Alejo Carpentier
Después de un período de varios siglos,
durante los cuales Francia ha vivido replegada sobre sí misma, sin abrir los
ojos al espectáculo vario y múltiple del resto del universo, su literatura, su
arte, sus ideas se han visto de pronto influidos por las grandes corrientes que
llegaban de todos los rincones del mundo, aun de los más primitivos. Boga del
arte negro, de la música martiniquense; admiración por la sabiduría de santos
asiáticos, como Milarepa; éxito obtenido por traducciones de libros de Güiraldes,
Martín Guzmán, Azuela, y de los novelistas norteamericanos; furor por los
libros de escritores viajeros... Los editores más exigentes abren los brazos a
jóvenes poetas como Michaux, que regresa del Ecuador, o Malraux que regresa de
Indochina, invitándoles a contar sus impresiones... El público quiere saber lo
que acontece en las antípodas, por la imagen, por la palabra, por el film... Películas como Chang, Rango, o Aleluya,
obtienen una aceptación formidable, constituyen el éxito de temporadas
enteras...
Sin embargo, una vieja tradición quiere que el
francés sea el hombre menos apto a abrir los ojos sobre el espectáculo de su
propio planeta. Salvo contadas excepciones, siempre el parisiense ha viajado mal
y pretenciosamente, y cuando ha querido hacerse una imagen de los países que lo
rodeaban, ha incurrido en los errores más risibles... Musset, en un verso
famoso, habla de las "andaluzas trigueñas de Barcelona"; Alfredo de
Vigny, en una de sus novelas, nos presenta contrabandistas españoles, descritos
como personajes de zarzuela (¡cómo imaginar a España sin contrabandistas!)... A
fines del siglo pasado, Paul Adam visita Nueva York, que se le antoja una
suerte de Nínive simbolista; al final de la guerra, Paul Reboux permanece
algunos meses en Cuba y, a su regreso, publica un libro, Blancos y negros, ilustrado con fotografías realzadas por pies de
grabados idiotas: dos negritos desnudos junto a una casa destartalada; y, como
texto explicativo: Santiago, algunos transeúntes.
Al lado de un Durtain, de un Malraux, de un Michaux,
que por lo menos saben ver, ¡cuántos
observadores pretenciosos, hinchados de orgullo por creerse representantes de
la cultura gala!... Una de las más gloriosas personalidades de la literatura
francesa contemporánea me decía recientemente, hablándome de un viaje futuro a
la América Latina:
-Quiero ver si la civilización de ustedes se
adapta a la idea que me hago de lo que debe ser una civilización.
¡Como si la civilización de naciones jóvenes
pudiera analizarse en función de la civilización de un país como Francia, dotado
de veinte siglos de historia!.
Recientemente tuve otra dolorosa sorpresa,
asistiendo a la presentación privada de un film
documental sobre México, tomado en tierras mayas y aztecas, por la escritora
y periodista Tytaina... Confieso que esperaba esta proyección con verdadero interés.
Se trataba de la primera película impresa en el maravilloso país hermano por un
operador europeo... Se me antojaba admirable que una personalidad del Viejo
Continente, dotada de medios económicos para realizar un trabajo de esta
índole, dejara tranquilos, por una vez, al Nilo y sus pirámides latosas, Arabia
y sus beduinos adulterados, Indochina y sus gracias cansadoras, y volviera las
miradas hacia nuestro mundo, tan lleno de riquezas y fuerzas casi
desconocidas... Pero a pesar de que Tytaina parece saber viajar, y ha dado ya
la vuelta al mundo más de dos veces, las primeras noticias de su última
expedición cinematográfica hubieran debido inspirarme desconfianza... Hace seis
meses, al pasar por Cuba, envió al Intransigeant
de París una crónica sobre La Habana, capaz de inspirar lástima a un niño de
seis años que conociera nuestra Isla: en ella se hablaba de un "árbol de
presagios", existente en la residencia de "un viejo hidalgo
criollo", cuyas hojas anunciaban los cataclismos del mundo… Tytaina pretendía
que por este árbol había tenido noticia, con varios días de anticipación, de un
terremoto ocurrido en una isla del Pacífico...
(¡Lástima que ignoremos en qué residencia de
La Habana se oculta el árbol milagroso, pues sería interesante señalarlo a la
Comisión de Turismo para organizar una intensa propaganda, con catálogos
impresos, a base de este lema: The Cuban
talking tree!)
El film
de Tytaina, titulado Indios, hermanos míos,
fue presentado por primera vez en la sala de Los Milagros, perteneciente al Intransigeant… Desde las primeras
escenas entramos en plena ficción, ya que la autora de la cinta nos anuncia que
nos va a mostrar "el México desconocido, que encierra los secretos de las
civilizaciones que dejaron las esculturas exhibidas en el Museo de la
capital"... Y para hallar estos secretos, Tytaina comienza por llevamos a
tierras yanquis, pero no los encuentra; después nos lleva a Yucatán, donde
declara no hallarlos tampoco, "pues los hombres de la selva son absorbidos
por las ciudades"; más tarde, nos muestra indios del sur, cuyas mujeres
"se comen los piojos de sus críos" (aquí tampoco halla el secreto de
las Pirámides del Sol y de la Luna); y, finalmente, nos ofrece tres cuartos de hora
de proyección, acerca de las costumbres rudimentarias de los habitantes de la
Isla Tiburón, a quienes casi se jacta de haber descubierto ...¡Eso es México! ¡Vengan a ver, señoras y señores, al
indio comecandela!...
Aparte de unos pocos metros de film consagrados a mostrarnos piezas del
Museo Nacional de México; aparte de una rápida visión de las ruinas de Uxmal, y
de las pirámides de la altiplanicie; aparte de un Xochimilco entrevisto fugazmente,
Tytaina, ávida de ciceronadas caprichosas,
no nos ha presentado más que mugre, exotismo y miserias... Y no es que tenga intenciones
de reprocharle que haya exhibido los indios de nuestra América ante públicos
del Viejo Continente, ya que creo, por el contrario, que los países poseedores
de vestigios de vida primitiva son los más fecundos en aportaciones originales
y los más ricos en potencia creadora; lo que me parece risible es que habiendo tenido
oportunidad de hacer una película documental de prodigioso interés sobre ese país
que ofrece todos los contrastes, nos haya mostrado el aspecto más
insignificante, menos representativo, de ese gran pueblo.. Junto al indio
desnudo, debió presentamos al indio artesano, al indio artista (aspectos de México
que Europa desconoce todavía y seguirá desconociendo); junto a los páramos de
la Isla Tiburón, debió presentamos las maravillas de Maltrata; junto a los
indígenas primitivos, el hormigueo de la capital, el cálido sopor de Veracruz,
los pozos de petróleo, las flores de Córdoba, el esplendor de los volcanes, el
dramático laberinto vegetal de las tierras calientes. Pero no; ¿a qué pedir
peras al olmo? Tytaina no ha visto (o ha afectado no ver) estas cosas… Baste
decir que en Indios, hermanos míos no
aparece un solo volcán -pedal constante en la grandiosa sinfonía del paisaje
mexicano (¿no es cierto, doctor Atl?).
Después de ver films así, pienso que es doloroso tener que esperar la llegada de
forasteros para darnos cuenta del poder negativo de sus visiones de nuestras
cosas y nuestros paisajes. América Latina debe ser más conocida en los países
del Viejo Continente. El film es un
agente de propaganda inmejorable... Pero si para filmarnos contamos con los extranjeros, podremos estar seguros de
ser siempre traicionados y desfondados... ¿Cuándo nos decidiremos a hacer
películas documentales sobre nuestros propios países? Hay ahí una rica cantera
por explotar, cuyos resultados económicos nos indemnizarían ampliamente...
¡Cien cinematógrafos europeos esperan actualmente películas sobre Cuba, sobre
México, sobre Brasil, sobre Perú!...
Pero no hagamos proyectos demasiado
optimistas. Ya se sabe que nuestras tierras de América esperarán siempre una
Tytaina cualquiera que las venga a descubrir...
Y algún día, antes que hagamos un gesto para evitarlo, alguna sala parisiense
anunciará un film sobre Cuba, que se
encargará de presentar los "transeúntes de Santiago" vistos por Paul Reboux,
junto al "árbol que habla", y algún bohío considerado como joya de
arquitectura colonial...
Carteles, 6
de septiembre de 1931. Carteles, 6 de septiembre de 1931. Obras completas de Alejo
Carpentier. Volumen 8. Crónicas 1, arte, literatura y política. Siglo XXI
editores, 1985, pp. 386-90.