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lunes, 28 de octubre de 2019

Un cita de Eduardo Luquín




    José Gorostiza 
                       
    Nueva York debió ser como es hoy La Habana, allá por los años de mil ochocientos y tantos, cuando Jenny Lynd cataban donde bullen ahora los peces de colores. ¿Te parece así, José Gorostiza? 

                Eduardo Luquín, Diagrama, México, 1930. 

 Puede ser, Eduardo, pero La Habana cuando yo la conocí, en 1924, era una ciudad criolla, una pequeña ciudad de calles estrechas y casitas de colores puestas a madurar al sol, como la fruta. El estrépito de la vida moderna lo concretaba un ir y venir de fotingos a través de los saludos –procesión de gansos en desbandadas- que cambia la ciudad consigo misma de una a otra acera. Más tarde me enteré, gracias a Paul Morand, de que nos la han cambiado. Tiene ahora un aire de ciudad cosmopolita, poblada de búngalos, hoteles y clubes. ¿O será que como ésta es la atmósfera de Paul Morand, y un poco la tuya, la encontráis en todas partes? 

 Nueva York, en cambio, cuando Jenny Lynd cataba en ella, debió parecerse, a juzgar por las litografías, a cualquiera de los barrios aristocráticos de Londres; el antiguo Mayfair, o el Belgravia, o mejor el adusto y melancólico Holborn, donde se oyen chapotear aún, en las noches de lluvia, los zapatos de hule de los personajes de Dickens. En la ciudad baja, en Nueva York, pudiste ver –semiocultas tras el herraje poderoso del “elevado” y asediados por el olor a brea que parte de los muelles- cinco o seis construcciones del tipo inglés, con su basement, su escalera para el servicio y su porch de columnas jónicas, tendido como un puente por encima del foso. Reedifica con estos elementos la calle toda. Quietud, sobriedad, rigidez sombría. Un solo ¡adiós! alegre y agudo de La Habana dicho aquí, hubiese producido el efecto de un tiro en una calle de cristal. 

 Pero lo sé, no debiste verlas. Tu mejor defecto es el desdén que tienes por la eficacia de la atención. No crees en ella o crees tan poco que llegas a descuidar hasta la vigilancia que todo el mundo, quien más, quien menos, ejerce sobre su propio ser. ¿Escepticismo, fatiga? Ni una ni otra cosa. Eres así. Tus errores más frecuentes, aunque poco notables en Diagrama porque al fin has dado un paso en firme hacia la posesión de un estilo, habrá que referirlos a esta ligereza de condición de tu espíritu que te impide observar. No creo que sea preciso enumerarlos. ¿Para qué? Baste decir que la calidad de los materiales que empleas no corresponde con la imperfección de tu acabado. Nunca acabas una obra a causa de cierta premura que en el fondo limita, si no coincide, con tu inatención. Pero, por otra parte, tus aciertos nacen en la misma fuente que tus errores. No eres un escritor inteligente. Tu tipo es el otro, opuesto, del escritor medular, todo sentidos, cuya fuerza reside en una sensualidad que yo desearía asociar aquí, momentáneamente, por la zona de la conciencia en que se produce, con lo que antes llamé tu ligereza de condición. (Una conciencia atenta hace hondura en seguida y en su hondura, más allá de la piel, no hay sensualidad posible.) Releo cualquier capítulo de Diagrama y lo compruebo: cada vez que puedes tocar, con las manos o con los ojos, eso no importa, la superficialidad del acontecimiento –su mecánica- o la de su alma –su cuerpo- derrotas fácilmente al idioma. Tus mejores imágenes las debes al tacto. No contraríes, pues, la dirección natural de tu mente. Fortifícala. Tu problema no es de cultura, ni de afinación de la inteligencia, ni de depuración del gusto. Todo cuanto adelantes en este sentido que te sirva para realizar artísticamente, esto es, pudorosamente, al hombre transido de sensaciones que hay en ti. 


 “Una cita de Eduardo Luquín”, Torre de Señales, El Universal Ilustrado, 11 de diciembre de 1930. (En Poesía y Prosa, Siglo XXI editores, 2007, pp. 283-84).

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