Paul Valéry acaba de arrellanarse en el
butacón de la Academia Francesa que dejó vacante Monsieur de Bergeret. Mas no
es esta circunstancia —la actualidad no nos obsede, y menos la académica— lo
que nos induce a traducir para "1927" estas páginas: sino cuanto en
ellas hay de unción y de intelección poéticas.
Jorge Mañach
Paul Valéry
No sé por qué reprise misteriosa, por qué retorno a mi
juventud, vine a interesarme de nuevo en la poesía, después de más de veinte
años que md había separado de ella.
Es posible que haya en
nosotros una memoria periódica y lenta, más profunda que la memoria de las impresiones
y de los objetos, una memoria o una resonancia de nosotros mismos a largo
plazo, que nos retrotrae y viene a devolvernos de improviso nuestras
tendencias, nuestras potencias y hasta nuestras esperanzas más antiguas.
Advertí que volvía a
ser sensible a aquello que suena en las frases. Me demoraba percibiendo la
música de la palabra. Los vocablos que oía sacudían en mí no sé qué dependencias
armónicas ni qué implícita presencia de ritmos inminentes. Tomaban color las
sílabas. Algunos giros, algunas formas del lenguaje, se dibujaban a veces por
sí mismos en las fronteras del alma y de la voz y parecía que pudiesen vivir.
Esos comienzos del
estado cantante, esas primaveras íntimas de la invención expresiva, son
deliciosos, como es delicioso el balbuceo previo de la orquesta, algunos
momentos antes de ordenarse, agruparse y obedecer, cuando no engendra todavía
más que una viva y contrariada variedad de timbres que se prueban a sí mismos,
se enardecen, se interrumpen, se contradicen y preparan, cada uno según su
naturaleza, su próxima y milagrosa unidad.
Poco a poco me
acostumbré, me discipliné a revivir mi adolescencia. Me sorprendí versificando.
Reconocí en mí los escrúpulos y los cuidados del poeta. Me abandoné a ellos con
placer. Confieso que estaba cansado de agitar, desde hacía no poco tiempo,
cuestiones bastante difíciles. Mi espíritu, ocupado en algunos asuntos de los
cuales no era fácil deshacerse agotándolos, se encontraba con que se había
construido círculos infernales; pasaba indefinidamente, una y otra vez, por los
mismos estados de luz y de tinieblas, de potencia y de impotencia, complementarios.
Mas al aplicarme de
nuevo a la poesía, ese espíritu, así y todo, no me abandonaba; ni tardé en
encontrar, bajo las primeras flores de mi nueva estación, numerosos enigmas y
problemas. Se los encuentra siempre donde uno quiera, y la poesía no anda falta
de ellos; es cuestión de exigencias. Después de las venturas del esbozo y las
promesas de las bellas cosas que se vislumbran, después que uno ha sido
seducido por esos divinos murmullos de la voz interior y cuando ya algunos
puros fragmentos se han separado por sí mismos de lo que no existe, hay que
ponerse al fin a la tarea, articular esos rumores, reunir esos trozos,
interrogar a todo el intelecto, obligarle a que venga en nuestro auxilio.
Me entregué a ese
trabajo. Mi designio era componer una suerte de discurso en que la continuidad
de los versos se desarrollase o dedujese de tal forma que el conjunto de la
obra produjese una impresión análoga a la de los récitatifs de otrora. Los que se encuentran en Gluck, y particularmente en el Alceste,
me habían dado mucho que pensar. Pronto me topé con las dificultades eternas.
Un día, consumido casi por entero en hacer, deshacer y volver a hacer una parte
de mi poema, le tomé ese disgusto desesperado que conocen todos los artistas.
El artista sería poca cosa si no especulara sobre lo incierto. Decidí abandonar
la faena; me insistí a mí mismo que había que renunciar; y queriendo romper con
un acto de voluntad el triste encantamiento que me encadenaba a mis esbozos, me
resolví a salir. Caminé casi furiosamente por las calles, medio alucinado por
las luces desordenadas, y erré, como un pensamiento lanzado bruscamente el
tumulto de una ciudad, aturdido por el movimiento de los seres y de las
sombras, confundido voluntariamente con la agitación general e indistinta de la
multitud en la noche. Me sentía todavía obseso y, por momentos, reasido, en
medio de todos esos seres vivientes en marcha, por los mismos ensayos y las
mismas renuncias a los cuales acababa de escapar y cuyo tormento ansiaba
disolver en aquella multitud desconocida. Yo era como una mala madre que se
aleja de su casa a perder una criatura a quien no puede sufrir.
Después de una
caminata bastante larga, entré en un café desierto. Había periódicos
abandonados sobre el mármol de las mesas. Recorrí distraídamente el mundo
entero; la imagen de la incoherencia de sus acontecimientos bajo los diversos
cielos se sustituía en mí al desorden de los hombres en la calle. Mis ojos,
huyéndoles a los crímenes, a los Parlamentos, a la Bolsa y a las noticias (que
son estadísticamente siempre las mismas), descendieron a lo bajo del Temps.
No soy muy aficionado
a las premoniciones; me resisto a creer en esas atracciones misteriosas por las
cuales nos gusta explicar tantas coincidencias notables que se observan en
todas las vidas y que las modifican o las orientan con una suerte de
inteligencia. Pero tengo que confesar que algo me impelía a demorarme en aquel
número y presentir que encontraría en él una sustancia preciosa. Desfloré con
la mirada el folletón de Adolfo Brisson... Leí. Volví a leer. Y reconocí mi ruta.
He aquí el comienzo de
aquel artículo:
"¿Cómo componía,
cómo representaba la artista sus papeles? ¿Cuáles eran sus procedimientos, su
manera, su mímica, el timbre de su voz, su modo de moverse y de llevar su indumento?
Mediante el fonógrafo y el cinematógrafo, nuestros nietos tendrán informes poco
menos que exactos sobre los actores de hoy. Rachel no vive plenamente a través
de la prosa lírica de Gautier y la prosa difusa de Janin; sus juicios dan una
idea general de su arte; pero algunas veces son contradictorios; les falta
precisión. Quisiéramos que un riguroso y sincero análisis, indicaciones
detalladas, meticulosas, hubieran fijado esas cosas fugaces; la fisonomía de la
actriz, la emoción suscitada en todos los que la escuchan. Ahora bien, ese
documento existe. Una circunstancia singular me lo puso en las manos. Durante
una estancia en Ems, tuve, en otro tiempo, el honor de ser presentado a un personaje
considerable, emparentado con la familia real de Prusia, el Príncipe Jorge,
primo segundo del emperador Guillermo I. Me habló de Rachel, de la cual, sin
duda, —me pareció discernirlo en sus confidencias— había estado enamorado.
Conservaba de ella, de sus entonaciones, de sus actitudes, de sus gestos,
impresiones e imágenes de una increíble fidelidad. Para no olvidarlas, se había
aplicado a fijarlas en un papel. Me ofreció un ejemplar de ese folleto anónimo,
impreso para sus amigos. Esa obrita preciosa contiene el comentario, verso por
verso, la descripción fotográfica, la notación musical, el juicio oral, si se
me permite así llamarlo, de las interpretaciones de la ilustre artista. La
primera página es un himno en su honor, y es también un retrato:
""¡Raquel!
Genio incomparable, artista sublime, permaneceréis en nuestro recuerdo como una
llama en una noche honda. La sobriedad, la energía y la gracia de su gesto, la
magia de su mirar, la pureza de la dicción, el sonido grave y metálico de una
voz sin igual, ella lo tenía todo, todo lo que encanta, todo lo que arrastra,
todo lo que exalta. Ver a Raquel era una de las grandes emociones de la vida.
Era pálida y delgada; tenía todo el aspecto de una persona muy delicada. Sus
manos eran de una gran distinción; sus ojos pardos, muy brillantes, tenían una
profundidad insólita. Su voz de contralto descendía al fa en este verso de Bajazet:
N' aurais-je tout tenté que pour une rivale?
El que lo decía sobre el fa grave; luego, su voz ascendía. Cuando exclamaba, en Andromaque:
Va, cours, mais crains
encor d'y trouver Hermione,
emitía el cours sobre la nota ut con la mayor fuerza. El grito que lanzaba en el quinto acto de Adrienne Lecouvreur, después de los versos de Andrómaca, era un fa agudo. Disponía, pues, de dos octavas.
""Lo más
frecuente era que se mantuviese, al hablar, en esa extensión entre el fa agudo y el mi natural. En Valeria,
drama de Augusto Maquet y de Julio Lacroix, representaba el papel de la
emperatriz Mesalina con una voz grave, el de Lycisca con una voz más elevada.
Sin ser una mujer muy alta, lo parecía en las tablas. Su sobreexcitación
nerviosa se comunicaba a los espectadores; uno se escalofriaba siguiendo
aquellas escenas conmovedoras; parecía que la fuerza de la emoción la fuera a
romper. Quien la haya visto en Maria
Stuart se acordará, seguramente, de la energía terrible, salvaje, con que
decía:
Malheur, malheur a vous, quand, d'une vie austere
Vous
venant quelque jour arracher le manteau,
La Verité sur vous fait luiré son flambeau!
""Pronunciaba
la palabra arracher con un furor
inconcebible. Se ponía fuera de sí, temblorosa de ira. Ninguna actriz se ha
arrodillado ante la reina Isabel con aquella altanera rigidez. La veo todavía,
en el quinto acto de "Marie Stuart", con su bello vestido de
terciopelo negro, su histórico bonete cuya punta le tocaba la frente, su largo
velo blanco y sus encajes antiguos"".
"El príncipe
menciona hasta las particularidades más insignificantes de la dicción de
Raquel; evalúa la duración de sus silencios; anota sus
"respiraciones."
Je voudrais assister a ta
derniere aurore,
Voir sombrer dans les flots
ton
sanglant météore,
Respirando largamente.
Et seule
Respirando.
au bord des mers
Respirando.
respirer la fraicheur.
Respirando.
De eternelle nuit.
""Respiraba
a pleno pulmón antes de hablar, como una persona que se encuentra a la orilla
del mar y que se abandona gozosamente a la frescura del elemento. Era admirable.""
No sabría explicar
hasta qué punto me conmovió esta lectura. Las observaciones ingenuas y precisas
del príncipe alemán, la atención todo amorosa que había concentrado sobre la
dicción de la gran artista, el sentimiento del verso, la inteligencia de las
relaciones de la respiración, del ritmo, de la sintaxis y de los acentos, todo
esto que allí encontraba, me interesaba directamente, me iluminaba
indirectamente, venía, en el instante mismo en que era menester, a aportarme el
auxilio deseado, por la vía más imprevista... Cuando pienso en ello, recuerdo
aquel incidente que se produjo en Roma, en el siglo XVI, y que se narra no
recuerdo dónde. Estaban levantando, en presencia del Papa y de toda su corte,
él obelisco que se encuentra en la plaza de San Pedro. Como las máquinas estaban
mal calculadas, el monolito se detuvo en su movimiento entre la horizontal y la
vertical. Los cables, a colmo de tensión, amenazaban quebrarse, y toda la masa
caer al suelo y hacerse añicos. Fue entonces cuando una voz surgió del gran
silencio y gritó que mojaran las cuerdas,
y aquella idea puso la piedra en pie.
En el hecho de que el
artículo de Adolfo Brisson y las notas del príncipe Jorge de Hohenzollern me
vinieran tan oportunamente a sugerir alguna solución a mis dificultades
poéticas, pudiera no verse, y yo mismo no habría visto sino un acontecimiento
subjetivo,—es decir, aproximadamente independiente de la calidad de esos
textos, y casi enteramente dependiente de mi estado de ánimo de una noche. Pero
he aquí que algunos años más tarde, estando ya terminada o a punto de
terminarse mi obra, me ocurrió comunicárselo a Pierre Louys, excelente juez en
materia de poesía, y contarle esta misma pequeña historia. Pedro lanzó una
exclamación y, corriendo a las cajas donde conservaba tantos documentos, sacó
un gran recorte del folletón del Temps
del 1ro de diciembre de 1913, todo marcado, orillado, subrayado con lápiz
rojo... (Trad. de j. m.)
Revista de Avance, Año I, Núm. 12, 30 septiembre 1927, pp. 305-07 y
321.
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