Robert Desnos
Cuántos siglos serán necesarios a la alegórica clepsidra del tiempo, para que los
colosos de Memnon sean para siempre sepultados en el desierto!
Así mueren los ídolos.
Así mueren los ídolos.
Para
desaparecer, unos quieren los huracanes y las tempestades del océano, y las
salpicaduras de la Atlántida abismada.
Otros
quieren las lianas de la selva virgen; otros la antorcha del iconoclasta; otros
las arenas movedizas de plegarias de generaciones humanas, para desaparecer en
sí mismos.
Aunque
sólo hubieran tenido un adorador, el mero segundo de poderío que extraen de las
mitologías, los cementerios, los museos etnográficos o las historias literarias,
no por ello dejarían de ser ídolos auténticos, podridos en las prerrogativas
certeras y derisorias de la divinidad.
Tengo
hoy el honor de saludar el cadáver del último ídolo, que, favorecido por la más
bella leyenda del mundo, nació el día de su muerte y murió asesinado por sus
adoradores. Antaño, en las vías misteriosas de ciertas regiones, el frente de
los templos ostentaba una lúgubre ley: «El iniciado matará al iniciador».
Isidoro
Ducasse, que se llamó a sí mismo Conde de Lautréamont, sólo ha engendrado iniciados
hasta ahora. Y detrás del carruaje barroco que lleva el pequeño ataúd en que
acostaron su cuerpo inmenso, sólo avanzan, en resumen, tristes empleados de
pompas fúnebres, hombres de letras melenudos, y plañideras hipócritas.
Extraviado
durante algún tiempo entre los miembros de la familia, el autor de estas lineas
se ha refugiado en la acera. Ahora contempla el paso del fúnebre cortejo. Ya se
aleja. Ya desaparece con sus coronas de flores artificiales, de flores
porcelana, con sus pobres ramos de siemprevivas y de rosas deshojadas.
Adiós.
Descansa en paz. Dentro de un momento, sobre el mármol de tu sepulcro y el
vacío de la sepultura, el literato con lengua de trompeta se exaltará con sólo
pronunciar tu nombre. Buena faena será esta para el orador astuto, que sabrá
mezclar consideraciones filosóficas sobre tu obra con una melancólica
disertación acerca del destino de las nubes, hechas para deshacerse en lluvia,
y llenará así el ánfora tentadora de la tumba. A los caracoles grasientos del
dolor fingido, añadirá la pimienta de lo nunca dicho y de
lo nunca oído —lo que no es siempre la misma cosa.
«¿Pero cómo?, dirá uno. Treinta años de estudiosas búsquedas hicieron de vos un sabio que sería más lógico hallar en una jesuitería, que en las calles de una ciudad... ¿Acaso yo no podría hablar del hombre que fue...?»
«¿Pero cómo?, dirá uno. Treinta años de estudiosas búsquedas hicieron de vos un sabio que sería más lógico hallar en una jesuitería, que en las calles de una ciudad... ¿Acaso yo no podría hablar del hombre que fue...?»
«¿Pero
cómo?, dirá aquel otro. ¿Treinta años de engaños sobre las cualidades de la
amistad, de la pintura y de los objetos negros,
no nos permiten hablar del hombre que fue?...»
«¿Pero qué?, pronunciará un tercero, en nombre
del sindicato de vendedores de pantanos. ¿Mi cobardía proverbial, y una avaricia no me permiten hablar del hombre que fue?...»
¿Del hombre que fue?
No
se sabe absolutamente lo que fue Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont.
Tal
vez haya sido un individuo innoble, un truhan de la peor especie, un ser
despreciable. Nada autoriza a negarlo desde que sabemos que el talento y el
valor moral son, por desventura, dos cosas distintas.
Acerca
de Isidoro Ducasse, solo se conocen:
1
. la fecha de su nacimiento,
2
. la fecha de su muerte,
3.
algunos datos sobre su familia y sus años de colegio,
4.
los Cantos de Maldoror,
5.
las Poesías,
6. algunas cartas, que revelan preocupaciones económicas y preocupaciones
literarias.
Nada
más.
Sin
embargo, con estos datos y en complicidad con la literatura, las cartas de ese
juego de azar fueron desordenadas a tal punto, que hoy podría casi escribirse
una «vida novelesca de Isidoro Ducasse».
Peor
aun. Se ha querido ver en ese personaje, del que no diré bien ni mal, una
suerte de Quijote de la anti-literatura, sin pensar que su obra se presenta
como obra de arte por antonomasia, ya que sólo ella conocemos, y apenas sabemos
de su autor, — como conocemos la Iliada y la Odisea, sin saber de Homero.
Nada parece demostrar que Lautréamont haya querido legar un enigma a la posteridad. Tal voluntad, además, le favorecería bien poco, pues corroboraría la idea de que sólo fue un literato.
Nada parece demostrar que Lautréamont haya querido legar un enigma a la posteridad. Tal voluntad, además, le favorecería bien poco, pues corroboraría la idea de que sólo fue un literato.
Por lo pronto, sabemos que escribió y se preocupó por ser editado.
Y
su obra constituye el solo conjunto de pruebas auténticas que tengamos sobre
él. Ya no se trata de probar que esa obra sea genial.
Pero
es igualmente cierto, en 1931, que bajo el peso de la admiración de algunos,
esa obra ha perdido todo poder de influencia, toda virtud de germinación, y
representa un pasado y no un porvenir.
Además de ser una suerte de prefacio del suprarealismo, los Cantos de Maldoror son la consecuencia de toda la literatura romántica, desde Sade a Eugenio Sue, desde Byron hasta Hugo. La cultura romántica de Ducasse era inmensa. Para cerciorarse de ello, basta leer Poesías, obra con la cual quema todo lo que adoró, citando, como a viejos conocidos, los nombres de los héroes de novelas filosóficas, y de los héroes negros, tenebrosos, que viven entre Justina y los libros de Sue, libros en que halla su seudónimo. (Latreamont (sic), novela por Eugenio Sue).
Además de ser una suerte de prefacio del suprarealismo, los Cantos de Maldoror son la consecuencia de toda la literatura romántica, desde Sade a Eugenio Sue, desde Byron hasta Hugo. La cultura romántica de Ducasse era inmensa. Para cerciorarse de ello, basta leer Poesías, obra con la cual quema todo lo que adoró, citando, como a viejos conocidos, los nombres de los héroes de novelas filosóficas, y de los héroes negros, tenebrosos, que viven entre Justina y los libros de Sue, libros en que halla su seudónimo. (Latreamont (sic), novela por Eugenio Sue).
Es
innegable que practicó la escritura automática antes que los suprarealistas.
Pero el término de «escritura automática» no pasa de ser una expresión de
farsantes para designar la inspiración del poeta, y, por ende, el delirio de la
pitonisa, de la sibila, y del profeta, y el triunfo de los sentidos sobre la
razón.
Ya
sabemos que la importancia de Lautréamont en ese dominio filé inmensa. Pero, en
todo caso, no resultó superior a la del admirable y sorprendente Gerardo de
Nerval —que se le anticipó considerablemente,— a la de Hugo, a la de Poe (a
pesar del génesis del poema), a la de Byron... y muchos otros.
Si
Lautréamont no hubiera existido, el suprarealismo habría nacido sin él, sin
carecer de ninguno de sus elementos. Que haya servido de estandarte, ¡muy bien!
Fue y es todavía un bello estandarte. Nos queda la cuestión de su obra. Tenemos
de él:
1.
Los Cantos de Maldoror. Poema negro.
2.
Poesías —Artículo conformista, escrito en un estilo admirable y romántico.
3.
Las cartas mencionadas.
Nos
queda por saber:
1.
Si Lautréamont hizo obra humorística en los Cantos y en Poesías.
2.
En los Cantos solamente.
3.
En Poesías solamente.
4.
O si no la hizo en los Cantos ni en Poesías.
Nada
nos permite hacer afirmaciones en un sentido o en otro.
Sin
embargo, el tono de las cartas es tal que todo permite creer que la hipótesis
de un Lautréamont joven, permitiéndose libertades y acabando por
«formalizarse», es la más verosímil. No estamos muy convencidos cuando dice —o
casi— que la juventud debe apresurarse, que no es engañado por lo que escribe,
ni es sincero.
Pero
esa hipótesis de un Lautréamont evolucionando de acuerdo con la costumbre
burguesa, de la anarquía a la reacción, no es la que más acepto, así como
tampoco creo en un Lautréamont poseso de humorismo, escribiendo Poesías con una
sonrisa en los ojos cada vez que moja, como el otro, en la tinta fluida de una burla
imperceptible la pluma de martín-pescador del lógico. No; el humorismo no se
saborea en compañía. Es un vicio solitario. No concibo una reunión de humoristas.
El humorista es egoísta. El humorista escucha imperturbablemente, y no se
acerca al oído de su vecino para hacerlo reír. Si habla, lo hace gravemente y
no se permite el empleo de palabras brillantes.
Reconozcamos
una vez más que esa hipótesis es verosímil, pero en la imposibilidad en que
estamos de responder satisfactoriamente a esa pregunta, reconozcamos también
que si el humorismo caracteriza extrañamente el enigma de Ducasse, no
caracteriza forzosamente a Ducasse en sí mismo.
Entre
los Cantos de Maldoror y Poesías, el espíritu de Lautréamont no varía, y
sabemos de sobra que personas de opiniones muy distintas pueden tener exactamente
el mismo espíritu y no sorprenderse de ello. Y este humano puede, del mismo
modo, mostramos su espíritu en los Cantos a expensas de lo que amamos, y medrar
en Poesías, a costa de lo que despreciamos.
Pero
se nos antoja la posibilidad de una tercera hipótesis (podrían exponerse cien
más).
Lautréamont,
a los veinte años, escribe los Cantos de Maldoror, que son la consecuencia y el
balance de todo el siglo transpuesto, que se alzó sobre las ruedas del Castillo
de Otranto, revistió la armadura gigantesca, y, más viejo ya que Melmoth, paseó
a Don Juan desde las escenas sangrientas del boudoir de Sade, hasta las llamas
de Missolonghi y del claustro de St. Merry, pasando por Bicétre y la plaza de
la Revolución.
Hombre
de ese siglo increíble que vio a Napoleón nacer de Juan Jacobo, y San Martín de
Napoleón, siglo en que la libertad y la tiranía se engendraron mutuamente,
Ducasse nace en Montevideo, en una república joven, ebria de grandes símbolos y
bellas frases. Su niñez fue sin duda arrullada por sonoros cantos en que la
palabra libertad volvía a menudo con insistencia de estribillo. Más
aun: su padre es funcionario en Montevideo, en la Legación de Francia, de una
Francia ungida por el prestigio de tres revoluciones, de cien motines y de quince
años de opresión sobre los pueblos vecinos; de una Francia que, a pesar de
Austerlitz, de la guerra de España, y la conquista de Argel, pasaba por ser campeona
de una libertad que algunos países de América del Sur habían obtenido al precio
de enormes esfuerzos. La familia de Ducasse es oriunda de Toulouse, El acento
del país natal no es tan distinto del que suena a lo largo de la costa luminosa
que separa y une Buenos-Aires y Montevideo.
El
niño que la familia Ducasse envía a Francia para estudiar, no lleva solamente
consigo la visión de las constelaciones australes, de los cielos cubiertos en
víspera de grandes tormentas, de las llanuras, del mar y del cielo azules.
Lleva consigo el ideal de 93 y de 48, revisado y exagerado en el dominio lírico
por esos hombres graves, habladores y heroicos, que, bajo un sol de plomo,
trastornan el continente, desde las altiplanicies mexicanas hasta las pampas
argentinas.
Y
tal vez, en la grandeza de las imágenes de Lautréamont, en el absoluto de su
lirismo, nos es permitido buscar una parte de influencia racial, y un recuerdo
de sus primeras impresiones de infancia.
Lautréamont
tiene veinte años. Llega a Francia, henchido de admiración, de veneración, por
los escritores del siglo. Cree imitarlos, y en la soledad de su habitación —rué Vivienne— escribe los Cantos
(tal vez comenzados en el colegio de Toulouse, pues hay, a mi parecer, un raro
parentesco entre la primera versión del primer canto y la primera versión de
Ubu-Roi) que resumen toda la poesía del siglo XIX, preparando el siguiente.
Una
vez publicado el libro, y transformado por la imprenta, parece que Ducasse haya
querido emprender una revisión completa de sus valores y de sus propiedades
morales.
Debió
encontrarse entonces en la situación en que se hallaron los hombres de mi edad,
en 1918-1920. Se da cuenta que vive en un mundo que finaliza, al borde de una
sima... Y opta por la última solución, la única solución. Da el salto. Reniega
de sí mismo. Nos ofrece entonces el espectáculo de una crisis parecida a la que
provocó el Dadaísmo.
Donde
hacía la apología del mal, hará la del bien. Donde escribió «negro»,
escribirá «blanco».
Semejante
comportamiento no debe tacharse de fútil. Es el único posible.
Si
un hombre cambia de actitud en la vida a tal punto que su segunda actitud sea
el contrario de la primera, el contrario de la segunda no podría ya ser la
primera. Se vislumbra una tercera actitud.
La
moral y la vida no son euclidianas. Lautréamont murió joven. Todavía no
trataron de demostrarnos que haya sido católico. Pero,
a juzgar por el destino póstumo de Rimbaud y el final religioso de todos estos
grandes cadáveres, nos parece urgente proceder a una incineración en regla de
éste, antes que los gusanos de la divinidad se alojen en su cerebro y en su
corazón. Y tal vez sea ya demasiado tarde.
Por
desgracia, una ley fatal quiere que todo lo que fue grande sea, después de la
muerte, presa de esta podredumbre de índole peculiar.
Lautréamont
ha muerto, ¡mal haya de su cadáver! Y ya que su obra está a punto de propiciar
nuevas academias, arrojémosla al fuego.
Y
estemos atentos, atentos para derribar todo nuevo ídolo.
Traducción por Alejo Carpentier.
IMÁN. REVISTA TRIMESTRAL. NÚMERO I. ABRIL, 1931, pp. 97-103.
IMÁN. REVISTA TRIMESTRAL. NÚMERO I. ABRIL, 1931, pp. 97-103.
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