Luis Rodríguez Embil
Bruselas es la capital política. Malinas la capital católica, sede del arzobispo, como Amberes es puerto, por antonomasia, y Lieja el gran centro industrial, y Ostende el gran centro de placer, y Brujas —y también Gante— la gran ciudad antigua, evocadora e intensa, como tal vez ninguna otra en Europa. ¿Esta nacioncita es, pues, un microcosmos? Ninguna otra, en espacio tan reducido, encierra variedad tal, ni tal plenitud, ni tan asombroso conjunto de las más disimiles manifestaciones de la energía del hombre. La pequeñez del territorio hace resaltar más, por contraste, la grandeza de la nación, grandeza innegable, y, en parte, ignota acaso a los mismos belgas. Malinas está a un cuarto de hora de Bruselas; Amberes, a un cuarto de hora de Malinas, y a media hora de Bruselas. Gante, Lieja, Amberes, Brujas, no distan tres horas unas de las otras. Ostende —la sociedad— se halla a una estación de Brujas —la soledad— y en su propia provincia...
Bruselas es la capital política. Malinas la capital católica, sede del arzobispo, como Amberes es puerto, por antonomasia, y Lieja el gran centro industrial, y Ostende el gran centro de placer, y Brujas —y también Gante— la gran ciudad antigua, evocadora e intensa, como tal vez ninguna otra en Europa. ¿Esta nacioncita es, pues, un microcosmos? Ninguna otra, en espacio tan reducido, encierra variedad tal, ni tal plenitud, ni tan asombroso conjunto de las más disimiles manifestaciones de la energía del hombre. La pequeñez del territorio hace resaltar más, por contraste, la grandeza de la nación, grandeza innegable, y, en parte, ignota acaso a los mismos belgas. Malinas está a un cuarto de hora de Bruselas; Amberes, a un cuarto de hora de Malinas, y a media hora de Bruselas. Gante, Lieja, Amberes, Brujas, no distan tres horas unas de las otras. Ostende —la sociedad— se halla a una estación de Brujas —la soledad— y en su propia provincia...
Conozco este pequeño gran país, paradoja admirable
y sorprendente, quizá más y mejor que ningún otro de los que he visitado, y
esto a causa también de su propia reducida extensión. Conozco un poco el campo,
algunos pueblos y las grandes ciudades, y a las gentes, y, en verdad, proclamo
que no me inspira admiración menor, en su conjunto. Bélgica, que ninguna nación
de las mayores. Esta es una nación completa;
con pasado, presente y porvenir; con literatura y arte, cosas esenciales para
una nación; con comercio e industria prepotentes, con luchas de ideas también,
y lucha, ¡ay!, de razas, y lucha contra la ignorancia y su representante
legítimo y natural el clericalismo, y con defectos y cualidades como todo lo
humano, pero en conjunto, repito, y dentro de la relatividad de todo lo humano,
una admirable y gran nación.
En lo material como en lo intelectual y lo moral,
en ciudades, gentes, productos, ofrece Bélgica tal complejidad, que en su carácter
nacional tenían que reflejarse los contrastes, y fundirse al cabo en una armonía.
De ahí la amplitud de espíritu belga, que se reconoce en la relativa modestia
con que habla de su petite Belgique,
en la facilidad para aprender toda suerte de idiomas (de los cuales puede
decirse que hasta el belga más ignorante y mísero conoce y habla, por lo menos,
dos: el flamenco y el francés, y cualquier belga de educación mediana tres o
cuatro); en el mayor conocimiento de la
geografía que la mayor parte de los europeos; en la estupenda y, puede
decirse, armoniosa mezcla de intenso misticismo e intenso sentido práctico que
se observa, con estupefacción, en la literatura, expresión fiel del alma
nacional.
Basta fijarse en otra literatura mayor, la
francesa, y ver la marca patente que, aun después de afrancesados y adoptados, traen a aquélla los grandes poetas y
escritores belgofranceses: Maeterlinck, Verhaaren, Rodenbach, Albert Mockel...
Puede afirmarse que son hoy, en Francia y tal vez en toda Europa, Maeterlinck
el gran poeta de la muerte y sus esplendores y misterios, y Verhaaren, el gran
poeta de la vida. Y ambos son místicos en el fondo, como lo es el alma belga,
que está en Brujas, flamenca, más bien que en Lieja walona y activa y culta.
Verhaaren, poeta del progreso y la modernidad, ha aceptado, y muy
magníficamente exaltado, el progreso, porque se ha formado de él un concepto ardientemente
trascendental y místico:
Mets en accord ta force avec les destinées
Que la
foule, sans le savoir
Promulgue, en cette nuit d'angoisse
illuminée,
clama
en La Foule. Y constantemente.
Sensual como buen descendiente de los Rubens y
Hals —sensuales ingenuos, y místicos a su manera—, ve con visión apocalíptica a las multitudes de las grandes
ciudades, y las pinta con tonalidades soberanas, inolvidables; pero siempre,
siempre, aun a él, poeta, lo repito, del progreso moderno, de las muchedumbres
y las máquinas, lo que más le atrae hacia aquéllas es el misterio de su alma
gigantesca y enigmática:
Quel océan, ces coeurs?
Quels noeuds de volontés serres en son mistére?
se
pregunta, atónito, ante el espectáculo de una gran ciudad, en «Les villes
tentaculaires», del mismo modo que Maeterlinck, la otra gran cima del pensamiento
y las letras francobelgas, tras de inclinarse dilatadamente y con amor sobre el
misterio de lo pequeño y sin palabra, de los insectos y las flores, va a dar al
cabo, para interrogarle, estremecido y elocuente, al otro gran misterio que los
encierra todos para nosotros, el más profundo y tenebroso y, por lo mismo, el
más fascinador: el de la muerte.
La aparente contradicción y el atractivo del
espíritu flamenco en especial, están en este contraste de aparente amor
desbordado a la vida material y de vértigo místico y curiosidad invencible y
palpitante reverencia ante lo Ignoto. El alma belga ha tenido, como pocas, y
tiene, el sentido de lo llamado Real y el sentido de lo Invisible, desarrollado
de modo que casi desconcierta. Colocada la nación en una como encrucijada de
Europa, a horas de Francia, de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, se hallaba
destinada a recibir y asimilar las más opuestas influencias, a perder su genio
propio, inevitablemente, si no tenía vitalidad extraordinaria. Y, lejos de perderlo,
lo ha afirmado y aun ha influido en los otros, y compite con ellos en los más
diversos dominios de la actividad: comercio, industria, poesía, pintura...
¿No es, pues, un microcosmos, y no es uno de
los más grandes países de esta Europa compleja el pequeño país donde cuatro millones
de flamencos y tres millones de walones discuten, se unen, se fecundan y, mutuamente,
dan al mundo, en suma, el espectáculo de su multiforme potencia colectiva?
II
LAS GRANDES CIUDADES
Casi cada nación de Europa, y aun de América, cree
poseer su pequeño París; en Europa,
al menos, he oído llamar así a más de una capital, incluyendo, entre otras, a
Belgrado y Bucarest. Pero si pudiera efectuarse un concurso internacional para
saber a cuál capital, de las que lo pretenden, corresponde el título codiciado,
parece cierto que, de ser el concurso imparcial, obtendría el título, por
aclamación, Bruselas.
Bruselas es la ciudad de Europa que posee los
encantos y refinamientos de París y carece de muchos de sus inconvenientes. A
cinco horas escasas de la gran capital, no se siente necesidad alguna de ir a
Francia. Los franceses pueden muy verosímilmente creer, en Bruselas, que no han
salido de su patria: hasta los periódicos parisienses se venden por el boulevard Anspach y en los puestos de periódicos,
el mismo día y casi al mismo tiempo que se venden en París. Y, además, tiene
Bruselas, aun físicamente, como
población, cosas y sitios tan propicios y admirables, que una vez vistos no se olvidan
ya. Citaré como ejemplo ilustre la imponderable, flamenca y medioeval
Grand'Place...
Y no aturde Bruselas —a pesar de su enorme
movimiento— como a veces aturde su aîné
París. Y es más accesible, más
familiar y muchísimo menos interesada...
Más cerca que a París tiene a Malinas, casi al lado, a Malinas meditabunda,
capital religiosa, flamenca hasta los tuétanos, hasta el agua durmiente de sus
canales, que no faltan en ella, como no faltan casi en ciudad alguna de
Flandes... Y un poco más lejos están Amberes, Gante, Lieja, Brujas, no muy
lejos ninguna de ellas: Amberes, con su puerto que habla de lejanía y trabajo y
alias empresas atrevidas, con su museo orgulloso; Gante, con sus callejas y sus
templos, como Malinas; Lieja, con su trabajo sonriente; Brujas con su sabor de
eternidad.
Así, cuando la trivialidad de la vida moderna,
o sus tormentos sutiles, os hacen desear huir del gran centro urbano donde los
hombres van perdiendo la vida o destrozándose con la sonrisa en los labios, es
fácil, cómodo, rápido y barato huir del foco infectad o tedioso. Un cuarto de
hora, y a la sombra de la catedral severa de San Rombaut, en Malinas, o viendo
los tesoros de arte encerrados en su hermana San Bavón, en Gante, o
discurriendo con un amigo por las sendas calladas del Beguinage, de Brujas, se
tonifica el corazón y fortalece en una jornada de descanso sano para seguir la
lucha.
Bruselas es la sonrisa de Bélgica; y tiene la proximidad
de sus hermanas, cada una de las cuales posee su carácter tan marcado, que algo
influyen todas en la hermana mayor, de la cual, en el fondo, se envanecen con
justicia.
Se envanecen, pero no la imitan. Vive cada una
en sus propios recuerdos, en su trabajo propio, dentro de la unidad nacional. Brujas
posee una personalidad poderosa y única. De ella he de hablar aparte. Pero
también Malinas, Gante, Lieja, tienen su alma especial como tiene cada una su
historia, y cada una su propia labor. De ahí, precisamente, de esta diferenciación
dentro de la unidad, el encanto complejo y armonioso del conjunto.
Y no hablo de las razas... Lieja, es walona; Malinas,
flamenca como Amberes... Pero Amberes, al igual que Lieja, habla francés, aunque
oficialmente habla flamenco tan sólo la metrópoli comercial, y tan sólo francés
la industrial. La diferencia de razas es, ciertamente, en Bélgica, un problema,
como lo es —y mayor y más grave, me parece— el clericalismo... Una y otro
constituyen las dos grandes cuestiones permanentes belgas. Grandes y permanentes
mientras no se resuelvan; irresolubles, no. El clericalismo de los campos (he
visto los resultados de unas elecciones y comprobado que en las ciudades el clericalismo
ha muerto ya) ha de morir, en Bélgica como en todas partes, vencido fatalmente por
su enemiga implacable y natural: la instrucción. El clericalismo va muriendo, poco
a poco, pero con seguridad que pudiera llamarse matemática, y el resultado de
las sucesivas consultas a la opinión lo prueba más allá de toda duda, como
prueba el avance —también fatal, y que únicamente ojos ciegos o cegados no ven—
del proletariado en marcha. Y las cuestiones de razas, como el otro problema,
van siendo cosa del pasado. Ambos son como anomalías, sobre todo, en uno de los
países más adelantados, en tantos órdenes, del mundo de Occidente. Las
anomalías son, por su propia naturaleza, por definición, puede decirse,
accidentales y perecederas. Y no pueden dejar de llegar a entenderse y unirse
en espíritu dos razas ya unidas por la proximidad, que se entienden en el
propio idioma, trabajan y progresan juntas y colaboran a la grandeza de una
misma nacionalidad.
MÚSICA DE CAMPANAS
Anoche asistí a una fiesta artística, única en
su especie. Brees, el famoso carillonnier
de Malinas, dio un concierto en Amberes. Concierto aéreo, podría decirse, y
único, lo repito, en su especie, pues no hay en el mundo campanero igual a
Brees, el ejecutante, ni quien ejecute con campanas, y de manera tal, un tal
programa, ni muchas torres de Iglesia como el instrumento en que ejerció su virtuosismo
Brees: la torre de Nótre Dame de Amberes, tan ligera y graciosa en su grandeza,
que de ella pudo decir el abuelo Hugo, dando suelta a su pasión genial por las antítesis
grandiosas o delicadas, que hubiera podido la torre ser prendida, como una
rosa, en un corpiño de mujer.
En el programa del concierto figuraban Chopin,
Mozart, Wagner, y el más alto de todos, a mi parecer: Beethoven. Y fue de oír,
que durante cerca de hora y media, con muy breves intervalos, cayó como de los
cielos descoloridos de Flandes, sobre la ciudad comercial y laboriosa, una
lluvia invisible de armonía. —Esto no lo habrá visto usted sino en Bélgica — me
había dicho, con ingenuo y legítimo orgullo, una señora anversoise...
Y tenía razón. En ninguno de los países que
conozco había yo oído concierto semejante. Imposible, para el que no lo haya escuchado,
imaginarse hasta dónde puede alcanzar, en sonoridad, matices, poder de evocación
y emoción, el bronce domado, flexibilizado por las manos de un raro y noble artista.
Meinherr Brees debe de ser un místico, tiene que ser un místico. Este
concertista es también único. Tan por encima está de su auditorio —en lo más
alto de la gigantesca torre— que los aplausos no le llegan ni como rumor. No ve
a sus oyentes de abajo. Podría forjarse la ilusión de que da un concierto a las
constelaciones, al enigma de los soles lejanos, al cielo todo, ceñudo de nubes
o risueño de azur. Si abajo, en la ciudad, las gentes se detienen maravilladas
y alzan la vista instintivamente a lo alto, al escuchar, dominando el estruendo
de los automóviles y tranvías, las notas de la Marcha fúnebre, o de un
Nocturno, o de una Sonata, ello es cosa que no interesa a Brees. Para él no
existe noche asistí a una fiesta artística, única la sociedad, ni el mundo;
Brees está como suspendido entre cielo y tierra, a solas con sus campanas.
Quizás él mismo no oiga su concierto, ensordecido por la potente voz, demasiado
cercana, de las campanas mayores. Él toca para el cielo, aunque se halle éste vacío
por la muerte de las teogonías. Él es un místico, y del Norte. ¿Qué le importan
las teogonías muertas? Si murieron, es porque eran falsas. Bien muertas están
si lo eran. El cielo estará vacío; pero lo está a la manera de la caja de
Pandora —en el fondo de la cual, aun luego de vaciada por la Curiosidad, yace,
eterna y sola, la Esperanza—. Brees toca para el cielo.
Pero
la ciudad le escucha en medio de su tráfago nocturno, y al través de la zalagarda
de sus mil ruidos inevitables. Pasan carretones; un perro ladra imbecilmente, huyendo;
un vendedor de periódicos grita los de la noche, con voz que crispa los nervios
y da impulsos feroces e irracionales de aniquilarle; unos niños regordetes y colorados
juegan dando chillidos. Felizmente que por la plaza de la catedral ya apenas
hay tráfico. Al acercarse a ella van cesando los ruidos. En la Plaza Verde,
frente al correo, ya todo el mundo escucha, recogido. En las cervecerías cercanas
nadie habla. Los burgueses panzudos se acuerdan de que De Vos los reprodujo para
los siglos, y se callan. Las finas demoiselles
encantadoramente afrancesaditas, que pasan envueltas en gasas, con sus
familias, se detienen con ellas y escuchan, sujetando las faldas leves con
leves manos gráciles, como las que inmortalizó VanDyck... El pueblo se agolpa en la plaza, y escucha también
en silencio, sin comentario alguno, a la manera plácida y profunda que le hace tan
receptivo. Un cochero que cruza por casualidad, con el carruaje vacío, hace
marchar el caballo al paso.
Y cuando termina el cántico inefable, el aplauso
que sube a los cielos parece que hace asomarse, mudas de asombro y palpitantes
como de emoción, a las estrellas...
Amberes, 1910.
De paso por la vida, París, 1913, pp. 225-39
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