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martes, 13 de noviembre de 2018

Literatura y nacionalismo

 


   Jorge Cuesta 

 ¿Existe una crisis en la literatura mexicana de vanguardia? Esta pregunta necia ha provocado, aparte de los más o menos irreflexivos síes o noes que sorprendió al periodista, autor de la pregunta, en los escritores que le respondieron de prisa, observaciones más meditadas o menos circunstanciales que merecen que se las considere con detenimiento. Unas se refieren a la literatura de vanguardia y al vanguardismo; otras, a la literatura mexicana y al nacionalismo. De estas últimas me ocupo.
 Samuel Ramos y José Gorostiza, dos escritores jóvenes, han propuesto “una vuelta a lo mexicano”, en cuyos riesgos ya no ha reparado el señor Ermilo Abreu Gómez, en el momento en que Ramos y Gorostiza comienzan a desconfiar de ella quizá. El hecho de que su idea se convierta, casi sin alteración, en idea de Abreu Gómez, ya debe de merecer la desconfianza de ellos. Pues en eso consiste su riesgo; en que en esto viene a parar. El señor Ermilo Abreu Gómez ya la hace servir de escudo a la mediocridad y a la incultura. ¿Qué será en manos de quien la tome después? ¿Pero qué ha sido en manos de quienes ya la tomaron antes? Esa idea no es nueva ciertamente, ni mexicana tampoco; ya demasiada estupidez se ha amparado con ella. Su antigüedad nacional remonta al descubrimiento de América; fueron los primeros emigrantes quienes la trajeron consigo, en busca de un mundo menos exigente para ellos. “La vuelta a lo mexicano” no ha dejado de ser un viaje de ida, una protesta contra la tradición; no ha dejado de ser una idea de Europa contra Europa, un sentimiento antipatriótico. Sin embargo, se ofrece como nacionalismo, aunque sólo entiende como tal el empequeñecimiento de la nacionalidad. Su sentir íntimo puede expresarse así: lo poseído vale porque se posee, no porque vale fuera de su posesión; de tal modo que una miseria mexicana no es menos estimable que cualquier riqueza extranjera; su valor consiste en que es nuestra. Es la oportunidad para valer, de lo que tiene cada quien, de lo que no vale nada. Es la oportunidad de la literatura mexicana.
 Que valga lo suyo, que valga lo que todos tienen, que valga lo que no vale, es lo que exigen quienes se encuentran desposeídos por la tradición. Gracias a la inversión de conceptos propia de todas las formas del resentimiento, es a la tradición a la que señalan como desamparada y desposeída, como inválida. Claman porque haya vestales que vigilen la ininterrupción de su fuego, como si todavía pudiera ser tradición la llama estéril que entrega su vigilancia a los veladores de después. Es la tradición quien vela, y quien prescinde de los que usurpan su conciencia. Para durar, para ser, se vale de quienes menos la previenen, de quien menos la falsifica. ¿Cuándo se oyó a un Shakespeare, a un Stendhal, a un Baudelaire a un Dostoievski, a un Conrad, pedir que la tradición le fuera cuidada y lamentarse por la despreocupación de los hombres que no acuden angustiosamente a preservarla? La tradición no se preserva, sino vive. Ellos fueron los más despreocupados, los más herejes, los más ajenos a esa servidumbre de fanáticos. Quien está más ignorado por la tradición, más abandonado por ella, luego supone que la tradición depende de algo como la concurrencia de fieles a su templo; luego predica a los hombres que cumplan con el penoso deber de auxiliarla, de retenerla; luego dice, como el señor Abreu Gómez: “los discípulos no se seducen; se merecen”. La tradición es una seducción, no un mérito; un fervor, no una esclavitud. Por eso no necesita, para durar, para ser tradición, de las amargas tareas que se imponen los insensibles a su seducción, a su valor.
 Hay dos clases de románticos, dos clases de inconformes; unos, que declaran muerta a la tradición y que encuentran su libertad con ello; otros, que la declaran también muerta o en peligro de muerte y que pretenden resucitarla, conservarla. La tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie. Pero no es así para estos inconformes, entre los cuales no existe real diferencia: es el mismo filisteísmo el que ambos alimentan, así se dividan en protestantes y ortodoxos. En América encontraron el objeto más adecuado para vaciar su prisión en él. Léanse las relaciones de los primeros colonizadores americanos, protestantes o jesuitas. Para librarse de la tradición o para salvarla, América les parece el lugar ideal, mundo plástico y virgen. En americanismo se convierte su resentimiento contra los valores europeos tradicionales. Actualmente, la escuela propiamente protestante de estos rebeldes es la que merece el nombre estricto de americanismo, y la representa un escritor como Waldo Frank. La escuela propiamente ortodoxa, tradicionalista, es la que ha sido capaz de dividirse en tantas ramas como naciones se crearon en el continente; aquí mexicanista, allá guatemaltequista, paraguayista, argentinista. Lo que las dos tendencias persiguen es romper sus amarras con Europa, con la tradición, a la que dan por muerta o por sólo viviente en la memoria que la conserva; a veces, la dan también por encadenada a ella misma, gracias a supuestas razones biológicas que les permiten proponer: Europa, para Europa. Quieren sólo librar la medida que los empequeñece, dar valor a la miseria que poseen, no verse desposeídos de lo que vale. Digo Europa, porque Europa llaman a esta tradición que rehúyen con el fin de imaginar la que pueden llamar también México o América. Europeo debían llamar, sí, y europeísta, a su mexicanismo, a su americanismo, para expresarse sin falsedad. Pero de allí es donde parte su nacionalidad, su originalidad: de su estrechez de miras. No les interesa el hombre, sino el mexicano; ni la naturaleza, sino México; ni la historia, sino su anécdota local. Imaginad a La Bruyère, a Pascal, dedicados a interpretar al francés; al hombre veían en el francés y no a la excepción del hombre. Pero mexicanos como el señor Ermilo Abreu Gómez sólo se confundirán al descubrir que, en cuanto al conocimiento del mexicano, es más rico un texto de Dostoievski o de Conrad que el de cualquier novelista nacional característico; sólo se confundirán de encontrar un hombre en el mexicano, y no una lamentable excepción del hombre. Pues esto les entorpece su tradición nacional, su medida doméstica; les prohíbe hacer reproches como éste: “La vanguardia mexicana no ha surgido para mejorar ni para empeorar ningún camino trazado o esbozado por nuestra sensibilidad, por nuestra mentalidad, por nuestro dolor, por nuestra angustia”; les prohíbe sustituir los mandatos de la especie con los dictados de la angustia y el dolor del señor Abreu Gómez. (Por otra parte, también les prohíbe ignorar las materias en las que se pronuncian con la autoridad que desean; pero no con la que consiguen, diciendo, por ejemplo de un árbol: “como trasplante, sólo produce frutos entecos, picados, sin semilla”, cuando deberían saber que es principio elemental de arboricultura el transplante, para obtener más frutos y más vigorosos).
 La tradición no es otra cosa que el eterno mandato de la especie. No en lo que perece y la limita, sino en lo que perdura y la dilata, se entrega. Así, pues, es inútil buscarla en los individuos, en las escuelas, en las naciones. Lo particular es su contrario; lo característico la niega. Aparte de que sólo la afirma su libertad, cualquier protección, ¿cómo podría protegerla el nacionalismo que no es sino la exaltación de lo particular, de lo característico? El nacionalismo equivale a la actitud de quien no se interesa, sino con lo que tiene que ver inmediatamente con su persona; es el colmo de la fatuidad. Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo, sino lo que tiene un valor para mí. De acuerdo con él, es legítimo preferir las novelas de don Federico Gamboa a las novelas de Stendhal y decir: don Federico, para los mexicanos, y Stendhal, para los franceses. Pero hágase una tiranía de este principio: sólo se naturalizarán franceses los mexicanos más dignos, esos que quieren para México, no lo mexicano, sino lo mejor. Por lo que a mí toca, ningún Abreu Gómez logrará que cumpla el deber patriótico de embrutecerme con las obras representativas de la literatura mexicana. Que duerman a quien no pierde nada con ella; yo pierdo La cartuja de Parma y mucho más. Me atrevo a advertirlo porque, por fortuna, son muchos más los mexicanos que, no sintiendo como el señor Abreu Gómez, son incapaces de decir: “no son grandes (nuestros artistas)... porque son diestros en el manejo de sus artes, sino porque han sabido rebasar sobre las formas, sobre los aspectos, el espíritu nuevo de México, el ansia de nuestra sensibilidad”. He ahí expresado (lastimosamente, como se lo merece) el derecho que se conceden los mediocres a someter al artista a que satisfaga el ansia de su pequeñez, la cual, con el fin de dignificarse y justificarse, se ofrece como una ansia colectiva, como “el ansia de nuestra...” Pero muchos hombres pequeños nunca sumarán un gran hombre. Vale el artista, precisamente, por su destreza y no por el servicio que podría prestar a quienes son menos diestros que él. Vale más mientras le sirve a quien es todavía más diestro. Cuanto vale para los más incapaces es sin duda lo que tiene menos valor, lo que no dura, lo que no será tradición.

 Literatura y nacionalismo, tomado de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, octubre de 2003, pp. 4-6.


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