Pedro Marqués de Armas
Cuando el poeta mexicano José Gorostiza arribó a La Habana de paso hacia Nueva York en 1924 (aproximadamente el 3 o 4 de julio), sufrió un pequeño percance; pequeño o grande, según se mire.
Al desembarcar, una de sus maletas cayó al agua.
Llena de documentos y manuscritos, en esa maleta que tanto costó hacer –un poco como la maleta de Villaurrutia, donde había que dejar espacio para la muerte, un poco como toda maleta–, iba uno de sus textos más enigmáticos: “Esquema para desarrollar un poema. Insomnio tercero”, el más claro antecedente de Muerte sin fin.
“Escrito en una página que dañó el mar de La Habana”, como cuenta el editor de Gorostiza, Miguel Capistrán, imaginemos un momento la escena:
Un viajero fatigado; un tropiezo cualquiera; una maleta que rueda esterilla abajo y comienza a hacer aguas; el negrito que la saca del mar por unos centavos; el dueño que la conduce chorreante por la ciudad; los papeles puestos a secar en alguna azotea; y, en fin, aquel texto preludio inconsciente de otro más grande que, de algún modo, sobrevivirá alimentado por ese légamo, por ese desagüe.
Titulado por el propio Capistrán con el visto bueno de Gorostiza, el “Esquema” había sido concebido no mucho de antes del viaje a Nueva York, en época decisiva para el poeta, cuando se sella su amistad con Villaurrutia y Jorge Cuesta y, al calor de la misma, se produce el descubrimiento -habría que decir, más bien, la revelación- de Valéry.
El texto permaneció inédito por casi medio siglo. Pero lo que sorprende más es la distancia; la lenta germinación de aquel plan de obra, donde el estudio de una “gota de agua” que se agiganta y emancipa de su ruido, creando otro sonido, abstracto, “desligado de su objeto”, deviene el mejor ejemplo -el más riguroso- de metáfora realizada.
Quince años de obstinado aprendizaje, de abstenciones –Paz decía que la de Gorostiza era una abstención sacrificial–, van a resolverse en una materia poética cuya soterrada purificación costó lo suyo.
Durante aquel viaje escribiría una carta a Pellicer en la que expresaba:
“Faltan ocho horas para llegar a La Habana, según nos dicen. Para mí esto es la misma cosa siempre: un círculo de agua del que somos el centro. Parece milagro el llegar a alguna parte. ¿No será esto lo que llaman un círculo vicioso?”
Aunque solo lleva tres días de navegación el viaje le parece interminable:
“El mar sin la tierra no tiene gran interés poético; es más bien una lección de moral sobre lo pequeño y lo grande”.
Para colmo, cae enfermo: agotamiento, laxitud, nada concreto.
En una reflexión en prosa también escrita durante esa travesía, y que titulará, como el barco en que viaja, Mauretania, expone la misma incomodidad:
“Las primeras sombras de la noche entran al cuerpo y establecen el cansancio. Relación entre la luz y la oscuridad, entre la oscuridad y la fatiga. Nada añadido o sumado a la experiencia, ni emoción, ni sentimiento, ni idea”.
Se diría que obligado a los sentidos, a la nuda realidad.
“Resbalar, mal comer, dormir cansando”, también encuentra en esas “vulgaridades” algo que no duda en calificar de poesía.
El examen, la decepción de sí mismo, como diría tempranamente Jorge Cuesta, será su método.
Con el tiempo, escrito ya Muerte sin fin –elaborado en seis meses de sostenida labor, en un asfixiante entorno burocrático, y no, como dijera Paz, en unas cuantas noches de fiebre–, volverá a La Habana como Consejero de Relaciones Exteriores. Allí vive entre 1942 y 1944, invisible a cuanto no sea su gestión consular.
Si algo sabemos de sus recuerdos de La Habana se debe a una crónica de 1930 donde evoca la ciudad por la que pasara seis años antes:
“… cuando yo la conocí, en 1924, era una ciudad criolla, una pequeña ciudad de calles estrechas y casitas de colores puestas a madurar al sol, como la fruta. El estrépito de la vida moderna lo concretaba un ir y venir de fotingos a través de los saludos –procesión de gansos en desbandadas– que cambia la ciudad consigo misma de una a otra acera. Más tarde me enteré, gracias a Paul Morand, de que nos la han cambiado. Tiene ahora un aire de ciudad cosmopolita, poblada de búngalos, hoteles y clubes. ¿O será que como ésta es la atmósfera de Paul Morand, y un poco la tuya, la encontráis en todas partes?”
Escurridizo, cada vez más recluido en sí mismo y en su trabajo, es posible que no haya dejado ni una línea, ni un comentario más.
Cuando el poeta mexicano José Gorostiza arribó a La Habana de paso hacia Nueva York en 1924 (aproximadamente el 3 o 4 de julio), sufrió un pequeño percance; pequeño o grande, según se mire.
Al desembarcar, una de sus maletas cayó al agua.
Llena de documentos y manuscritos, en esa maleta que tanto costó hacer –un poco como la maleta de Villaurrutia, donde había que dejar espacio para la muerte, un poco como toda maleta–, iba uno de sus textos más enigmáticos: “Esquema para desarrollar un poema. Insomnio tercero”, el más claro antecedente de Muerte sin fin.
“Escrito en una página que dañó el mar de La Habana”, como cuenta el editor de Gorostiza, Miguel Capistrán, imaginemos un momento la escena:
Un viajero fatigado; un tropiezo cualquiera; una maleta que rueda esterilla abajo y comienza a hacer aguas; el negrito que la saca del mar por unos centavos; el dueño que la conduce chorreante por la ciudad; los papeles puestos a secar en alguna azotea; y, en fin, aquel texto preludio inconsciente de otro más grande que, de algún modo, sobrevivirá alimentado por ese légamo, por ese desagüe.
Titulado por el propio Capistrán con el visto bueno de Gorostiza, el “Esquema” había sido concebido no mucho de antes del viaje a Nueva York, en época decisiva para el poeta, cuando se sella su amistad con Villaurrutia y Jorge Cuesta y, al calor de la misma, se produce el descubrimiento -habría que decir, más bien, la revelación- de Valéry.
El texto permaneció inédito por casi medio siglo. Pero lo que sorprende más es la distancia; la lenta germinación de aquel plan de obra, donde el estudio de una “gota de agua” que se agiganta y emancipa de su ruido, creando otro sonido, abstracto, “desligado de su objeto”, deviene el mejor ejemplo -el más riguroso- de metáfora realizada.
Quince años de obstinado aprendizaje, de abstenciones –Paz decía que la de Gorostiza era una abstención sacrificial–, van a resolverse en una materia poética cuya soterrada purificación costó lo suyo.
Durante aquel viaje escribiría una carta a Pellicer en la que expresaba:
“Faltan ocho horas para llegar a La Habana, según nos dicen. Para mí esto es la misma cosa siempre: un círculo de agua del que somos el centro. Parece milagro el llegar a alguna parte. ¿No será esto lo que llaman un círculo vicioso?”
Aunque solo lleva tres días de navegación el viaje le parece interminable:
“El mar sin la tierra no tiene gran interés poético; es más bien una lección de moral sobre lo pequeño y lo grande”.
Para colmo, cae enfermo: agotamiento, laxitud, nada concreto.
En una reflexión en prosa también escrita durante esa travesía, y que titulará, como el barco en que viaja, Mauretania, expone la misma incomodidad:
“Las primeras sombras de la noche entran al cuerpo y establecen el cansancio. Relación entre la luz y la oscuridad, entre la oscuridad y la fatiga. Nada añadido o sumado a la experiencia, ni emoción, ni sentimiento, ni idea”.
Se diría que obligado a los sentidos, a la nuda realidad.
“Resbalar, mal comer, dormir cansando”, también encuentra en esas “vulgaridades” algo que no duda en calificar de poesía.
El examen, la decepción de sí mismo, como diría tempranamente Jorge Cuesta, será su método.
Con el tiempo, escrito ya Muerte sin fin –elaborado en seis meses de sostenida labor, en un asfixiante entorno burocrático, y no, como dijera Paz, en unas cuantas noches de fiebre–, volverá a La Habana como Consejero de Relaciones Exteriores. Allí vive entre 1942 y 1944, invisible a cuanto no sea su gestión consular.
Si algo sabemos de sus recuerdos de La Habana se debe a una crónica de 1930 donde evoca la ciudad por la que pasara seis años antes:
“… cuando yo la conocí, en 1924, era una ciudad criolla, una pequeña ciudad de calles estrechas y casitas de colores puestas a madurar al sol, como la fruta. El estrépito de la vida moderna lo concretaba un ir y venir de fotingos a través de los saludos –procesión de gansos en desbandadas– que cambia la ciudad consigo misma de una a otra acera. Más tarde me enteré, gracias a Paul Morand, de que nos la han cambiado. Tiene ahora un aire de ciudad cosmopolita, poblada de búngalos, hoteles y clubes. ¿O será que como ésta es la atmósfera de Paul Morand, y un poco la tuya, la encontráis en todas partes?”
Escurridizo, cada vez más recluido en sí mismo y en su trabajo, es posible que no haya dejado ni una línea, ni un comentario más.
Nota:
Gorostiza haría al menos otra escala en La Habana, en agosto de 1927, esta vez hacia Londres vía Nueva York. Poemas suyos aparecieron en el dossier “Poesía de la Hora en México”, elaborado por Fernández de Castro para el Suplemento del Diario de la Marina (18 de septiembre, 1927). A su arribo a La Habana como Consejero de Relaciones Exteriores de México fue entrevistado por Sara Hernández Catá: “Unos minutos de charla con José Gorostiza. El gran poeta mexicano se encuentra en La Habana como consejero de la Embajada de México, en función oficial”, Carteles, 12 de julio de 1942. También publicó los poemas “Ya no sé dónde”, Diario de la Marina, 8 de marzo, 1929, "Panorama", Diario de la Marina, 5 de marzo, 1936, “Ventanas”, Diario de la Marina, 26 de marzo, 1936; así como el artículo sobre José Vasconcelos “Un hombre, un libro”, Social, junio de 1926, p. 30 y 64. En Carteles apareció el poema "La casa del silencio", el 1 de agosto de 1926, p. 14.
Gorostiza haría al menos otra escala en La Habana, en agosto de 1927, esta vez hacia Londres vía Nueva York. Poemas suyos aparecieron en el dossier “Poesía de la Hora en México”, elaborado por Fernández de Castro para el Suplemento del Diario de la Marina (18 de septiembre, 1927). A su arribo a La Habana como Consejero de Relaciones Exteriores de México fue entrevistado por Sara Hernández Catá: “Unos minutos de charla con José Gorostiza. El gran poeta mexicano se encuentra en La Habana como consejero de la Embajada de México, en función oficial”, Carteles, 12 de julio de 1942. También publicó los poemas “Ya no sé dónde”, Diario de la Marina, 8 de marzo, 1929, "Panorama", Diario de la Marina, 5 de marzo, 1936, “Ventanas”, Diario de la Marina, 26 de marzo, 1936; así como el artículo sobre José Vasconcelos “Un hombre, un libro”, Social, junio de 1926, p. 30 y 64. En Carteles apareció el poema "La casa del silencio", el 1 de agosto de 1926, p. 14.
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