Jorge Cuesta
¿Existe una crisis en la literatura mexicana de vanguardia? Esta pregunta necia ha provocado, aparte de los más o menos irreflexivos síes o noes que sorprendió al periodista, autor de la pregunta, en los escritores que le respondieron de prisa, observaciones más meditadas o menos circunstanciales que merecen que se las considere con detenimiento. Unas se refieren a la literatura de vanguardia y al vanguardismo; otras, a la literatura mexicana y al nacionalismo. De estas últimas me ocupo.
Samuel Ramos y José Gorostiza, dos escritores
jóvenes, han propuesto “una vuelta a lo mexicano”, en cuyos riesgos ya no ha
reparado el señor Ermilo Abreu Gómez, en el momento en que Ramos y Gorostiza
comienzan a desconfiar de ella quizá. El hecho de que su idea se convierta, casi
sin alteración, en idea de Abreu Gómez, ya debe de merecer la desconfianza de
ellos. Pues en eso consiste su riesgo; en que en esto viene a parar. El señor
Ermilo Abreu Gómez ya la hace servir de escudo a la mediocridad y a la incultura.
¿Qué será en manos de quien la tome después? ¿Pero qué ha sido en manos de
quienes ya la tomaron antes? Esa idea no es nueva ciertamente, ni mexicana tampoco;
ya demasiada estupidez se ha amparado con ella. Su antigüedad nacional remonta
al descubrimiento de América; fueron los primeros emigrantes quienes la
trajeron consigo, en busca de un mundo menos exigente para ellos. “La vuelta a
lo mexicano” no ha dejado de ser un viaje de ida, una protesta contra la
tradición; no ha dejado de ser una idea de Europa contra Europa, un sentimiento
antipatriótico. Sin embargo, se ofrece como nacionalismo, aunque sólo entiende
como tal el empequeñecimiento de la nacionalidad. Su sentir íntimo puede expresarse
así: lo poseído vale porque se posee, no porque vale fuera de su posesión; de
tal modo que una miseria mexicana no es menos estimable que cualquier riqueza extranjera;
su valor consiste en que es nuestra. Es la oportunidad para valer, de lo que tiene
cada quien, de lo que no vale nada. Es la oportunidad de la literatura
mexicana.
Que valga lo suyo, que valga lo que todos
tienen, que valga lo que no vale, es lo que exigen quienes se encuentran desposeídos
por la tradición. Gracias a la inversión de conceptos propia de todas las formas
del resentimiento, es a la tradición a la que señalan como desamparada y
desposeída, como inválida. Claman porque haya vestales que vigilen la ininterrupción
de su fuego, como si todavía pudiera ser tradición la llama estéril que entrega
su vigilancia a los veladores de después. Es la tradición quien vela, y quien
prescinde de los que usurpan su conciencia. Para durar, para ser, se vale de
quienes menos la previenen, de quien menos la falsifica. ¿Cuándo se oyó a un
Shakespeare, a un Stendhal, a un Baudelaire a un Dostoievski, a un Conrad, pedir
que la tradición le fuera cuidada y lamentarse por la despreocupación de los
hombres que no acuden angustiosamente a preservarla? La tradición no se
preserva, sino vive. Ellos fueron los más despreocupados, los más herejes, los
más ajenos a esa servidumbre de fanáticos. Quien está más ignorado por la
tradición, más abandonado por ella, luego supone que la tradición depende de
algo como la concurrencia de fieles a su templo; luego predica a los hombres que
cumplan con el penoso deber de auxiliarla, de retenerla; luego dice, como el
señor Abreu Gómez: “los discípulos no se seducen; se merecen”. La tradición es
una seducción, no un mérito; un fervor, no una esclavitud. Por eso no necesita,
para durar, para ser tradición, de las amargas tareas que se imponen los insensibles
a su seducción, a su valor.
Hay dos clases de románticos, dos clases de inconformes;
unos, que declaran muerta a la tradición y que encuentran su libertad con ello;
otros, que la declaran también muerta o en peligro de muerte y que pretenden
resucitarla, conservarla. La tradición es tradición porque no muere, porque
vive sin que la conserve nadie. Pero no es así para estos inconformes, entre
los cuales no existe real diferencia: es el mismo filisteísmo el que ambos
alimentan, así se dividan en protestantes y ortodoxos. En América encontraron
el objeto más adecuado para vaciar su prisión en él. Léanse las relaciones de
los primeros colonizadores americanos, protestantes o jesuitas. Para librarse
de la tradición o para salvarla, América les parece el lugar ideal, mundo plástico
y virgen. En americanismo se convierte su resentimiento contra los valores
europeos tradicionales. Actualmente, la escuela propiamente protestante de estos
rebeldes es la que merece el nombre estricto de americanismo, y la representa
un escritor como Waldo Frank. La escuela propiamente ortodoxa, tradicionalista,
es la que ha sido capaz de dividirse en tantas ramas como naciones se crearon
en el continente; aquí mexicanista, allá guatemaltequista, paraguayista,
argentinista. Lo que las dos tendencias persiguen es romper sus amarras con
Europa, con la tradición, a la que dan por muerta o por sólo viviente en la memoria
que la conserva; a veces, la dan también por encadenada a ella misma, gracias a
supuestas razones biológicas que les permiten proponer: Europa, para Europa.
Quieren sólo librar la medida que los empequeñece, dar valor a la miseria que
poseen, no verse desposeídos de lo que vale. Digo Europa, porque Europa llaman a
esta tradición que rehúyen con el fin de imaginar la que pueden llamar también México
o América. Europeo debían llamar, sí, y europeísta, a su mexicanismo, a su americanismo,
para expresarse sin falsedad. Pero de allí es donde parte su nacionalidad, su
originalidad: de su estrechez de miras. No les interesa el hombre, sino el
mexicano; ni la naturaleza, sino México; ni la historia, sino su anécdota
local. Imaginad a La Bruyère, a Pascal, dedicados a interpretar al francés; al
hombre veían en el francés y no a la excepción del hombre. Pero mexicanos como
el señor Ermilo Abreu Gómez sólo se confundirán al descubrir que, en cuanto al
conocimiento del mexicano, es más rico un texto de Dostoievski o de Conrad que
el de cualquier novelista nacional característico; sólo se confundirán de encontrar
un hombre en el mexicano, y no una lamentable excepción del hombre. Pues esto
les entorpece su tradición nacional, su medida doméstica; les prohíbe hacer
reproches como éste: “La vanguardia mexicana no ha surgido para mejorar ni para
empeorar ningún camino trazado o esbozado por nuestra sensibilidad, por nuestra
mentalidad, por nuestro dolor, por nuestra angustia”; les prohíbe sustituir los
mandatos de la especie con los dictados de la angustia y el dolor del señor
Abreu Gómez. (Por otra parte, también les prohíbe ignorar las materias en las
que se pronuncian con la autoridad que desean; pero no con la que consiguen,
diciendo, por ejemplo de un árbol: “como trasplante, sólo produce frutos entecos,
picados, sin semilla”, cuando deberían saber que es principio elemental de
arboricultura el transplante, para obtener más frutos y más vigorosos).
La tradición no es otra cosa que el eterno mandato
de la especie. No en lo que perece y la limita, sino en lo que perdura y la
dilata, se entrega. Así, pues, es inútil buscarla en los individuos, en las
escuelas, en las naciones. Lo particular es su contrario; lo característico la
niega. Aparte de que sólo la afirma su libertad, cualquier protección, ¿cómo
podría protegerla el nacionalismo que no es sino la exaltación de lo particular,
de lo característico? El nacionalismo equivale a la actitud de quien no se
interesa, sino con lo que tiene que ver inmediatamente con su persona; es el
colmo de la fatuidad. Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo,
sino lo que tiene un valor para mí. De acuerdo con él, es legítimo preferir las
novelas de don Federico Gamboa a las novelas de Stendhal y decir: don Federico,
para los mexicanos, y Stendhal, para los franceses. Pero hágase una tiranía de
este principio: sólo se naturalizarán franceses los mexicanos más dignos, esos
que quieren para México, no lo mexicano, sino lo mejor. Por lo que a mí toca,
ningún Abreu Gómez logrará que cumpla el deber patriótico de embrutecerme con
las obras representativas de la literatura mexicana. Que duerman a quien no
pierde nada con ella; yo pierdo La
cartuja de Parma y mucho más. Me atrevo a advertirlo porque, por fortuna, son
muchos más los mexicanos que, no sintiendo como el señor Abreu Gómez, son incapaces
de decir: “no son grandes (nuestros artistas)... porque son diestros en el manejo
de sus artes, sino porque han sabido rebasar sobre las formas, sobre los
aspectos, el espíritu nuevo de México, el ansia de nuestra sensibilidad”. He
ahí expresado (lastimosamente, como se lo merece) el derecho que se conceden los
mediocres a someter al artista a que satisfaga el ansia de su pequeñez, la cual,
con el fin de dignificarse y justificarse, se ofrece como una ansia colectiva, como
“el ansia de nuestra...” Pero muchos hombres pequeños nunca sumarán un gran
hombre. Vale el artista, precisamente, por su destreza y no por el servicio que
podría prestar a quienes son menos diestros que él. Vale más mientras le sirve a
quien es todavía más diestro. Cuanto vale para los más incapaces es sin duda lo
que tiene menos valor, lo que no dura, lo que no será tradición.
Literatura y nacionalismo, tomado de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica,
octubre de 2003, pp. 4-6.
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