Cirilo Villaverde
Nuestra atención la atraía por completo un
baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que
mira al Sur. La casa donde tenía efecto, ofrecía ruin apariencia, no ya por su
fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro
que el de la garita de San José, opuesto a la muralla, en una calle honda y
pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en
Cuba por zaguán, pues abría derecho a la sala. Tras ésta venía el comedor con
el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas
menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los
búcaros, de una especie de terra cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia,
en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado
en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con
colgaduras de muselina blanca y un armario, al que dicen en La Habana
escaparate. Otros cuartos seguían a ése, atestados de muebles ordinarios, y
paralelo a ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el
brocal alto de un pozo cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua,
terminando cuartos y patio en una saleta atravesada y exenta.
En esta última
se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos
como para hasta diez personas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja,
limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, merengues,
un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado,
nadando casi en una salsa espesa de fuerte condimento. En la sala había muchas
sillas ordinarias de madera arrimadas a las paredes, y a la derecha, como se
entra de la calle, un canapé, con varios atriles de pie derecho por delante.
Aquél, a la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros
y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales
y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba a
cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no
obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.
Ese se veía de pie a la cabeza del canapé por
el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían
Pimienta, y ya fuese un sobrenombre, ya su verdadero apellido, por éste lo
designaremos de aquí adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se
apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo o a alguien, en los
momentos de que hablamos ahora.
Pero aquella puerta, lo mismo que la ventana
de bastidor cuadrado, se veía asediada de una multitud de curiosos de todas
edades y condiciones, que apenas permitían acceso a la sala a las mujeres y
hombres con derecho o voluntad de entrar. Y decimos con derecho o voluntad
porque nadie presentaba papeleta, ni había bastonero que recibiese o
aposentase. El baile, conocidamente era uno de los que, sin que sepamos su
origen, llamaban cuna en La Habana. Sólo sabemos que se daban en tiempo
de ferias, que en ellos tenían entrada franca los individuos de ambos sexos de
la clase de color, sin que se le negase tampoco a los jóvenes blancos que
solían honrarlos con su presencia. El hecho, sin embargo, de tenerse preparado
en el interior un buen refresco, prueba, que si aquella era una cuna en
el sentido lato de la palabra, parte al menos de la concurrencia había recibido
previa invitación o esperaba ser bien recibida. Así era en efecto la verdad. La
ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en
unión de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del
baile los aficionados a esta diversión y contribuyeran con su presencia al
mayor lustre e interés de la reunión.
Serían las ocho de la noche. Desde por la
tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían
suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles
intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado
tan saturada de humedad, que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero
no eran estos inconvenientes para los curiosos que, según hemos dicho antes,
asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y
torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que a medida que avanzaba la
noche llegaban en mayor número, unos a pie, otros en carruaje. Cosa de las
nueve la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas; las mujeres
sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pie en medio, formando
grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que
sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una
vigueta por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma para
alumbrar a medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.
Bastante era el número de
negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidas
estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba a la de las
mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño
y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril o Arabia, que entonces se
usaban generalmente, y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes
criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban
con la gente de color y tomaban parte en su diversión más característica, unos
por mera afición y otros movidos por motivos de menos puro origen. Aparece que
algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase,
si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y
dirigían la palabra a sus conocidas o amigas, a ciencia y presencia de aquéllas
que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.
Distinguíase entre los jóvenes dichos antes,
así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras joviales,
uno a quien sus compañeros decían Leonardo. Vestía pantalón y chupa de dril
crudo con listas rosadas, chaleco blanco de piqué, corbata de seda ajustada al
cuello por un anillo de oro y las puntas sueltas, sombrero de yarey, tan fino
que parecía hecho de holán Cambray, calcetín de seda de color de carne y zapato
bajo con hebillita de oro al lado. Por debajo del chaleco, asomaba una cinta de
aguas rojo y blanco, doblada en dos y sujetas las puntas con una hebilla
también de oro. Esta servía de cadena al reloj en el bolsillo del pantalón.
Había allí otro hombre que se distinguía más si cabe que Leonardo, aunque por
distinto camino, esto es, por lo que diferían a su opinión y se reían de sus
chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba a las
mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad
ese sujeto, no tenía pelo de barba, era blanco de rostro, con ojos grandes y
alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la
boca grande, más expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña
de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba a todas partes,
como la sombra al cuerpo, un hombre de facha ordinaria, notable por la
estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojicos, y, sobre todo, por
sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de
alguacil; empleo que desempeñaba entonces, pues el otro a quien seguía era nada
menos que Cantalapiedra, comisario del barrio del Ángel, el cual abandonaba por
andarse tras la tentadora cuna.
Rato hacía que la música tocaba las
sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para
valernos de la frase vulgar, no se había rompido. Acomodaba afanosa el ama de
la casa a sus amigas particulares y de más edad en los sillones del aposento,
para que a salvo de las pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al
mismo tiempo que no perder de vista a los objetos o de su cuidado, o de su
cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinete, se
mantenía en pie a la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito,
casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aún la persona digna
de su música, o quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo,
inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo
que decirle al paso. A todos estos saludos contestaba él invariablemente con un
movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán
Cantalapiedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el
hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instrumento de la
boca:—Así parece, mi capitán.
Podía advertirse que cada vez que entraba una
mujer notable por alguna circunstancia, los violines, sin duda para hacerle
honor, apretaban los arcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los
sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después
célebre Brindis, se hacía un arco con su cuerpo y sacaba los bajos más
profundos imaginables, y el clarinete ejecutaba las más difíciles y melodiosas
variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza
cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su
gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.
Cecilia Valdés, fragmento, Cap. IV.
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