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sábado, 5 de octubre de 2019

En Bélgica



  Luis Rodríguez Embil 

 Bruselas es la capital política. Malinas la capital católica, sede del arzobispo, como Amberes es puerto, por antonomasia, y Lieja el gran centro industrial, y Ostende el gran centro de placer, y Brujas —y también Gante— la gran ciudad antigua, evocadora e intensa, como tal vez ninguna otra en Europa. ¿Esta nacioncita es, pues, un microcosmos? Ninguna otra, en espacio tan reducido, encierra variedad tal, ni tal plenitud, ni tan asombroso conjunto de las más disimiles manifestaciones de la energía del hombre.  La pequeñez del territorio hace resaltar más, por contraste, la grandeza de la nación, grandeza innegable, y, en parte, ignota acaso a los mismos belgas. Malinas está a un cuarto de hora de Bruselas; Amberes, a un cuarto de hora de Malinas, y a media hora de Bruselas. Gante, Lieja, Amberes, Brujas, no distan tres horas unas de las otras. Ostende —la sociedad— se halla a una estación de Brujas —la soledad— y en su propia provincia...
 Conozco este pequeño gran país, paradoja admirable y sorprendente, quizá más y mejor que ningún otro de los que he visitado, y esto a causa también de su propia reducida extensión. Conozco un poco el campo, algunos pueblos y las grandes ciudades, y a las gentes, y, en verdad, proclamo que no me inspira admiración menor, en su conjunto. Bélgica, que ninguna nación de las mayores. Esta es una nación completa; con pasado, presente y porvenir; con literatura y arte, cosas esenciales para una nación; con comercio e industria prepotentes, con luchas de ideas también, y lucha, ¡ay!, de razas, y lucha contra la ignorancia y su representante legítimo y natural el clericalismo, y con defectos y cualidades como todo lo humano, pero en conjunto, repito, y dentro de la relatividad de todo lo humano, una admirable y gran nación.
 En lo material como en lo intelectual y lo moral, en ciudades, gentes, productos, ofrece Bélgica tal complejidad, que en su carácter nacional tenían que reflejarse los contrastes, y fundirse al cabo en una armonía. De ahí la amplitud de espíritu belga, que se reconoce en la relativa modestia con que habla de su petite Belgique, en la facilidad para aprender toda suerte de idiomas (de los cuales puede decirse que hasta el belga más ignorante y mísero conoce y habla, por lo menos, dos: el flamenco y el francés, y cualquier belga de educación mediana tres o cuatro); en el mayor conocimiento de la geografía que la mayor parte de los europeos; en la estupenda y, puede decirse, armoniosa mezcla de intenso misticismo e intenso sentido práctico que se observa, con estupefacción, en la literatura, expresión fiel del alma nacional.
 Basta fijarse en otra literatura mayor, la francesa, y ver la marca patente que, aun después de afrancesados y adoptados, traen a aquélla los grandes poetas y escritores belgofranceses: Maeterlinck, Verhaaren, Rodenbach, Albert Mockel... Puede afirmarse que son hoy, en Francia y tal vez en toda Europa, Maeterlinck el gran poeta de la muerte y sus esplendores y misterios, y Verhaaren, el gran poeta de la vida. Y ambos son místicos en el fondo, como lo es el alma belga, que está en Brujas, flamenca, más bien que en Lieja walona y activa y culta. Verhaaren, poeta del progreso y la modernidad, ha aceptado, y muy magníficamente exaltado, el progreso, porque se ha formado de él un concepto ardientemente trascendental y místico:

  Mets en accord ta force avec les destinées
  Que la foule, sans le savoir
  Promulgue, en cette nuit d'angoisse illuminée,

clama en La Foule. Y constantemente.
 Sensual como buen descendiente de los Rubens y Hals —sensuales ingenuos, y místicos a su manera—, ve con visión apocalíptica a las multitudes de las grandes ciudades, y las pinta con tonalidades soberanas, inolvidables; pero siempre, siempre, aun a él, poeta, lo repito, del progreso moderno, de las muchedumbres y las máquinas, lo que más le atrae hacia aquéllas es el misterio de su alma gigantesca y enigmática:
    
   Quel océan, ces coeurs?
   Quels noeuds de volontés serres en son mistére?

se pregunta, atónito, ante el espectáculo de una gran ciudad, en «Les villes tentaculaires», del mismo modo que Maeterlinck, la otra gran cima del pensamiento y las letras francobelgas, tras de inclinarse dilatadamente y con amor sobre el misterio de lo pequeño y sin palabra, de los insectos y las flores, va a dar al cabo, para interrogarle, estremecido y elocuente, al otro gran misterio que los encierra todos para nosotros, el más profundo y tenebroso y, por lo mismo, el más fascinador: el de la muerte.
 La aparente contradicción y el atractivo del espíritu flamenco en especial, están en este contraste de aparente amor desbordado a la vida material y de vértigo místico y curiosidad invencible y palpitante reverencia ante lo Ignoto. El alma belga ha tenido, como pocas, y tiene, el sentido de lo llamado Real y el sentido de lo Invisible, desarrollado de modo que casi desconcierta. Colocada la nación en una como encrucijada de Europa, a horas de Francia, de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, se hallaba destinada a recibir y asimilar las más opuestas influencias, a perder su genio propio, inevitablemente, si no tenía vitalidad extraordinaria. Y, lejos de perderlo, lo ha afirmado y aun ha influido en los otros, y compite con ellos en los más diversos dominios de la actividad: comercio, industria, poesía, pintura...
 ¿No es, pues, un microcosmos, y no es uno de los más grandes países de esta Europa compleja el pequeño país donde cuatro millones de flamencos y tres millones de walones discuten, se unen, se fecundan y, mutuamente, dan al mundo, en suma, el espectáculo de su multiforme potencia colectiva?

II
LAS GRANDES CIUDADES

 Casi cada nación de Europa, y aun de América, cree poseer su pequeño París; en Europa, al menos, he oído llamar así a más de una capital, incluyendo, entre otras, a Belgrado y Bucarest. Pero si pudiera efectuarse un concurso internacional para saber a cuál capital, de las que lo pretenden, corresponde el título codiciado, parece cierto que, de ser el concurso imparcial, obtendría el título, por aclamación, Bruselas.
 Bruselas es la ciudad de Europa que posee los encantos y refinamientos de París y carece de muchos de sus inconvenientes. A cinco horas escasas de la gran capital, no se siente necesidad alguna de ir a Francia. Los franceses pueden muy verosímilmente creer, en Bruselas, que no han salido de su patria: hasta los periódicos parisienses se venden por el boulevard Anspach y en los puestos de periódicos, el mismo día y casi al mismo tiempo que se venden en París. Y, además, tiene Bruselas, aun físicamente, como población, cosas y sitios tan propicios y admirables, que una vez vistos no se olvidan ya. Citaré como ejemplo ilustre la imponderable, flamenca y medioeval Grand'Place...
 Y no aturde Bruselas —a pesar de su enorme movimiento— como a veces aturde su aîné París. Y es más accesible, más familiar y muchísimo menos interesada... Más cerca que a París tiene a Malinas, casi al lado, a Malinas meditabunda, capital religiosa, flamenca hasta los tuétanos, hasta el agua durmiente de sus canales, que no faltan en ella, como no faltan casi en ciudad alguna de Flandes... Y un poco más lejos están Amberes, Gante, Lieja, Brujas, no muy lejos ninguna de ellas: Amberes, con su puerto que habla de lejanía y trabajo y alias empresas atrevidas, con su museo orgulloso; Gante, con sus callejas y sus templos, como Malinas; Lieja, con su trabajo sonriente; Brujas con su sabor de eternidad. 
 Así, cuando la trivialidad de la vida moderna, o sus tormentos sutiles, os hacen desear huir del gran centro urbano donde los hombres van perdiendo la vida o destrozándose con la sonrisa en los labios, es fácil, cómodo, rápido y barato huir del foco infectad o tedioso. Un cuarto de hora, y a la sombra de la catedral severa de San Rombaut, en Malinas, o viendo los tesoros de arte encerrados en su hermana San Bavón, en Gante, o discurriendo con un amigo por las sendas calladas del Beguinage, de Brujas, se tonifica el corazón y fortalece en una jornada de descanso sano para seguir la lucha.
 Bruselas es la sonrisa de Bélgica; y tiene la proximidad de sus hermanas, cada una de las cuales posee su carácter tan marcado, que algo influyen todas en la hermana mayor, de la cual, en el fondo, se envanecen con justicia.
 Se envanecen, pero no la imitan. Vive cada una en sus propios recuerdos, en su trabajo propio, dentro de la unidad nacional. Brujas posee una personalidad poderosa y única. De ella he de hablar aparte. Pero también Malinas, Gante, Lieja, tienen su alma especial como tiene cada una su historia, y cada una su propia labor. De ahí, precisamente, de esta diferenciación dentro de la unidad, el encanto complejo y armonioso del conjunto.
 Y no hablo de las razas... Lieja, es walona; Malinas, flamenca como Amberes... Pero Amberes, al igual que Lieja, habla francés, aunque oficialmente habla flamenco tan sólo la metrópoli comercial, y tan sólo francés la industrial. La diferencia de razas es, ciertamente, en Bélgica, un problema, como lo es —y mayor y más grave, me parece— el clericalismo... Una y otro constituyen las dos grandes cuestiones permanentes belgas. Grandes y permanentes mientras no se resuelvan; irresolubles, no. El clericalismo de los campos (he visto los resultados de unas elecciones y comprobado que en las ciudades el clericalismo ha muerto ya) ha de morir, en Bélgica como en todas partes, vencido fatalmente por su enemiga implacable y natural: la instrucción. El clericalismo va muriendo, poco a poco, pero con seguridad que pudiera llamarse matemática, y el resultado de las sucesivas consultas a la opinión lo prueba más allá de toda duda, como prueba el avance —también fatal, y que únicamente ojos ciegos o cegados no ven— del proletariado en marcha. Y las cuestiones de razas, como el otro problema, van siendo cosa del pasado. Ambos son como anomalías, sobre todo, en uno de los países más adelantados, en tantos órdenes, del mundo de Occidente. Las anomalías son, por su propia naturaleza, por definición, puede decirse, accidentales y perecederas. Y no pueden dejar de llegar a entenderse y unirse en espíritu dos razas ya unidas por la proximidad, que se entienden en el propio idioma, trabajan y progresan juntas y colaboran a la grandeza de una misma nacionalidad.


MÚSICA DE CAMPANAS

 Anoche asistí a una fiesta artística, única en su especie. Brees, el famoso carillonnier de Malinas, dio un concierto en Amberes. Concierto aéreo, podría decirse, y único, lo repito, en su especie, pues no hay en el mundo campanero igual a Brees, el ejecutante, ni quien ejecute con campanas, y de manera tal, un tal programa, ni muchas torres de Iglesia como el instrumento en que ejerció su virtuosismo Brees: la torre de Nótre Dame de Amberes, tan ligera y graciosa en su grandeza, que de ella pudo decir el abuelo Hugo, dando suelta a su pasión genial por las antítesis grandiosas o delicadas, que hubiera podido la torre ser prendida, como una rosa, en un corpiño de mujer.
 En el programa del concierto figuraban Chopin, Mozart, Wagner, y el más alto de todos, a mi parecer: Beethoven. Y fue de oír, que durante cerca de hora y media, con muy breves intervalos, cayó como de los cielos descoloridos de Flandes, sobre la ciudad comercial y laboriosa, una lluvia invisible de armonía. —Esto no lo habrá visto usted sino en Bélgica — me había dicho, con ingenuo y legítimo orgullo, una señora anversoise...
  Y tenía razón. En ninguno de los países que conozco había yo oído concierto semejante. Imposible, para el que no lo haya escuchado, imaginarse hasta dónde puede alcanzar, en sonoridad, matices, poder de evocación y emoción, el bronce domado, flexibilizado por las manos de un raro y noble artista. Meinherr Brees debe de ser un místico, tiene que ser un místico. Este concertista es también único. Tan por encima está de su auditorio —en lo más alto de la gigantesca torre— que los aplausos no le llegan ni como rumor. No ve a sus oyentes de abajo. Podría forjarse la ilusión de que da un concierto a las constelaciones, al enigma de los soles lejanos, al cielo todo, ceñudo de nubes o risueño de azur. Si abajo, en la ciudad, las gentes se detienen maravilladas y alzan la vista instintivamente a lo alto, al escuchar, dominando el estruendo de los automóviles y tranvías, las notas de la Marcha fúnebre, o de un Nocturno, o de una Sonata, ello es cosa que no interesa a Brees. Para él no existe noche asistí a una fiesta artística, única la sociedad, ni el mundo; Brees está como suspendido entre cielo y tierra, a solas con sus campanas. Quizás él mismo no oiga su concierto, ensordecido por la potente voz, demasiado cercana, de las campanas mayores. Él toca para el cielo, aunque se halle éste vacío por la muerte de las teogonías. Él es un místico, y del Norte. ¿Qué le importan las teogonías muertas? Si murieron, es porque eran falsas. Bien muertas están si lo eran. El cielo estará vacío; pero lo está a la manera de la caja de Pandora —en el fondo de la cual, aun luego de vaciada por la Curiosidad, yace, eterna y sola, la Esperanza—. Brees toca para el cielo.
 Pero la ciudad le escucha en medio de su tráfago nocturno, y al través de la zalagarda de sus mil ruidos inevitables. Pasan carretones; un perro ladra imbecilmente, huyendo; un vendedor de periódicos grita los de la noche, con voz que crispa los nervios y da impulsos feroces e irracionales de aniquilarle; unos niños regordetes y colorados juegan dando chillidos. Felizmente que por la plaza de la catedral ya apenas hay tráfico. Al acercarse a ella van cesando los ruidos. En la Plaza Verde, frente al correo, ya todo el mundo escucha, recogido. En las cervecerías cercanas nadie habla. Los burgueses panzudos se acuerdan de que De Vos los reprodujo para los siglos, y se callan. Las finas demoiselles encantadoramente afrancesaditas, que pasan envueltas en gasas, con sus familias, se detienen con ellas y escuchan, sujetando las faldas leves con leves manos gráciles, como las que inmortalizó VanDyck...  El pueblo se agolpa en la plaza, y escucha también en silencio, sin comentario alguno, a la manera plácida y profunda que le hace tan receptivo. Un cochero que cruza por casualidad, con el carruaje vacío, hace marchar el caballo al paso.
 Y cuando termina el cántico inefable, el aplauso que sube a los cielos parece que hace asomarse, mudas de asombro y palpitantes como de emoción, a las estrellas...

    Amberes, 1910.

  De paso por la vida, París, 1913, pp. 225-39

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