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lunes, 19 de octubre de 2020

Catulle Mendès: traducciones desconocidas de Julián del Casal

(DE CATULLE MENDÈS)

  El QUEBRADOR DE RUBÍES

  Una vez vi un loco que rompía guijarros sobre el camino.—No era su oficio romperlos, sino que estaba demente. Tomaba una a una las piedrecitas, las golpeaba con un martillo, y muy vivamente, con aire de ansiedad, miraba los pedazos, les daba vuelta, los revolvía, mirándolos siempre, y después los tiraba lejos, con aspecto desconsolado.

  —¿Qué buscáis en esos guijarros? —le preguntó.

 —El filón de oro, que deben contener —me respondió.—¡Pero no lo encuentro nunca!

  Me dio lástima.

 —Eso es muy triste! —le dije.

 Interrumpió su tarea, y contestó:

 —Era más triste, en el tiempo en que, en lugar de ser un quebrador de piedras sobre el camino, era un quebrador de rubíes.

 Iba de mujer en mujer, lleno de tristeza y de cólera; tomaba sus corazones de doncellas, de esposas o de cortesanas. Todos eran rojos, pero todos duros y helados, semejantes a crueles rubíes y era en vano que golpeándoles con el mío hiciera abrir esos corazones. Jamás encontré el filón de amor que debían tener.

 ¡No, nunca, nunca lo encontré!...


   EL AGUA QUE QUEMA

  Sintiendo fiebre, la cruel fiebre de amor, resolvió el pobre enamorado bañarse en el río, fresco y tranquilo que corre entre guijas pulidas.

  Ya le habían dicho:

 —Puesto que sufre usted, sin tregua y sin esperanza; puesto que tiene en el corazón, en la frente y en los labios los ardores del eternal deseo engañado, conviene que entre y permanezca largo tiempo en esa agua, porque ella posee, desde tiempo inmemorial, la virtud de apagar el incendio de la pasión. Muchos, que no estaban menos enfermos que usted, se han puesto bien. Es una cosa que oirá usted contar en el país.

 Él se dejó caer de la ribera al río. Pero apenas bajó a la frescura de la onda, sintió sobre todo su cuerpo algo semejante a caricias de brasas y a envolturas de llamas. Huyó por la llanura. La quemadura le arrancaba la piel, lo devoraba y lo consumía. Nunca había experimentado tan insoportable tortura.

  Quejándose, por la noche, a la que no lo amaba.

 —Ya sé por qué te ha sucedido eso, le dijo ella. Es que un día, al pasar cerca del río, dejé caer una de las florecillas que llevaba en mis cabellos.


   EL BESO ENJAULADO

 Él estaba enamorado, siendo un niño, de aquella niña. El amor le hacía sufrir mucho, no porque ella lo desdeñase, sino porque los parientes no querían consentir en el matrimonio. Una vez que él la acechaba, —era un poco antes de la aurora, cuando el alba vacila en nacer,—la vio, rubia y fresca, asomada a la ventana. Ella miraba el cielo pálido de la mañana; él la miraba a ella, alba también. Encantada de la claridad naciente, ella hizo una cosa ingenua y graciosa, —creyendo que nadie miraba; —la de enviar, con sus dedos rosados, un beso al día próximo; al mismo tiempo, un pájaro despierto lanzó su grito al cielo, como si aquel sonido ligero hubiese sido el canto del ademán que ella había hecho. El enamorado vio el beso, oyó la voz, persiguió al pájaro entre las ramas, lo cogió y se lo llevó a su casa. Ahora es muy feliz, porque, del día a la noche, oye siempre cantar el beso enjaulado de su amada.

 


 Las tres primeras versiones aparecieron en el diario madrileño La Monarquía, bajo la firma de Julián del Casal, el 1ro de diciembre de 1888; mientras la cuarta, el cuento “Los besos de oro”, aparece sin firma en el mismo periódico el 4 de febrero de 1889. Es muy probable que ambas entregas estén relacionadas, y la segunda también sea de su autoría.   

 En diciembre de aquel año el poeta cubano se encontraba en Madrid. Allí llevaba aproximadamente dos semanas, suficiente para agotar su pequeño patrimonio -como él mismo confiesa-, y verse obligado a colaborar con los periódicos locales. En febrero, al publicarse la segunda colaboración, estaba de vuelta en La Habana. 

 Quizás esos duros ayudaron a mitigar los aprietos del viaje de regreso, si no es que a pagarse el boleto. Casal contaba con recursos (económicos) para llegar a París, pero -como se sabe- no hizo una buena gestión. A saber cómo y en qué gastó la plata. No la habrá dilapidado toda en la Cervecería Inglesa.   

 “Diario liberal conservador”, políticamente afín a Cánovas del Castillo, La Monarquía fue fundado en 1887 y daba continuidad al periódico católico La Unión. ¿Quién acercó a Casal a sus páginas, en las que, por otra parte, rara vez aparecían textos literarios? De sus dos amistades conocidas de Madrid, Francisco A. Icaza y Salvador Rueda, encontramos -también en la sección Compases de Espera- una prosa del último, lo que hace suponer que fue esa la puerta de entrada.  

 Algunos estudiosos de Casal no consideraron su amistad con Rueda, pero hoy es bastante conocido el vínculo que establecieran en Madrid, y que se tradujo, entre otras muestras, y siempre tras el regreso de Casal a la isla, en una avalancha de poemas del andaluz en El Fígaro, así como en una notable reseña sobre Nieve, olvidada hasta hace muy poco, por cierto, a pesar de que data del verano de 1892.  

 Poemas y cuentos de Catulle Mendès traducidos por Casal e indentificados hasta la fecha

 “Viejos labios y joven beso”, La Habana Elegante, 25 de marzo de 1888 (y Edición del Centenario). 

 “El quebrador de rubíes”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

 “El agua que quema”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

 “El beso enjaulado”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

 “Los besos de oro”, La Monarquía, sin firma, 4 de febrero de 1889, p. 1.

 “La domadora”, El Fígaro, 20 de octubre de 1889 (y Edición del Centenario). 

 “La estrella”, La Discusión, 25 de abril de 1890 (y Edición del Centenario). 

 “La limosna soñada”, La Discusión, 25 de abril de 1890 (y Edición del Centenario). 

 “El ensueño amargo”, La Discusión, 25 de abril de 1890 (y Edición del Centenario). 

                                                                                                      Pedro Marqués                                                                         

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