Si el principio contiene el fin, un poema de
uno de los iniciadores del modernismo, José Martí, condensa a todo ese
movimiento y anuncia también a la poesía contemporánea. El poema fue escrito un
poco antes de su muerte (1895) y alude a ella como un necesario y, en cierto
modo, deseado sacrificio:
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
su majestad el
sol, con largos velos
y un clavel en
la mano, silenciosa
Cuba cual viuda
triste me aparece.
¡Yo sé cuál es
ese clavel sangriento
que en la mano
le tiembla! Está vacío
mi pecho,
destrozado está y vacío
en donde estaba
el corazón. Ya es hora
de empezar a
morir. La noche es buena
para decir
adiós. La luz estorba
y la palabra
humana. El universo
habla mejor que
el hombre.
Cual bandera
que invita a batallar, la llama roja
de la vela flamea. Las ventanas
abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa…
Poema sin rimas y en endecasílabos quebrados
por las pausas de la reflexión, los silencios, la respiración humana y la
respiración de la noche. Poema—monólogo que elude la canción, fluir
entrecortado, continua interpenetración de verso y prosa. Todos los grandes
temas románticos aparecen en estos cuantos versos; las dos patrias y las dos
mujeres, la noche como una sola mujer y un solo abismo. La muerte, el erotismo,
la pasión revolucionaria, la poesía: todo está en la noche, la gran madre.
Madre de tierra, pero también sexo y palabra común. El poeta no alza la voz: habla
consigo mismo al hablar con la noche y la revolución. Ni selfpity ni
elocuencia: «ya es hora / de empezar a morir. La noche es buena / para decir
adiós». La ironía se transfigura en aceptación de la muerte. Y en el centro del
poema, como un corazón que fuese el corazón de toda la poesía de esa época, una
frase a caballo entre dos versos, suspendida en una pausa para acentuar mejor
su gravedad —una frase que ningún otro poeta de nuestra lengua podía haber
escrito antes (ni Garcilaso ni San Juan de la Cruz ni Góngora ni Quevedo ni
Lope de Vega) porque todos ellos estaban poseídos por el fantasma del Dios
cristiano y porque tenían enfrente a una naturaleza caída— una frase en la que
está condensado todo lo que yo he querido decir de la analogía: el universo
/ habla mejor que el hombre.
Los hijos del limo. Del romanticismo a la
vanguardia, 1987, Barcelona, Biblioteca de Bolsillo, pp. 141-42.
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