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jueves, 18 de julio de 2019

Filmes habaneros


   
   Rubén Darío 


 De lo moderno, ha sido éste el primer lírico que ha tenido Cuba. De todos los tiempos, su primer espíritu artístico. Hace años que ya se apagó, como una llama. Yo lo conocí a mi paso por La Habana en 1892. Una revista, El Fígaro, reúne todos los años en el aniversario de la muerte de Casal a los que fueron amigos del poeta y se hace una visita a la tumba en que están sus huesos. Con este motivo se me pidieron unas palabras y yo expresé mi sentimiento y mi pensamiento en las que siguen.
 He aquí que vienen, amado y grande Julián, a hacerte la visita acostumbrada tus amigos de antaño y otros nuevos que se complacen en las flores del jardín precioso que cultivara tu sutil espíritu, las cuales se diría que adquieren renovadas fragancias y se hacen admirar intactas y puras en cada primavera.
 Hoy, pasajero en la tierra de tu isla, vengo yo también en el grupo de tu familia intelectual, entre los que te demuestran al final de los otoños que perseveran en el cuidado de tu nombre y que se acuerdan de ti.
 Viene a mi mente el día en que te vi por la primera vez. Fue en una casa de pensar y de escribir, en donde saludara la madurez amable y como llena de luz dulce de Ricardo del Monte. Luego, fue en unión de compañeros de ilusiones y de ensueños, «Kostia», Pichardo y Catalá, entre otros, elementos de cordialidad e intelectualidad. O en la morada de aquel señor gentil que gustaba tanto de las artes y que se llamaba don Domingo Malpica y Labarca; o en el paseo bajo los penachos de las palmeras; o en un sórdido barrio, en el teatro de los chinos; o en el cementerio, en que hoy descansas desde que entraste definitivamente por la «puerta de la Paz»; o, «en la popa dorada del viejo barco», en que viste cosas ilusorias que te harían realizar después versos de encanto y de melancolía. Como en el perdido Crisipo de Eurípides, que leyera Marco Aurelio, lo que había en ti de terrenal a la tierra volvió, pero lo celeste no tornó todo al cielo, pues algo ha quedado en tu obra misteriosa y melodiosa, para el tesoro mental de tu patria y el común acervo hispanoamericano.
 Creo ver tu rostro, con algo de angélico, de infantil, de extraño y de inquietante. La mirada como en un perpetuo asombro de haber nacido. Te hacías comprender sentimental, sensible, como poseído de un daimon torturante; ingenuo y malicioso a un tiempo mismo, paradisíaco o demoníaco por instantes; cortando la conversación a cada paso con repetidos e interrogatorios ¿ah?... ¿ah?...; sensual y místico, ya enrojecido de tentaciones, ya suavemente azulado de ángelus; contándome como a un camarada y como a un confesor las cosas más pueriles y las más entenebrecidas y fantásticas, viviendo una vida de libro, divino Gaspar Hauser, o Des Esseintes, pobre y atormentado por todos los deseos inconseguidos y todas las indomables hiperestesias.
 Tu adoración por el arte era apasionada; proclamabas la aristia, la potencia intangible de las élites, tu desdén por la aprobación de los docentes y por la popularidad. Así, socrático, platónico, luciliano o repitiendo con el Héctor de Nevio citado por Cicerón: Laetus sum laudari abs te, pater, a lautado virus.
 Pues tu clasificación podría hacerse por tus preferencias y tus admiraciones. ¡Cómo me leías gozoso una carta en que Gustave Moreau, con palabras hermosas como las gemas de sus cuadros, te agradecía los suntuosos y admirables versos que te inspirara! ¡Cómo me hablabas de Huysmans, de Rachilde, de Gourmont, y sobre todo del milagroso y desventurado Verlaine! ¡Y cómo tenías amplias percepciones de Arte, más allá de lo anormal y exacerbado de tus particulares complacencias, y celebrabas a los que cerca de ti, en tu tierra, eran triunfantes caballeros de la idea, o consagrados artífices de la palabra, el ilustre maestro Varona, Del Monte, Borrero, Byrne, Fornaris, y señaladas «musas» cuyos bustos labraras en el mármol de tu prosa! Y en nuestras repúblicas, donde se comenzaba a la sazón la lucha por la cultura y la libertad artística, cuyo logrado triunfo tanto te hubiera regocijado, tenías la más ferviente de las comprensiones y el más fraternal de los afectos por un hermano mayor que no te olvidará nunca.


 ¡Lo Bello! Tú «percibías sus palabras, sus palabras misteriosas», y buscaste su regazo en tus congojas y desolaciones de lírico enfermo y de infante perseguido. Te poseyó la tristeza, metiéndose en tu corazón y en tu carácter, al amparo de tu desequilibrio y de tus debilidades de «poète maudit». Pero un hada consoladora te enseñaba tu propio conocimiento, te enjugaba sudores y lágrimas y te hacía ver tu alma de excepción, tu sangre imperial, tu signo de príncipe de la gloria. Pudiste ser un santo hasta el martirio, o hasta la visión claustral, pero tu «animula», «blandula», «vagula» fue conducida por enigmáticos genios hacia un sabido palacio, seda y oro, en Ecbatana, en donde cien satanes adolescentes te repitieron las lecciones del «pauvre Lélian» y otros peligrosos pastores de poesía. Te entró la amarga malaria de un precoz «nihilismo»; parecía, a veces, que hubieras tenido mil años de existencia. Desencantado de filosofías, ahíto de volúmenes que no pudieron darte la tranquilidad, «con tu fiel compañero, el descontento» y «tu pálida novia, la tristeza»; sin más derivativo a tu fiebre moral que el de las super e intravisiones de ensoñador; apegado a lo raro, a lo enfermizo, a lo exótico, a lo antinatural; únicamente sujeto a un imperativo estético que ponía todo tu ser en constante vibración, caíste por fin teñido en tu púrpura, vestido con tu túnica inconsútil, siendo como el Cristo-Neso de tu propio genio.
 Estabas emponzoñado de desaliento y, en verdad, el destino te tenía ya señalado entre los que mueren antes de tiempo. El apego a lo extraordinario era como la tendencia malsana a la rebusca de un paraíso artificial. Incomprendido, porque incomprensible, como no fuese a través de los cristales del capricho, no tuviste más momentos felices que los puramente cerebrales, pues el placer te cobraba por cada minuto concedido intereses de Shylock, que tenías que pagar en acerbas penas. Te alucinaba la obsesión de la desgracia y eras la víctima de tus nervios de ultrasensitivo.
 Tú eras el pequeño porfirogénito colérico de tu poema, que
    con sus huesosos dedos macilentos
    las perlas del collar deshace en chispas.
 Tú veías pasar, a causa de dolorosas herencias ancestrales, por la mente paternal, «como pájaros negros sobre azul lago». Tú eras
    el pálido soñador
    de la rubia cabellera,
    siempre guardó el alma pura
    libre de bajos enojos,
    con el terror en los ojos
    y en la mente la locura.
 Sentías por tu ser «frío de muerte» y en lo interior del alma «ansia infinita de llorar a solas». Cultivabas tus males y lo veías todo en negro. Preguntabas al Misterio, con lágrimas en los ojos: 
    ¿Por qué has hecho, Dios mío, mi alma tan triste?
  Y sentías el aire frío que iba hacia ti, de Thánatos que avanzaba:
    Temo que el soplo de temprana muerte     
    destruya la cosecha de mis sueños.
  Tenías «la nostalgia infinita de otro mundo». Experimentabas
    ... la tristeza
    de los seres que deben morir temprano.
  Tenías el horror de tu carne y el orgullo de tu alma. No podías estar por mucho tiempo sobre la tierra. Así, de pronto, partiste, casi sin darte cuenta de que ibas a entrar en lo desconocido. Y dejó la ya inútil materia tu psique, tu ánima purificada, para darnos la ilusión o la creencia de que te convertiste en uno de tantos ruiseñores inmortales que cantan en la noche de la eternidad.
  En la tumba de Julián del Casal había este año menos visitantes que en los anteriores.
  —Muérete y verás —dijo alguien.
 Bajamos a la cripta del mausoleo particular, en donde descansa el poeta. Había varios nichos sin letrero indicador y varias marchitas coronas.
   —¿En dónde está Casal? —pregunté.
   Nadie lo sabía.



  El Fígaro, 21 de octubre de 1910. Tomado de Julián del Casal In Memoriam, La Habana Elegante, Segunda Época, XV Aniversario (1998-2012), Comp. Francisco Morán, Stockcero, 2012, p. 44-45.

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