Xavier Villaurrutia
De algunos años a esta
parte, el número de traducciones de poesías y fragmentos de escritos en prosa
de Paul Valéry ha ido en sensible aumento. Pocas traducciones son buenas, pero
todas son el síntoma claro de que los escritores españoles e hispanoamericanos,
insatisfechos de un conocimiento privado y de un placer egoísta, quieren
compartir su hallazgo con un público menos preparado que ellos, pero no menos
ávido de los goces que procura la obra de un espíritu de claridad y de tacto
excepcionales.
Las traducciones de El cementerio marino iniciaron
la marcha. Jorge Guillen, Mariano Brull y más tarde Emilio Oribe se atrevieron
a intentarlas, y alcanzaron aciertos parciales, tanto, que Guillen, más
inteligente por más desconfiado, se apresuró a opinar que el arte de traducir
debe ser un arte de colaboración: aportaciones de acentos y de aciertos
vendrían de todos los rumbos y se unirían para formar un solo coro, un edificio
único en el que los nombres de los colaboradores quedarían modesta u
orgullosamente ocultos. A raíz de un artículo en que Alfonso Reyes recogió esta
idea de Guillen, al lado de otras suyas, imaginaba yo un ideal congreso de
traductores, en que los miembros fueran los más atentos y apasionados espíritus
afines a la obra del poeta. Al cabo de unos meses de silencioso, difícil y
desesperante trabajo, bien podría resultar ¿una buena traducción de El
cementerio marino?... apenas si una traducción discreta para uso de quienes
no tienen la fortuna de conocer el idioma en que está escrito.
Porque la traducción de la poesía es siempre
un trabajo melancólico. Los frutos de la cosecha son pálidos, convencionales
muestras; basta hincarles el diente para recibir un zumo sin sabor ni perfume,
una ausencia en vez de una presencia deliciosa. La transfusión de sangre de un
idioma a otro, posible cuando se trata de una obra escrita en prosa, no lo es
cuando de poesía se trata. Valéry me ayudaría a subrayar esta imposibilidad. El
objeto de un escrito en prosa, así sea en otro idioma, pero ¿cómo expresar en
otro verso y en otro idioma aquello que no se propone un fin, sino que es un
fin en sí mismo, y que si llega, del mismo modo que la prosa, a alguna parte,
no es porque se lo haya propuesto sino porque lo ha conseguido?
Las traducciones que Alfonso Reyes ha hecho
de algunas poesías de Mallarmé cuentan y contarán entre las mejores. No olvido
sino tengo presentes las afinidades, las aproximaciones momentáneas a Mallarmé,
de Alfonso Reyes. Y, no obstante, ¿qué son estas traducciones sino sombras
desgarradas de un fantasma inasible?
De Paul Valéry no conozco aún traducciones al
castellano que pueda juzgar de cierta permanencia, que tenga materia para
durar. Apenas el poema de Las gradas, traducido por Jorge Guillen,
conserva en castellano algo de su arquitectura secreta.
Las dificultades, invencibles cuando se trata
de la poesía, no lo son tanto si el objeto es traducir un escrito en prosa. Ya
un poeta mexicano, excepcionalmente dotado para este juego de palabras
cruzadas, como llama Cremieux al ejercicio de la traducción, Gilberto Owen,
publicó hace años en castellano, amorosa y fielmente, unos pequeños textos
poéticos, Ilustraciones de grabados de Paul Valéry. Pero ¿obras como Monsieur
Teste, El alma y la danza o los tomos de Variedad, para ir de lo más
a lo menos complejo? De mí puedo decir que sólo el hecho de pensar en traducir
algo más que un fragmento, un aforismo o una página de Paul Valéry me produce -si
se me permite decirlo- un calofrío horrible.
Una dichosa fortuna me dio la oportunidad de
conocer, inéditas aún y en plena marcha, las traducciones de tres breves cuadernos
de Paul Valéry. Hablo de Littérature, Choses tués y Anfión, traducidos,
respectivamente, por tres escritores de México, Ricardo de Alcázar, Rodolfo
Usigli y José D. Frías. Ni la traducción de las notas y reflexiones que forman Choses
tués, ni la del melodrama sobre el mito de Anfión, que músico Honegger, han
pasado de los manuscritos a la imprenta. Sólo Literatura [traducción de Ricardo de Alcázar, México,
1933] alcanzó ya la primera sanción. La de la imprenta, y espera,
desde la sencillez no exenta de gracia de su arquitectura tipográfica, la
mirada impaciente que trasponga las columnas de letras para adentrarse en las
numerosas, breves y profundas estancias que la forman: aforismos, reflexiones,
observaciones, consejos y notas sobre la poesía, la retórica, la claridad, la
obra y su duración, y el escritor clásico y el romántico, temas típicamente
valeryanos que, a pesar de su diversidad, tienen unidad de estilo y de fondo.
Difícil por su sencillez aparente es la forma literaria
del aforismo, hermano de la máxima en que los franceses aciertan como ninguno.
Decir cuanto se quiere decir, y no más, pero no menos, y siempre en pocas
palabras, sería la poética del aforismo, si el aforismo admitiera alguna poética.
Un dicho muy conocido de Gracián debiera estar siempre presente en el espíritu
del escritor. En uno de sus consejos, que aparece precisamente en Literatura,
Valéry extrema el dicho de Gracián sobre la bondad de lo breve diciendo:
"Entre dos palabras es preciso escoger la menor."
De todas las notas que contiene el cuaderno,
las más importantes son las que se refieren a la poesía. Con facilidad
encontramos en la literatura inglesa, antigua y contemporánea, intentos
admirables dirigidos a la definición de la poesía, de su ambición y objeto. No
sucede lo propio en la literatura francesa. Por ello, cuando un espíritu tan
profundamente francés como el de Valéry se inclina sobre el papel para definir
y situar lo que tantas veces ha realizado en versos sin mancha, el lector halla
un goce impagable. Un solo poeta de América -donde la inspiración es todavía el
principio y el fin de la actitud poética -no debe ignorar estas páginas en que
se dice que el poema debe ser una fiesta del intelecto y no otra cosa. Mas no sólo
el especialista o el que cree serlo, sino el simple lector que ama o cree amar
la poesía por un deber oscuro, ciego, religioso, encontrará en estas
definiciones motivos más libres, más claros y lúcidos para amarla plenamente,
en el uso de sus facultades, con los riesgos de una responsabilidad. Mientras
tanto, pensemos que "la mayor parte de los hombres tienen de la poesía una
idea tan vaga, que esa vaguedad misma de su idea es para ellos la definición de
la poesía".
Notas sobre el pensamiento y la poesía en que
Valéry dice cuál es el verdadero papel del pensamiento, que "debe estar
escondido en el verso como en el fruto la virtud nutricia"; sobre el
lirismo, que le parece el desarrollo de una exclamación; sobre la rima, que
tiene la virtud de enfurecer a la gente simple que cree ingenuamente que hay
algo bajo el cielo más importante que una convención; y sobre la duración de la
obra: la mejor, para Valéry, es aquella que guarda su secreto más largo tiempo,
forman lo mejor de Literatura. Menos felices son las notas sobre
clásicos y románticos. La diferencia entre ellos no es tan simple como le
parece a Valéry, cuando dice que es la que establece el oficio entre el que lo ignora
y el que lo ha aprendido. "El romántico que ha aprendido su arte se vuelve
clásico." Y añade: "por eso el romanticismo acabó en el
Parnaso". Me resisto a pensar que alguien puede considerar clásica la poesía
de los parnasianos, que sólo es académica. El académico es el romántico que ha
aprendido un oficio que no es el suyo. El romántico es el que no aprende un
oficio jamás. Vecino de la acera de enfrente, y el clásico es el que no aprende
su oficio precisamente porque ya lo sabe y lo ejercita.
Sorpresas de la sorpresa: Valéry se pregunta:
¿Ésta puede ser objeto del arte? Y responde: a condición que la sorpresa sea infinita,
"obtenida merced a una disposición siempre renaciente y contra la que toda
la espera del mundo no pueda prevalecer". No es otro el objeto, al menos,
de la obra de teatro. Así lo expresaba yo hace poco tiempo al decir que una
obra dramática debe ser un enigma, un rompecabezas, un juego de palabras
cruzadas. Pero Valéry se ha apresurado a decirlo en una sola y breve frase:
"Toda obra dramática es una charada." Y, como entre dos frases, la
mejor es la menor...
Ricardo de Alcázar ha traducido este inagotable cuaderno de Paul Valéry. Sólo un poeta está capacitado para realizar una tarea cuyos resortes secretos se ocultan a quien no lo sea. Ricardo de Alcázar lo es y de calidad. Un conocimiento seguro de nuestro idioma y un placer de filólogo por las etimologías lo colocan en una situación ventajosa con relación a traductores menos bien armados; una vigilancia sin reposo, una bien nutrida desconfianza presidió el conocimiento de los delicados problemas que ha sabido resolver o despejar limpiamente.
Textos y pretextos, México, UNAM, 1940.
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