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jueves, 28 de febrero de 2019

México, según una película europea



 Alejo Carpentier

 Después de un período de varios siglos, durante los cuales Francia ha vivido replegada sobre sí misma, sin abrir los ojos al espectáculo vario y múltiple del resto del universo, su literatura, su arte, sus ideas se han visto de pronto influidos por las grandes corrientes que llegaban de todos los rincones del mundo, aun de los más primitivos. Boga del arte negro, de la música martiniquense; admiración por la sabiduría de santos asiáticos, como Milarepa; éxito obtenido por traducciones de libros de Güiraldes, Martín Guzmán, Azuela, y de los novelistas norteamericanos; furor por los libros de escritores viajeros... Los editores más exigentes abren los brazos a jóvenes poetas como Michaux, que regresa del Ecuador, o Malraux que regresa de Indochina, invitándoles a contar sus impresiones... El público quiere saber lo que acontece en las antípodas, por la imagen, por la palabra, por el film... Películas como Chang, Rango, o Aleluya, obtienen una aceptación formidable, constituyen el éxito de temporadas enteras...
 Sin embargo, una vieja tradición quiere que el francés sea el hombre menos apto a abrir los ojos sobre el espectáculo de su propio planeta. Salvo contadas excepciones, siempre el parisiense ha viajado mal y pretenciosamente, y cuando ha querido hacerse una imagen de los países que lo rodeaban, ha incurrido en los errores más risibles... Musset, en un verso famoso, habla de las "andaluzas trigueñas de Barcelona"; Alfredo de Vigny, en una de sus novelas, nos presenta contrabandistas españoles, descritos como personajes de zarzuela (¡cómo imaginar a España sin contrabandistas!)... A fines del siglo pasado, Paul Adam visita Nueva York, que se le antoja una suerte de Nínive simbolista; al final de la guerra, Paul Reboux permanece algunos meses en Cuba y, a su regreso, publica un libro, Blancos y negros, ilustrado con fotografías realzadas por pies de grabados idiotas: dos negritos desnudos junto a una casa destartalada; y, como texto explicativo: Santiago, algunos transeúntes.
 Al lado de un Durtain, de un Malraux, de un Michaux, que por lo menos saben ver, ¡cuántos observadores pretenciosos, hinchados de orgullo por creerse representantes de la cultura gala!... Una de las más gloriosas personalidades de la literatura francesa contemporánea me decía recientemente, hablándome de un viaje futuro a la América Latina:
 -Quiero ver si la civilización de ustedes se adapta a la idea que me hago de lo que debe ser una civilización.
 ¡Como si la civilización de naciones jóvenes pudiera analizarse en función de la civilización de un país como Francia, dotado de veinte siglos de historia!.
 Recientemente tuve otra dolorosa sorpresa, asistiendo a la presentación privada de un film documental sobre México, tomado en tierras mayas y aztecas, por la escritora y periodista Tytaina... Confieso que esperaba esta proyección con verdadero interés. Se trataba de la primera película impresa en el maravilloso país hermano por un operador europeo... Se me antojaba admirable que una personalidad del Viejo Continente, dotada de medios económicos para realizar un trabajo de esta índole, dejara tranquilos, por una vez, al Nilo y sus pirámides latosas, Arabia y sus beduinos adulterados, Indochina y sus gracias cansadoras, y volviera las miradas hacia nuestro mundo, tan lleno de riquezas y fuerzas casi desconocidas... Pero a pesar de que Tytaina parece saber viajar, y ha dado ya la vuelta al mundo más de dos veces, las primeras noticias de su última expedición cinematográfica hubieran debido inspirarme desconfianza... Hace seis meses, al pasar por Cuba, envió al Intransigeant de París una crónica sobre La Habana, capaz de inspirar lástima a un niño de seis años que conociera nuestra Isla: en ella se hablaba de un "árbol de presagios", existente en la residencia de "un viejo hidalgo criollo", cuyas hojas anunciaban los cataclismos del mundo… Tytaina pretendía que por este árbol había tenido noticia, con varios días de anticipación, de un terremoto ocurrido en una isla del Pacífico...
 (¡Lástima que ignoremos en qué residencia de La Habana se oculta el árbol milagroso, pues sería interesante señalarlo a la Comisión de Turismo para organizar una intensa propaganda, con catálogos impresos, a base de este lema: The Cuban talking tree!)
 El film de Tytaina, titulado Indios, hermanos míos, fue presentado por primera vez en la sala de Los Milagros, perteneciente al Intransigeant… Desde las primeras escenas entramos en plena ficción, ya que la autora de la cinta nos anuncia que nos va a mostrar "el México desconocido, que encierra los secretos de las civilizaciones que dejaron las esculturas exhibidas en el Museo de la capital"... Y para hallar estos secretos, Tytaina comienza por llevamos a tierras yanquis, pero no los encuentra; después nos lleva a Yucatán, donde declara no hallarlos tampoco, "pues los hombres de la selva son absorbidos por las ciudades"; más tarde, nos muestra indios del sur, cuyas mujeres "se comen los piojos de sus críos" (aquí tampoco halla el secreto de las Pirámides del Sol y de la Luna); y, finalmente, nos ofrece tres cuartos de hora de proyección, acerca de las costumbres rudimentarias de los habitantes de la Isla Tiburón, a quienes casi se jacta de haber descubierto ...¡Eso es México! ¡Vengan a ver, señoras y señores, al indio comecandela!...
 Aparte de unos pocos metros de film consagrados a mostrarnos piezas del Museo Nacional de México; aparte de una rápida visión de las ruinas de Uxmal, y de las pirámides de la altiplanicie; aparte de un Xochimilco entrevisto fugazmente, Tytaina, ávida de ciceronadas caprichosas, no nos ha presentado más que mugre, exotismo y miserias... Y no es que tenga intenciones de reprocharle que haya exhibido los indios de nuestra América ante públicos del Viejo Continente, ya que creo, por el contrario, que los países poseedores de vestigios de vida primitiva son los más fecundos en aportaciones originales y los más ricos en potencia creadora; lo que me parece risible es que habiendo tenido oportunidad de hacer una película documental de prodigioso interés sobre ese país que ofrece todos los contrastes, nos haya mostrado el aspecto más insignificante, menos representativo, de ese gran pueblo.. Junto al indio desnudo, debió presentamos al indio artesano, al indio artista (aspectos de México que Europa desconoce todavía y seguirá desconociendo); junto a los páramos de la Isla Tiburón, debió presentamos las maravillas de Maltrata; junto a los indígenas primitivos, el hormigueo de la capital, el cálido sopor de Veracruz, los pozos de petróleo, las flores de Córdoba, el esplendor de los volcanes, el dramático laberinto vegetal de las tierras calientes. Pero no; ¿a qué pedir peras al olmo? Tytaina no ha visto (o ha afectado no ver) estas cosas… Baste decir que en Indios, hermanos míos no aparece un solo volcán -pedal constante en la grandiosa sinfonía del paisaje mexicano (¿no es cierto, doctor Atl?).
 Después de ver films así, pienso que es doloroso tener que esperar la llegada de forasteros para darnos cuenta del poder negativo de sus visiones de nuestras cosas y nuestros paisajes. América Latina debe ser más conocida en los países del Viejo Continente. El film es un agente de propaganda inmejorable... Pero si para filmarnos contamos con los extranjeros, podremos estar seguros de ser siempre traicionados y desfondados... ¿Cuándo nos decidiremos a hacer películas documentales sobre nuestros propios países? Hay ahí una rica cantera por explotar, cuyos resultados económicos nos indemnizarían ampliamente... ¡Cien cinematógrafos europeos esperan actualmente películas sobre Cuba, sobre México, sobre Brasil, sobre Perú!...
 Pero no hagamos proyectos demasiado optimistas. Ya se sabe que nuestras tierras de América esperarán siempre una Tytaina cualquiera que las venga a descubrir... Y algún día, antes que hagamos un gesto para evitarlo, alguna sala parisiense anunciará un film sobre Cuba, que se encargará de presentar los "transeúntes de Santiago" vistos por Paul Reboux, junto al "árbol que habla", y algún bohío considerado como joya de arquitectura colonial...


 Carteles, 6 de septiembre de 1931. Carteles, 6 de septiembre de 1931. Obras completas de Alejo Carpentier. Volumen 8. Crónicas 1, arte, literatura y política. Siglo XXI editores, 1985, pp. 386-90. 


domingo, 24 de febrero de 2019

El escándalo de Maldoror


   
 Alejo Carpentier

 Esta mañana fui despertado por la llegada tan temprana como inesperada del licenciado Martínez. Algo raro le acontecía. La nerviosidad se revelaba en sus menores gestos. Blandía el paraguas regalado por el doctor Antiga, como un bastón de tambor mayor. A pesar de mis consejos desinteresados había vuelto a ponerse la levita de corte arcaico, comprada al sastre principal de su pueblo centroamericano.
 Sin preámbulo, sin enunciar siquiera el más inofensivo "buenos días", el licenciado Martínez prorrumpió en exclamaciones contundentes:
 -¡Qué París éste! ¡Después dicen horrores de nosotros los latinoamericanos!... ¡Y arman cada escándalo! ¡Mire que ir con buenas intenciones a una fiesta, y que le vacíen a uno todo el sifón en el chaleco del smoking!... ¡Son unos cafres!
 -Pero, Licenciado, serénese un poco, se lo ruego... y cuénteme cómo pasó eso...
 -Pues nada... Que anoche no tenía nada que hacer y me enteré que se daba un baile en pijamas...
 -¿En dónde?
 -En Maldoror, el nuevo dancing de Montparnasse ...No me mire con esa cara: se trataba de personas decentes. La anfitriona era nada menos que la princesa Paleologue, y entre sus invitados se contaban algunos de los más auténticos títulos de Francia...
 -¿Y...?
 -Una fiesta encantadora. Todo marchaba muy bien… Pero de pronto, a las doce y media en punto, entran siete señores con cara trágica, que nadie había invitado (recuerdo que uno de ellos tenía abundante cabellera y se parecía un poco a Titta Ruffo)... Y, de repente la emprenden a golpes, patadas y bastonazos con todas las mesas, sillas, botellas e instrumentos musicales del establecimiento. Landeau, el dueño de Maldoror organiza una resistencia con sus camareros y barmen. La fiesta se transforma en batalla campal. Nadie sabía cómo pegaba ni a quién pegaba. Las mujeres refugiadas en un estrado, vaciaban cubos de hielo sobre los asaltantes. Los platos hendían el aire. Sonaban insultos e imprecaciones. ¡Un escándalo formidable! Hasta que, al final, la policía irrumpió en el establecimiento, arrestando a los siete energúmenos, a Landeau y a sus hombres... Lo que aconteció después, lo ignoro… Completamente empapado por el agua gaseosa de un sifón, me escapé a toda velocidad... ¿Y esas cosas acontecen en una capital europea? ¿En los dancings de París? ¿Y nos quieren dar lecciones a nosotros los de América?... ¡Ya escribiré un artículo para el diario principal de mi país, narrando lo de anoche! ¡Si ésas son las gentes civilizadas!...
 -No se enoje, Licenciado. Si yo fuera usted, me felicitaría de haber estado en la batalla.
 -¿…?
 -Ha asistido usted, sin quererlo, a una manifestación encantadora, que le permite apreciar, más que ninguna otra, la temperatura moral de París.
 -¡Valiente temperatura! ¡Luego hablan de nuestros generalotes y de sus pistolas!
 -¡Y tienen razón!... Tenga usted por seguro que si el escándalo de anoche se hubiese producido en un dancing de nuestros países, el móvil habría sido antipático y vulgar… Habría tenido por punto de partida algún alarde de guapería tropical, el deseo de bailar a la fuerza con una mujer sentada en mesa vecina, un piropo malsonante, o un gesto de atletismo alcohólico… En cambio, usted, sin sospecharlo, asistió a una querella de ideas, al combate promovido por el deseo de defender un ideal ingenuo, pero ideal al fin…
 -No comprendo.
 -Es bien sencillo. Permítame hacer un poco de historia: usted sabe que el movimiento intelectual más importante que existe hoy en Europa es el que sus mismos promotores designan con el nombre de "suprarrealismo". El "suprarrealismo" impone a sus adictos dos actitudes bien definidas: una actitud intelectual; y una actitud moral. De la actitud intelectual no hablaremos por ahora. Pero sí de la actitud moral. Ésta dirige sus empeños hacia un ideal de pureza; hay anatema contra los que utilizan las cosas del espíritu para obtener éxitos fáciles, hay odio por las popularidades de mala ley, hay defensa para las cosas que por su alta calidad espiritual no deben sufrir vejaciones. Y los suprarrealistas tienen sus clásicos. Sobre todo un clásico a quien cuidan celosamente, y cuyos arcanos veneran: Isidoro Ducasse; conde de Lautreamont, autor de aquellos inquietantes Cantos de Maldoror, que lanzaron maravillosos clamores de anarquía intelectual, de rebeldía profunda, en los últimos años del siglo XIX. Los iniciadores del movimiento suprarrealista André Breton, Louis Aragon, Robert Desnos, y otros de menor cuantía, llegaron por un momento a tener el secreto anhelo de defender a Isidoro Ducasse contra los peligros de una popularidad creciente (ese poeta que pasó inadvertido en su época, comenzaba a tener adeptos en lo que ha dado en llamarse el gran público... Pero nadie podía impedir que la posteridad se apresurara en construir un pedestal para un hombre que sus contemporáneos no supieron comprender).
 -¡Claro está!... Pero no veo relación...
 -Aguarde. A principios de este año, el movimiento suprarrealista habrá llegado a la madurez... Conocía esa boga, esa vinculación con otros rincones del mundo, que suele ser el principio de la muerte para el núcleo creador. En Bélgica se fundaban revistas suprarrealistas; en Barcelona se daban exposiciones de pintura suprarrealista; en el Brasil se publicaban artículos sobre el suprarrealismo y se iniciaba un movimiento; en España, sin que lo sospecháramos, dos españoles, Luis Buñuel y Salvador Dalí, concluían la impresión de un film -El perro andaluz- que sería la obra maestra del suprarrealismo cinematográfico... Vivíamos los momentos de éxito que fomentan las anarquías interiores, las divisiones irremediables. Por espíritu de reacción contra algo que tendía a estandarizarse, algunos hombres del suprarrealismo comenzaron a colaborar en revistas más o menos ajenas al espíritu del grupo. Esto dio lugar a discusiones acerbas. André Breton, animador del movimiento, lanzó algunos anatemas contra sus más caros amigos. La situación se agravó. Y un buen día, doce escritores se separaron definitivamente del núcleo central suprarrealista, publicando un violentísimo manifiesto titulado Un cadáver, contra Breton y su espíritu dictatorial, que se iba volviendo tan insoportable como el de un Mussolini. Entre las doce firmas que apoyan las ideas expuestas en el manifiesto, podría usted hallar la mía, mi querido Licenciado...
 -Me explico entonces que conozca usted tan bien las interioridades del movimiento... Pero sigo sin ver las relaciones existentes entre todo esto y el escándalo de anoche...


 -Un poco de paciencia. Uno de los firmantes del Cadáver es Roger Vitrac, el joven escritor de quien admiró usted la bellísima pieza Víctor o los niños al poder, en el Teatro de los Campos Elíseos... En los primeros días de este año en que se festeja el centenario de la batalla de Hernani, Roger Vitrac tropezó con un antiguo conocido, hombre de negocios, a quien no veía desde hacía algunos años… Este le comunicó su deseo de abrir un dancing en Montparnasse. Pero le confesó que estaba indeciso en lo que se refería al carácter que habría de darle a su establecimiento, pues París estaba cansado de dancings exóticos, de cabarets negros, chinos o árabes, y se iba haciendo muy difícil inventar algo original... Buen conocedor del espíritu de Lutecia, Vitrac no titubeó en decirle: "Haga usted un dancing suprarrealista; decore las paredes del local con pinturas desconcertantes; utilice los materiales más imprevistos. Hoy todo lo que huela a suprarrealismo está destinado a atraer el público en París..." "Pero, ¿cómo llamaremos al dancing?", preguntó Landeau. "Llámelo Maldoror", respondió Vitrac, "y, si quiere usted, bautice al barman con el nombre de Isidoro; así habrá más ambiente..."
 -Ya vamos llegando al nudo del drama...
 -Hace un mes y medio Maldoror abrió sus puertas, después de un bautismo ritual al champagne... ¡Un éxito loco! Landeau comenzó a ganar dinero desde la primera noche. En agradecimiento hizo imprimir doce Cartas de Vampiro Permanente, para doce amigos de Vitrac, concediéndoles un cincuenta por ciento de rebaja en todos los gastos que hicieran en su establecimiento... Pero las cosas no podían seguir su curso tan apaciblemente. André Breton, Louis Aragon y sus amigos, los antiguos suprarrealistas, consideraron la existencia de ese cabaret como una afrenta perenne a la memoria del conde de Lautreamont. Además, sabían de dónde provenía la verdadera iniciativa de crear un dancing suprarrealista; no ignoraban que Vitrac había actuado en el asunto con deliberado deseo de molestarlos. Se habían enterado que cierta noche los ejemplares del Cadáver habían sido repartidos entre la concurrencia por algunos de sus firmantes… Y decidieron recurrir a la acción directa.
 -¡Ya voy cayendo!...
 -Comenzaron por enviar una carta a Landeau, redactada en el tono a lo Robespierre que Breton adopta para las grandes ocasiones, instándolo a "cambiar el nombre de su establecimiento". Como no obtuvieron respuesta, hicieron saber al dueño "que se encargarían de obligarlo a ello"... Después de dos semanas de calma, irrumpieron en Maldoror el día en que la princesa Paleologue ofrecía una fiesta en pijamas, y ya sabe usted el resto... ¡Lo único que deploro, mi querido Licenciado, es que lo hayan bañado con el contenido de un sifón! Pero más vale disfrutar de una fresca ducha, que recibir un mal golpe.
 -¡Ahora me lo explico todo! ¿Así que eran suprarrealistas los energúmenos que rompieron sillas y mesas anoche?... A pesar de todo, no puedo simpatizar con el gesto… ¡Menos mal que los arrestaron a todos!...
 -¡Cosa poco grave, Licenciado! ¡Dos horas después, tenga usted por seguro que descansaban tranquilamente en sus lechos!... Basta que la policía parisiense se entere de que una querella se lleva a cabo por una cuestión de ideas, y que sus promotores son intelectuales, para que se les trate con el mayor respeto… En América habrían aprovechado la oportunidad para acusarlos -sin fundamento alguno- de revolucionarios o comunistas. ¡No olvide usted, mi querido Licenciado, que he residido durante más de un mes en Prado núm. 1 por haber firmado un manifiesto en que declaraba "preferir el son al charleston" ¡y lo cubano a lo extranjero!... ¡Esto para no hablar de la clausura de cierta exposición de pintura nueva en Matanzas! ...
 -¿Y no encuentra usted que armar escándalo por el motivo expuesto sea algo ingenuo?
 -¡Muy ingenuo, Licenciado! ¡Pero admirable!... París seguirá siendo París mientras sucedan estas cosas. ¡Encuentro maravilloso que un puñado de hombres se expongan a que les rompan las quijadas y los arresten, por defender la memoria de un poeta puro!... En nuestro continente, los escándalos de cabaret son promovidos siempre por el gesto de algún guapo, conquistador de mala ley, o generalote de pistola... Se lo repito, Licenciado, ha asistido usted a una manifestación admirable ...
 -Quiero que sus razones acaben por convencerme.
 -¡Hasta la noche, pues! ¡Si quiere usted, nos daremos una vuelta por Maldoror! ¡Estará lleno a reventar! ¡Lo de ayer es, para el público de París, una propaganda formidable!... Y no olvide que con mi carta de Vampiro Permanente tendremos un cincuenta por ciento de descuento...

 Carteles, 20 de abril de 1930. Obras completas de Alejo Carpentier. Volumen 8. Crónicas 1, arte, literatura y política. Siglo XXI editores, 1985, pp. 255-60.

viernes, 22 de febrero de 2019

El nacionalismo de Carpentier

     Diario de la Marina, 9 de octubre 1928

miércoles, 20 de febrero de 2019

Carpentier: nuestro hombre


 Diario de la Marina, 17 de junio de 1928.

martes, 19 de febrero de 2019

Carpentier in partenza



       Diario de la Marina, 17 de marzo de 1928. 

 En una crónica sobre su participación en el VII Congreso de Prensa Latina y su regreso a Europa en el vapor Espagne, el escritor y periodista Adolphe de Falgairolle dejó esta breve referencia sobre el Carpentier de aquellos días: 

 “Alexis Carpentier, con quien tuvimos el gusto de regresar a París (donde daremos a conocer su hermosa novela sobre la vida de los negros de los ingenios), nos reveló la música y los cantos negros, y sin creer que La Habana esté poblada de negros, sabiendo que existen muchos más blancos, he sentido por mi parte, escuchando a los negros, la impresión de descubrir una especie de reino local, algo así como una Provenza en Francia centralista”. 

 Intimaran en tierra o solo a bordo, es del todo significativo que Falgairolle se refiera a Alejo por el nombre de Alexis. Si bien en su artículo reproducía mal los apellidos de otros escritores cubanos (por ejemplo, los de Tallet y Mañach), no parece tratarse, en este caso, de un error. 

 Un Alexis en lugar de Alejo podría indicar simple despiste o equiparación al francés, si no fuera porque es el nombre de pila de Carpentier, es decir, su nombre original, tal como transcendió a comienzos de los noventa cuando Cabrera Infante hizo pública su partida de nacimiento suiza. 

 ¿No será que, rumbo a Europa, se reviste ahora de su nombre legal? ¿No sería ese el nombre transitorio, el del viajero? Dejémoslo ahí.  

 La imagen de un Desnos que se evade de las ceremonias oficiales y desde el momento de su llegada recorre de manos de Carpentier la Habana Antigua, el barrio chino y las Fritas de Marianao, es indudablemente cierta, pero en modo alguna exclusiva.

 Fueron varios los delegados que hicieron ese periplo al margen del evento en cuestión -un periplo, en cualquier caso, instituido cultural y turísticamente-, y con quienes Carpentier departe en esos días junto a otros minoristas. Son los casos del poeta francés Fernand Gregh, entrevistado por Fernández de Castro; de los latinoamericanos Gonzalo Zaldumbide y Miguel Ángel Asturias, que intercalan almuerzos oficiales y “sabáticos” y terminan en los bailes de la playa y, qué duda cabe, de otros muchos.

 Carpentier participó en el recibimiento de los delegados europeos al Congreso y, si bien su interés principal sería recoger a Desnos (por cierto, a petición de Mañach), no hay que olvidar que su trabajo para Carteles lo lleva a asistir a fiestas y recepciones hasta el final de sus días en Cuba. 

 Su presencia en la lista de pasajeros hace pensar que no hubo nada de rocambolesco en su partida, y que, por el contrario, su decisión de viajar a Francia –que ya se venía fraguando- acabó de madurar con aquella oportunidad.

 Ello no niega las dificultades que afrontara a raíz del encarcelamiento un año antes, ni que estuviese "bajo fianza" y tuviera un detective atrás por breve tiempo; pero indica que el asunto de su legalidad –la adquisición de pasaporte, certificada ya su nacionalidad cubana y sobreseída la causa judicial- se habría resuelto. 

 De hecho, en carta que escribe a su madre poco después de su partida, expresa: “y ahora que tengo mis papeles en regla debo decirte que es casi imposible viajar aquí sin pasaporte en esta época”. 

 Por otra parte, su salida es reseñada con toda naturalidad desde Carteles, como podemos ver en esta fotografía publicada el 25 de marzo de aquel año: 


  
 
 El Espagne dejó atrás el puerto de La Habana el 16 de marzo, y diez días más tarde hizo escala en La Coruña. Desde allí, escribe a su madre. Le cuenta sobre la buena vida a bordo con bailes y cenas pantagruélicas, su buen humor y su ganancia de peso. Pero lo más significativo es, quizás, lo que ello encubre: el dolor y la culpa por la separación, y sus fantasmas económicos. A estos últimos se sobrepondrá, pero ahora todo es vacilación. 

 Como puede apreciarse en la nota del Diario de la Marina, junto a él navega algún que otro hijo del pudiente Bacardí. Aunque se vea corto de dinero, dice a su madre para calmarla y, de paso, para atemperar sus propios temores, no tendrá problemas. “Un bueno amigo mío –millonario por demás- viaja en este mismo barco”. 

 Décadas más tarde se enfada cuando se habla de su "auto-exilio" para librarse de las persecuciones, término que él mismo emplea. El más conveniente ahora -a tono con la leyenda- es el de fuga. "Yo no me exilié, yo me fugué", dirá, del presidio que era Cuba. Pero no. Ni siquiera se disfraza de Desnos. Se despide y sube las escalerillas como uno más. 


lunes, 18 de febrero de 2019

Dos Jornadas Cubanas


 Robert Bourget-Pailleron

 Uno de los grandes motivos de sorpresa y curiosidad que esperan al viajero en Cuba, es el contraste que se establece entre la capital y la provincia, entre la vida moderna de La Habana y el color exótico que ha conservado la población rural. Gracias a la solicitud de nuestros anfitriones, tuvimos oportunidad de observar esa divergencia.
 La primera de nuestras incursiones en el interior de la isla, nos condujo solamente a algunos kilómetros de La Habana. Pero el buen gusto y el esprit de los que nos invitaron, supieron agrupar en torno de una casa de campo a todos los elementos más gratos de la vida tropical. El Sr. y la Sra. de Camps, dueños de tan felices dominios, descienden de una de esas viejas familias españolas radicadas en Cuba, que mantienen el acuerdo sellado felizmente con los adversarios de hace treinta años. Ese día nos convidaron a un almuerzo criollo, celebrado en su residencia campestre. Una gran mesa, en forma de herradura, se alzaba en una de las explanadas del jardín. Una bóveda de hojas de palmera entretejidas la protegían del sol, ofreciendo tal asilo de frescura, bajo la comba de su techo, que hubiéramos podido creernos alojados en el interior de una fruta gigantesca. Guayabas y mangos adornaban la mesa, asociando el dulzor de sus pulpas a las carnes húmedas de salsas confitadas. Cómo era de esperarse, el arroz a la criolla fue una de las delicias de tal comida. Los sirvientes de color se movían silenciosamente sobre el tapiz de césped. Para los postres, se nos reservó una sorpresa: la de tres cantadores de cutis bronceado, que vinieron a entonar aires criollos y negros.
 El domo verde que cobijaba a la concurrencia, constituía una gratísima decoración ese día. Alzando la cabeza, podía evocarse la selva virgen, ante esas ramas enlazadas. Y el canto negro, plañidero o alegre, sustraía esta tierra al imperio de la hora presente, restituyéndole la calurosa belleza de las Antillas de antaño.
 Estaba decidido, sin embargo, que la realidad recobraría sus derechos, y la realidad, en un almuerzo cuyos convidados son tan numerosos, es la que constituyen los discursos. No insistamos, sobre este punto, y no conservemos más que los recuerdos gratos de ese día.
 En el jardín, bajo arcos de plantas trepadoras, unos bancos, colgados de cadenas, formaban unas mecedoras en las que los que no bailaban se dejaron arrullar, mientras la orquesta tocaba rumbas y danzones. Todos los Cubanos conocen por lo menos el segundo de esos bailes, propios del país. Su ritmo ligero se asemeja al de la polka. De cuando en cuando, el bailador abandona su pareja, dejándola libre durante algunos compases, y estrechándola nuevamente. La rumba requiere gran ciencia. La vimos bailar al final de un almuerzo que nos ofreció el Alcalde de La Habana, Dr. Miguel Mariano Gómez.
 El bailador y la bailadora estaban vestidos encantadoramente; él, con un calzón ceñido y una camisa de mangas anchas guarnecidas de alforzas; ella, con un vestido estrecho de talle y una serie de amplios volantes, a la manera de 1805. Ambos danzaron, sin tocarse, cantando unas veces y bailando otras, ejecutando esos pasos en que el busto permanece inmóvil, mientras la parte inferior del cuerpo ondula sin tregua. Se dice, en Cuba, que una buena bailadora de rumba debe tener «la cintura montada en flan»... Es esta una imagen demasiado exacta, para que aspiremos a enmendarla.
 Unamos a esas evocaciones de la gracia criolla el viaje que realizamos, algunos días más tarde, en el tren del General Machado. El Secretario de Estado, Dr. Martínez Ortiz, lo acompañaba, y fue para nosotros un placer, en el momento de concluir el relato de hombre encantador, gran amigo de Francia y excelente parisiense, que representó su Gobierno en nuestra patria durante largos años.
 El ferrocarril, corriendo a través de las campiñas, nos ofrecía el sorprendente espectáculo, mencionado poco antes, de una provincia absolutamente distinta a la capital. Es contemplando esas pequeñas poblaciones, formadas por casitas de madera de un solo piso, en cuyas calles pasan jinetes cubiertos de anchos sombreros y cochecillos de muías, como se comprende toda la grandeza del trabajo realizado en La Habana... Ya esta campiña, además, está saneada, la selva virgen yace vencida, los ingenios azucareros alzan sus columnas de humo cerca de las palmeras. Los pantanos malsanos han sido secados; ya nadie teme a los mosquitos ni a la fiebre amarilla. Contemplamos el momento de eclosión de este país. Recorriendo cincuenta kilómetros, hemos comprendido el trabajo de treinta años. Las estaciones de los pueblos están adornadas. En Sumidero, en Coliseo, en Jovellanos, estallan cohetes y las aclamaciones saludan al Presidente. Los colegiales, alineados, lucen sus uniformes. Las niñas tienen faldas azules, blusas blancas con cuellos de marinero, y anchas pamelas. Los muchachos ostentan uniformes kakis y gorras planas. En Jovellanos, unos quince chicos alineados como soldados, realizan, a la voz de mando, ejercicios de conjunto con suntuosos sables de madera cubiertos de papel plateado. Las bandas tocan paso-dobles. La alegría ilumina los rostros de la multitud. Un viejo negro, veterano de la Guerra de Independencia, es presentado al Presidente. Encorvado, deshecho como un viejo trozo de regaliz derretido, tiembla de emoción al retirar la gorra que cubre sus cabellos de huata. 
 Muchachas de color ofrecen sus sonrisas maravillosas. El amor que tienen por los tintes las impulsa a pintarse como las blancas. Para ellas, el azul y el rimmel, son ¡ay! vedados, pero el rouge ilumina sus mejillas, donde adquiere reflejos extraños que evocan los de algunas flores en el crepúsculo.
 Por la tarde fuimos a visitar un ingenio azucarero y el caserío que lo circundaba. Por doquiera los habitantes, llenos de gentileza, nos convidaban a entrar en sus casas. Una función había sido organizada en la escuela. En una amplia estancia, niños blancos y negros, sentados en círculo, como cuentas multicolores de un collar, admiraban con gran dignidad aquellos de sus camaradas que cantaban o bailaban. El público estaba a escala de los actores, y parecíamos unos intrusos en ese mundo de chicos.
 Matanzas, pequeño puerto de mar, se extiende semi-circularmente a lo largo de una bahía. Descubrimos el panorama desde una colina coronada por una vieja capilla española. Al atardecer tuvimos que apresurarnos a recorrer la ciudad, ya que debíamos abandonar la isla al día siguiente. En las baldosas de una amplia plaza, en torno de un jardín, la vida española se perpetuaba. A la puesta del sol, una multitud paseaba, para disfrutar del aire fresco. Por grupos de cinco o seis las muchachas andaban a pasos ligeros, con las horas del anochecer.
 En Cuba, como en España y en los países del Mediodía, la belleza de la mujer pertenece un poco a la mirada del transeúnte, como la gracia de un paisaje o de una estatua. Disfrutamos de tal espectáculo en nuestra última jornada cubana.... Lo encontramos inseparable de la naturaleza y comprendimos que el encanto de esa tierra no existiría plenamente sin él.

(De Le Gaulois.)


 CUBA EN 1928. Reminiscencias. Documentos, Informaciones, Gráficos, Artículos y Opiniones del VII CONGRESO DE LA PRENSA LATINA. PARÍS, 1928. 


domingo, 17 de febrero de 2019

Siluetas de Congresistas



        Diario de la Marina, 11 de marzo de 1928. 

viernes, 15 de febrero de 2019

Delegados extranjeros al Congreso de Prensa




   
      Diario de la Marina, 16 de marzo de 1928.


Desnos



  Alejo Carpentier


 A tanto habían llegado los surrealistas entrenándose dentro de ese método de escritura automática y del hablar automático, que un hombre como Robert Desnos, que fue el poeta surrealista en estado puro, que siguió siendo fiel al surrealismo hasta su trágica muerte ocurrida a la salida de un campo de concentración alemán. Desnos era un hombre que cuando quería hablaba en poesía, hablaba en un poema. Muchas veces caminando juntos por las calles de París, Desnos me decía: “Te molesta que yo hable”. Le decía: “No, hombre, habla.” Y empezaba a hablar en un metro dado, por ejemplo, en alejandrino francés de doce sílabas, con la cesura en seis y seis, y podía estarse horas hablando en alejandrinos sin parar. Y hay un ejemplo concreto. Desnos en su obra tiene un poema de muy vastas proporciones que se titula en inglés The love of the loveless nigth, o sea El amor de las noches sin amor. Ese poema ocupa un tomo entero, y ese poema lo escribió de un solo tirón en estado de inspiración en unas ocho horas de trabajo consecutivas. Desnos jamás ha retocado un poema. El poema tenía que quedar exactamente como saliera de primer intento. Y, a pesar de ello, había llegado de tal manera a interrogar a su subconsciente, interrogar su sensibilidad más pura, recóndita y auténtica, que su obra poética es una de las más maravillosas que nos haya dado el surrealismo.

 A Robert Desnos lo conocí enamorado de una cantante extraordinaria que se llamaba Ivonne George. Después que se terminó lo de Ivonne George, porque ella se enfermó muy gravemente, tuvo que irse de París, se enamoró de una cantante de jazz que se llamaba Bessie, y finalmente se enamoró locamente de la que era entonces la esposa de Foujita, el pintor japonés, se la quitó, vivió con ella hasta que se lo llevaron preso por resistente a un campo de concentración de Checoslovaquia, y cuando murió de tifus al salir del campo de concentración, por haber bebido el agua estancada de una charca, iba a pie hacia Paris –no había trenes, no había camiones ni nada-, se había resuelto llegar a París a pie, encontraron sobre él su último poema, que era un poema de amor a su mujer (…).

 Un día Robert Desnos y yo paseando por los alrededores del antiguo mercado de París que desapareció, pasamos frente a una tienda que no conocíamos que se llamaba Fábrica de Trampas, tenía un enorme letrero con letras doradas que decía Fábrica de Trampas. Allí se vendían trampas de todas clases: para coger zorros, para coger hasta osos, trampas enormes, ratoneras, en fin, todo lo que fuera las trampas para animales peligrosos o dañinos. Y sobre el letrero, asomados a las ventanas de una casa de huéspedes que había encima de la fábrica de trampas, había dos sacerdotes católicos de gran sotana que miraban hacia la calle. Eso lo fotografiamos inmediatamente y lo publicamos en la revista, porque eso puro era un cuadro surrealista de estado puro. 

 Otro día que salíamos Desnos y yo de casa de un amigo que vivía detrás del bosque de Bolonia –esto es un humor negro a fondo, una historia horrenda-, caminábamos al amanecer a la orilla del lago del bosque, y vinos una mujer con un abrigo de pieles que estaba mirando fijamente al agua. Robert Desnos me dijo: “Esta mujer se va a suicidar, tengo el presentimiento de ello. La voy a salvar.” Salió corriendo hacia ella, la agarró por un brazo y el brazo se le quedó en la mano: era un brazo ortopédico. Es decir, pasaban cosas como ésas en el grupo surrealista.


 Fragmentos de “Sobre el surrealismo”, documental-conferencia de 1973, ICAIC. En Alejo Carpentier. Obras completas. Conferencias. Vol. 14. Siglo XXI, 1990, pp. 11-41.

lunes, 11 de febrero de 2019

Lautréamont


  Robert Desnos

 Cuántos siglos serán necesarios a la alegórica clepsidra del tiempo, para que los colosos de Memnon sean para siempre sepultados en el desierto! 
 Así mueren los ídolos.
 Para desaparecer, unos quieren los huracanes y las tempestades del océano, y las salpicaduras de la Atlántida abismada.
 Otros quieren las lianas de la selva virgen; otros la antorcha del iconoclasta; otros las arenas movedizas de plegarias de generaciones humanas, para desaparecer en sí mismos.
 Aunque sólo hubieran tenido un adorador, el mero segundo de poderío que extraen de las mitologías, los cementerios, los museos etnográficos o las historias literarias, no por ello dejarían de ser ídolos auténticos, podridos en las prerrogativas certeras y derisorias de la divinidad.
 Tengo hoy el honor de saludar el cadáver del último ídolo, que, favorecido por la más bella leyenda del mundo, nació el día de su muerte y murió asesinado por sus adoradores. Antaño, en las vías misteriosas de ciertas regiones, el frente de los templos ostentaba una lúgubre ley: «El iniciado matará al iniciador».
 Isidoro Ducasse, que se llamó a sí mismo Conde de Lautréamont, sólo ha engendrado iniciados hasta ahora. Y detrás del carruaje barroco que lleva el pequeño ataúd en que acostaron su cuerpo inmenso, sólo avanzan, en resumen, tristes empleados de pompas fúnebres, hombres de letras melenudos, y plañideras hipócritas.
 Extraviado durante algún tiempo entre los miembros de la familia, el autor de estas lineas se ha refugiado en la acera. Ahora contempla el paso del fúnebre cortejo. Ya se aleja. Ya desaparece con sus coronas de flores artificiales, de flores porcelana, con sus pobres ramos de siemprevivas y de rosas deshojadas.
 Adiós. Descansa en paz. Dentro de un momento, sobre el mármol de tu sepulcro y el vacío de la sepultura, el literato con lengua de trompeta se exaltará con sólo pronunciar tu nombre. Buena faena será esta para el orador astuto, que sabrá mezclar consideraciones filosóficas sobre tu obra con una melancólica disertación acerca del destino de las nubes, hechas para deshacerse en lluvia, y llenará así el ánfora tentadora de la tumba. A los caracoles grasientos del dolor fingido, añadirá la pimienta de lo nunca dicho y de lo nunca oído —lo que no es siempre la misma cosa. 
 «¿Pero cómo?, dirá uno. Treinta años de estudiosas búsquedas hicieron de vos un sabio que sería más lógico hallar en una jesuitería, que en las calles de una ciudad... ¿Acaso yo no podría hablar del hombre que fue...?»
 «¿Pero cómo?, dirá aquel otro. ¿Treinta años de engaños sobre las cualidades de la amistad, de la pintura y de los objetos negros, no nos permiten hablar del hombre que fue?...»
 «¿Pero qué?, pronunciará un tercero, en nombre del sindicato de vendedores de pantanos. ¿Mi cobardía proverbial, y una avaricia no me permiten hablar del hombre que fue?...»
 ¿Del hombre que fue?
 No se sabe absolutamente lo que fue Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont.
 Tal vez haya sido un individuo innoble, un truhan de la peor especie, un ser despreciable. Nada autoriza a negarlo desde que sabemos que el talento y el valor moral son, por desventura, dos cosas distintas.
 Acerca de Isidoro Ducasse, solo se conocen:
 1 . la fecha de su nacimiento,
 2 . la fecha de su muerte,
 3. algunos datos sobre su familia y sus años de colegio,
 4. los Cantos de Maldoror,
 5. las Poesías,
 6. algunas cartas, que revelan preocupaciones económicas y preocupaciones literarias.
 Nada más.
 Sin embargo, con estos datos y en complicidad con la literatura, las cartas de ese juego de azar fueron desordenadas a tal punto, que hoy podría casi escribirse una «vida novelesca de Isidoro Ducasse».
 Peor aun. Se ha querido ver en ese personaje, del que no diré bien ni mal, una suerte de Quijote de la anti-literatura, sin pensar que su obra se presenta como obra de arte por antonomasia, ya que sólo ella conocemos, y apenas sabemos de su autor, — como conocemos la Iliada y la Odisea, sin saber de Homero. 
 Nada parece demostrar que Lautréamont haya querido legar un enigma a la posteridad. Tal voluntad, además, le favorecería bien poco, pues corroboraría la idea de que sólo fue un literato.


 Por lo pronto, sabemos que escribió y se preocupó por ser editado.
 Y su obra constituye el solo conjunto de pruebas auténticas que tengamos sobre él. Ya no se trata de probar que esa obra sea genial.
 Pero es igualmente cierto, en 1931, que bajo el peso de la admiración de algunos, esa obra ha perdido todo poder de influencia, toda virtud de germinación, y representa un pasado y no un porvenir. 
 Además de ser una suerte de prefacio del suprarealismo, los Cantos de Maldoror son la consecuencia de toda la literatura romántica, desde Sade a Eugenio Sue, desde Byron hasta Hugo. La cultura romántica de Ducasse era inmensa. Para cerciorarse de ello, basta leer Poesías, obra con la cual quema todo lo que adoró, citando, como a viejos conocidos, los nombres de los héroes de novelas filosóficas, y de los héroes negros, tenebrosos, que viven entre Justina y los libros de Sue, libros en que halla su seudónimo. (Latreamont (sic), novela por Eugenio Sue).
 Es innegable que practicó la escritura automática antes que los suprarealistas. Pero el término de «escritura automática» no pasa de ser una expresión de farsantes para designar la inspiración del poeta, y, por ende, el delirio de la pitonisa, de la sibila, y del profeta, y el triunfo de los sentidos sobre la razón.
 Ya sabemos que la importancia de Lautréamont en ese dominio filé inmensa. Pero, en todo caso, no resultó superior a la del admirable y sorprendente Gerardo de Nerval —que se le anticipó considerablemente,— a la de Hugo, a la de Poe (a pesar del génesis del poema), a la de Byron... y muchos otros.
 Si Lautréamont no hubiera existido, el suprarealismo habría nacido sin él, sin carecer de ninguno de sus elementos. Que haya servido de estandarte, ¡muy bien! Fue y es todavía un bello estandarte. Nos queda la cuestión de su obra. Tenemos de él:
 1. Los Cantos de Maldoror. Poema negro.
 2. Poesías —Artículo conformista, escrito en un estilo admirable y romántico.
 3. Las cartas mencionadas.
 Nos queda por saber:
 1. Si Lautréamont hizo obra humorística en los Cantos y en Poesías.
 2. En los Cantos solamente.
 3. En Poesías solamente.
 4. O si no la hizo en los Cantos ni en Poesías.
 Nada nos permite hacer afirmaciones en un sentido o en otro.
  Sin embargo, el tono de las cartas es tal que todo permite creer que la hipótesis de un Lautréamont joven, permitiéndose libertades y acabando por «formalizarse», es la más verosímil. No estamos muy convencidos cuando dice —o casi— que la juventud debe apresurarse, que no es engañado por lo que escribe, ni es sincero.
 Pero esa hipótesis de un Lautréamont evolucionando de acuerdo con la costumbre burguesa, de la anarquía a la reacción, no es la que más acepto, así como tampoco creo en un Lautréamont poseso de humorismo, escribiendo Poesías con una sonrisa en los ojos cada vez que moja, como el otro, en la tinta fluida de una burla imperceptible la pluma de martín-pescador del lógico. No; el humorismo no se saborea en compañía. Es un vicio solitario. No concibo una reunión de humoristas. El humorista es egoísta. El humorista escucha imperturbablemente, y no se acerca al oído de su vecino para hacerlo reír. Si habla, lo hace gravemente y no se permite el empleo de palabras brillantes.
 Reconozcamos una vez más que esa hipótesis es verosímil, pero en la imposibilidad en que estamos de responder satisfactoriamente a esa pregunta, reconozcamos también que si el humorismo caracteriza extrañamente el enigma de Ducasse, no caracteriza forzosamente a Ducasse en sí mismo.
 Entre los Cantos de Maldoror y Poesías, el espíritu de Lautréamont no varía, y sabemos de sobra que personas de opiniones muy distintas pueden tener exactamente el mismo espíritu y no sorprenderse de ello. Y este humano puede, del mismo modo, mostramos su espíritu en los Cantos a expensas de lo que amamos, y medrar en Poesías, a costa de lo que despreciamos.
 Pero se nos antoja la posibilidad de una tercera hipótesis (podrían exponerse cien más).
 Lautréamont, a los veinte años, escribe los Cantos de Maldoror, que son la consecuencia y el balance de todo el siglo transpuesto, que se alzó sobre las ruedas del Castillo de Otranto, revistió la armadura gigantesca, y, más viejo ya que Melmoth, paseó a Don Juan desde las escenas sangrientas del boudoir de Sade, hasta las llamas de Missolonghi y del claustro de St. Merry, pasando por Bicétre y la plaza de la Revolución.
 Hombre de ese siglo increíble que vio a Napoleón nacer de Juan Jacobo, y San Martín de Napoleón, siglo en que la libertad y la tiranía se engendraron mutuamente, Ducasse nace en Montevideo, en una república joven, ebria de grandes símbolos y bellas frases. Su niñez fue sin duda arrullada por sonoros cantos en que la palabra libertad volvía a menudo con insistencia de estribillo. Más aun: su padre es funcionario en Montevideo, en la Legación de Francia, de una Francia ungida por el prestigio de tres revoluciones, de cien motines y de quince años de opresión sobre los pueblos vecinos; de una Francia que, a pesar de Austerlitz, de la guerra de España, y la conquista de Argel, pasaba por ser campeona de una libertad que algunos países de América del Sur habían obtenido al precio de enormes esfuerzos. La familia de Ducasse es oriunda de Toulouse, El acento del país natal no es tan distinto del que suena a lo largo de la costa luminosa que separa y une Buenos-Aires y Montevideo.
 El niño que la familia Ducasse envía a Francia para estudiar, no lleva solamente consigo la visión de las constelaciones australes, de los cielos cubiertos en víspera de grandes tormentas, de las llanuras, del mar y del cielo azules. Lleva consigo el ideal de 93 y de 48, revisado y exagerado en el dominio lírico por esos hombres graves, habladores y heroicos, que, bajo un sol de plomo, trastornan el continente, desde las altiplanicies mexicanas hasta las pampas argentinas.
 Y tal vez, en la grandeza de las imágenes de Lautréamont, en el absoluto de su lirismo, nos es permitido buscar una parte de influencia racial, y un recuerdo de sus primeras impresiones de infancia.
 Lautréamont tiene veinte años. Llega a Francia, henchido de admiración, de veneración, por los escritores del siglo. Cree imitarlos, y en la soledad de su habitación —rué Vivienne— escribe los Cantos (tal vez comenzados en el colegio de Toulouse, pues hay, a mi parecer, un raro parentesco entre la primera versión del primer canto y la primera versión de Ubu-Roi) que resumen toda la poesía del siglo XIX, preparando el siguiente.
 Una vez publicado el libro, y transformado por la imprenta, parece que Ducasse haya querido emprender una revisión completa de sus valores y de sus propiedades morales.
 Debió encontrarse entonces en la situación en que se hallaron los hombres de mi edad, en 1918-1920. Se da cuenta que vive en un mundo que finaliza, al borde de una sima... Y opta por la última solución, la única solución. Da el salto. Reniega de sí mismo. Nos ofrece entonces el espectáculo de una crisis parecida a la que provocó el Dadaísmo.
 Donde hacía la apología del mal, hará la del bien. Donde escribió «negro», escribirá «blanco».
 Semejante comportamiento no debe tacharse de fútil. Es el único posible.
 Si un hombre cambia de actitud en la vida a tal punto que su segunda actitud sea el contrario de la primera, el contrario de la segunda no podría ya ser la primera. Se vislumbra una tercera actitud.
 La moral y la vida no son euclidianas. Lautréamont murió joven. Todavía no trataron de demostrarnos que haya sido católico. Pero, a juzgar por el destino póstumo de Rimbaud y el final religioso de todos estos grandes cadáveres, nos parece urgente proceder a una incineración en regla de éste, antes que los gusanos de la divinidad se alojen en su cerebro y en su corazón. Y tal vez sea ya demasiado tarde.
 Por desgracia, una ley fatal quiere que todo lo que fue grande sea, después de la muerte, presa de esta podredumbre de índole peculiar.
 Lautréamont ha muerto, ¡mal haya de su cadáver! Y ya que su obra está a punto de propiciar nuevas academias, arrojémosla al fuego.
 Y estemos atentos, atentos para derribar todo nuevo ídolo.


 Traducción por Alejo Carpentier.

 IMÁN. REVISTA TRIMESTRAL. NÚMERO I. ABRIL, 1931, pp. 97-103.