaba el puesto más elevado, aquel que correspondía a la esfera
industrial.
Ello fue cierto en buena medida; y existen imágenes que así lo reflejan. En las fotografías que George Barnard realiza hacia 1861 en varias plantaciones de Matanzas, se aprecian cuadrillas de asiáticos enfrascados en las labores fabriles, en ocasiones planos de enormes maquinarias, que luego serían reproducidos -en forma de grabados- en publicaciones norteamericanas interesadas en la modernización de la industria azucarera cubana. (“Sugar making in Cuba”, Haper’s Monthly Magazine, 1864-65, vol. 30, pp. 440-53.)
El contrapunteo a que es
sometido por casi todos los observadores, en relación al trabajador africano, no
responde solo a una estrategia económica, ni la reflejaba únicamente en sus
aspiraciones y realidades, sino que expresa, además, la necesidad de fomentar estereotipos
encaminados a reforzar un control de orden físico y moral.
José A. Saco, cuyo mayor temor era ver a Cuba
convertida en una “pequeña China” –aun cuando fuera del
panorama insular y supuestamente desfasado-, no se proponía sino una economía de los cuerpos. Acaso no se ha observado con suficiente perspicacia
que las propuestas bio-políticas de Saco eran excelentemente modernas y propias
de esos años en que, junto a los nacionalismos, emerge también el racismo
científico con su voluntad biométrica –en su caso mediante el análisis estadístico de los comportamientos sociales.
Como señalaron alguna vez Moreno Fraginals y
Juan Pérez de la Riva, el carácter típicamente capitalista de la empresa de
inmigración asiática impulsó los sistemas de registros (1). A zaga de los balances
de producción y de los movimientos aduanales, y con aceptable nivel de calidad para el momento,
se desarrollan la estadística sanitaria y la criminal (léase, ésta última, “estadística
moral”). Larvarios en la década de 1840, estos registros se extienden a todo
el país a partir 1858, justo cuando la “trata amarilla” despega,
constituyendo un dispositivo que, en arreglo con indicadores como la
reproducción del capital laboral, implicará articulaciones más extensas.
Un debate como el que, según cálculo
nacionalista, se produjo tras la publicación de la Estadística Judicial de 1862
(2) da cuenta de ello. Se expresaron una serie interpretaciones que, a modo de
polémica virtual y tras el calificativo de marras (“la elocuencia de las
cifras”), sirvió para promover las estrategias sobre cómo debía procederse con
los diversos grupos. Más que el crimen como recurso para refutar la trata, lo
que Saco propone en su análisis, es la criminalización del
otro, pero ya no apelando a una moral ilustrada, sino positiva, es decir, según
criterios biopolíticos y disciplinarios propios del “racismo de Estado”; y ya
sabemos que no hay que ser hombre de estado para contribuir a su
emergencia.
Si bien había empleado números a propósito de
la epidemia de cólera, a fin de mostrar a los negros como fuente del
contagio, ahora puede hacerlo a sus anchas, con total garantía técnica y sin
tener que invocar factores climáticos. Saco critica a las instituciones
judiciales por su precario funcionamiento, pero le importa señalar, sobre todo,
a chinos y africanos como agentes criminales, en tanto comienza a preocuparse
por el aumento de ciertos delitos en la población blanca. No por gusto su plan
de blanqueamiento de la isla es
esbozado en este estudio sobre estadística criminal.(3)
En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson mostró cómo el censo, el mapa y el museo –y cabe también la estadística moral– se entrelazaron para formar el estilo de pensamiento del Estado colonial tardío, operación que daría sustento, bajo iguales claves, a aquellos nacionalismos que aún no habían facturado o consolidado sus instituciones. Se trata de establecer una red clasificatoria –aquí en función de las tendencias criminales, pero lo mismo en cuanto al rendimiento productivo, la mortalidad, etc.– que permita deslindar entre unos y otros. En otras palabras: facilitar el conteo de los individuos en tanto colectivos y desde compartimientos estancos. “Por eso el Estado colonial –expresó Anderson– imaginó una serie de chinos antes que a ningún chino”.
Notas
(1) Pérez de la Riva, Juan: Los culíes chinos en Cuba, La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 2000, p. 177.; y Moreno Fraginals, Manuel: “La brecha
informativa. Información y desinformación como herramientas de dominio
neocolonial en el siglo XIX”, Santiago,
no 29, marzo de 1978, p. 18.
(2) La Estadística
Criminal de 1862 (publicada dos años más tarde) no fue la primera en incluir
datos sobre la criminalidad asiática pero es la más conocida en este sentido.
Además de Saco, la comentan Jacobo de la Pezuela, Henri Dumont, Francisco J.
Bona y Rafael María de Labra. (Ver Saco, José Antonio: “La estadística criminal
en Cuba en 1862”, Colección póstuma de
papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de
Cuba, ya publicados, ya inéditos, La Habana, 1881, pp. 141 y 150, y La América, Madrid, 12 de febrero de
1864).
(3) Con la frase “Cuba
se convertiría en una pequeña China”, Saco alude al temor de que fuesen
importadas mujeres chinas y constituyeran familias en suelo cubano (“Los chinos
en Cuba”, Colección póstuma de papeles
científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, ya
publicados, ya inéditos, La Habana, 1881, pp. 181 y 187; y La América, Madrid, 12 de marzo de
1864).
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