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sábado, 17 de octubre de 2020

De las manos y cuidados de la piel


  Pedro Marqués de Armas


 No hay dudas que el tiempo opera sobre las páginas que marcamos en los libros, al punto que a veces no las reconocemos. Pero ocurre también que las descubrimos bajo un halo distinto, que las hace más sorprendentes e incluso comprensibles. Es lo que me ha sucedido, en este tiempo de pandemia, con El silencio del cuerpo de Guido Ceronetti, paginas y apuntes acaso más dichosos. Para empezar, por ejemplo, esta cita de Marañón: “Ninguno de nuestros remedios, pobres médicos –dijo el médico español– tiene el maravilloso poder de una mano de mujer que se posa sobre una frente dolorida. En ese decisivo momento, la ciencia desaparece; y allí está la mujer, llena de mundo, que sostiene la angustia del que va adentrándose en el más allá”. Ese “llena de mundo” –añade Ceronetti– no es solo un consuelo sino “un relámpago de revelación”.

 En los tiempos que corren, donde en España –y con muy escasas excepciones en el resto del mundo– la gente muere sin derecho a despedirse de los suyos (como si el temido virus lo dominara todo, cuando se sabe que basta con una escafandra y con dejar que el aire se filtre de verdad), las palabras de Marañón adquieren un valor único. Por encima y en contra de cualquier protocolo, deberían ocupar el puesto más altivo: el de pegatinas en las frentes de políticos, médicos y administradores de la salud. Dentro de lo terrible, lo más terrible ha sido la denegación, el abandono, la soledad de los que han muerto.

 Manos y piel. Dos experiencias caras a Ceronetti, que desarrolla en sus poemas sobre Semmelweis y Marat, poemas –podría decirse así– médico-teológicos.

 En el primero, contrapone la mano que se introduce –mortífera– en el útero de las parturientas, a la mano que bendice y que, por último, se posa en las testas moribundas. Una y otra no son la misma. Ni aun cuando un mismo propósito de limpieza –desde el surgimiento de la antisepsia hasta estos días– pretenda equipararlas.

 En el segundo, la sarna que obliga a vivir dentro de una bañera, incluso al más connotado hombre público. No es nunca una buena solución, ni en el caso del cuento de Landolfi “La mujer de Gógol”. Como dicha perspectiva resulta (por permanente) demasiado estrecha, el confinamiento acaba en desesperación. Todo autocuidado en solitario, como todo matrimonio forzoso, incuba en un lapsus más bien breve, un crimen, y las bañeras parecen hechas a propósito.

 De las páginas marcadas en El silencio del cuerpo, la que mejor recordaba –no me sorprende– es la que dedica al goce supremo. Solo unas líneas: “Entre los riesgos del cunilinctus figura principalmente el de olvidar a la persona a quien se le practica, hasta tal punto sumerge el acto al devoto cunnilingus en la pura Shakti, en el signo inmortal de la madre, esto es, en las aguas infinitas de Maya”.

 Otra invaluable nota es la que consagra a los dictadores, a los que define según una triada que ya le hubiera gustado a Esquirol: habladores, furiosos y dementes. Con Robespierre como ejemplo cimero, muy superior al resto por su “mente glacial”. Ceronetti incluye a Castro entre los numerosos “parleurs” menores. Y reserva espacio para los exaltados oradores que decían construir “entre ríos de sangre, una España nueva”. En todo lo relativo a este país, intérprete de la sordera de Goya, Ceronetti es siempre de la mayor actualidad.

 Pasaje íntegro, digno de un relato de Savinio o de una observación de Cioran, es el de las palabras que María Antonieta dirige al verdugo por haberle pisado el pie, sin querer, en el patíbulo: “¡Perdón, señor, no lo he hecho adrede! (…) Cortesía y Guillotina: ¡esos sí son encuentros significativos! Las disculpas por el pisotón son un signo exquisito de superioridad, el último de una reina”.

 Semmelweis, por su parte, es una referencia recurrente. Ahora sobre la intimidad de ciertos hospitales: “El gran hospital teresiano de Viena, el Gólgota de Semmelweis, era dulce bajo la nieve salpicada de cornejas: acaso también otra dulzura estaba escondida tras los cristales”.

 Y para incluir en el discurso burgués de la banalización del suicidio, tópico caro, entre otros, a Burton y Goethe: “Ciertos pruritos perianales pueden llevar al suicidio. A Marat, en cambio, sus pruritos lo llevaron al homicidio político”. Así lo capta Ceronetti en su poema “Respuesta de Carlota Corday interrogada”, cuya difícil traducción –que realicé, veo ahora, hace un lustro– añado a seguidas: 

La bañera del sarnoso ante tu luz

En “psoriasis” tremenda terminada *

Tras la puerta cerrada permanece vacía

Ávida de cualquier cosa

 

Solitaria y ennegrecida pide

Un cuerpo que se descama,

Y su sangrienta sombra

Mi mano de improviso castiga

En fuga de una puerta vigilada

 

–Cada uno tiene su Marat. Póngase el hombre. 

Golpes para una audiencia delatora.

Susurrándole cauto, la boca obscena 

La hiel sombría, la infecta espalda

Con el puñal que enterrado se limpia

Día y noche golpeando.

Hasta que caiga sobre ti el suplicio

Del brazo severo que tú hieres– 

 * Nota de Ceronetti: “psore” alude a la dermatosis de Marat, il rognoso (sarna). La bañera donde estaba inmerso es “fulminada” por la luz de Carlota.

 Su curiosidad por la medicina llevó al autor de El silencio del cuerpo a una crisis que ya venía conjurando de algún modo en sus apuntes y aforismos. No quedaba sino una despedida de la medicina, como asegura en el epílogo que escribió apenas cuatro años más tarde, y en el que confiesa: “Tengo cincuenta y seis años, y casi no aguanto más”.

 Ese cansancio se siente en una página que en su momento no marqué, pero que complementa muy bien su cita de Marañón. Allí se trata de lo lleno como plenitud cristiana, aquí del necesario vacío: “En el espacio que separa a Buda de Émile Littré hay tal vez un punto donde podría situarme. El problema de la salvación (de la verdadera sabiduría) radica en vaciarse, y yo no hago más que seguir mis curiosidades libertinas, me lleno, devoro pasado, persigo espectros por los pasillos del Tiempo. Pero la sabiduría que exige como presupuesto la Kénosis mental es la única verdadera. Lo demás es Deseo, búsqueda de distracciones. Dios no puede acudir más que al corazón vacío, concentrado en él, no a un corazón ocupado por diccionarios”.

 Desde luego, hoy la medicina está tan lejos de Littré como lo estuvo siempre de Buda. No hay cuerpos, no hay manos de mujer, no hay siquiera un buen diccionario. Entretanto, la muerte triunfa. No sobre su necesario complemento, la vida, sino sobre lo que ha quedado de esta desde el advenimiento de los algoritmos. Si una cuarentena eficaz puede recordar la imagen del Estado perfecto, la excepción actual no hace más que avisarnos de su conversión en una bestia más aviesa, y por desgracia, también más inoperante.


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