Adolphe de Falgairolle
Salí
de Saint Nazaire, en calidad de periodista, un día de precoz primavera francesa
“cap a La Habana”, como dicen los marinos del país (o los catalanes). Y no lo
lamento, puesto que entre los votos aceptados por unanimidad en el VII Congreso
de la Prensa Latina (en donde yo tenía también el honor de representar a Su
Alteza Serenísima el Príncipe de Mónaco) se presentó el de componer una lista
de periódicos latinos susceptibles de publicar artículos sobre libros
publicados por autores y editores latinos. Naturalmente, yo hice inscribir a la
cabeza de la lista LA GACETA LITERARIA. Dicho esto, como periodista, lo que me
interesaba más era la visita a los intelectuales cubanos. Quizá el deber de los
periodistas, sobre todo en un Congreso de Prensa, consiste en no asistir a
todas las sesiones, y más cuando el dicho periodista ha delegado a su otro yo,
a su colaboradora, a fin de traducir al francés las deliberaciones expuestas
por los cubanos y que los congresistas franceses no entienden en español. Así,
pues, yo dediqué todos mis instantes a ponerme en contacto con nuestros colegas
cubanos.
Debo transmitir el reflejo de las curiosidades
francesas, italianas, belgas y rumanas en este Congreso; todos los enviados por
dichos países se preguntaban ansiosamente lo que pasaba en Cuba. ¿Cómo sería
esta República, nacida, sacada a luz con los forces del vientre maternal de la
inmensa y generosa España, madre de la civilización americana? Cuba, más que
cualquier otra nación de América-Hispana, representaba para ellos, a priori, lo
que los Estados Unidos debían haber hecho con un antiguo territorio español. Y
si temían las trazas de los yanquis en los cubanos, deseaban vivamente encontrar
en Cuba las señales de la gigantesca grandeza del primer país europeo que llevó
hasta los límites extremos la civilización mediterránea. Los periodistas del
viejo mundo sintieron algo de curiosidad por la parte moderna, por la rápida
extensión de La Habana, pero lodos preguntaban insistentemente por la vieja cátedra
española. A su vez, los europeos que he nombrado han descubierto el problema
del trazado del meridiano hispanoamericano. Lo aprendieron de una manera
bastante enérgica: durante el curso de las sesiones del Congreso, los
periodistas hispanoamericanos quisieron controlar el poder de estos enviados
europeos de la Prensa latina y hubo algo de tumulto. Los europeos han
descubierto la América... periodística que no quiere recibir ninguna orden de
Europa.
La parte opuesta, es decir, el acuerdo, a
causa de la lengua común, entre la mentalidad cubana y la mentalidad española
me ha parecido bien aparente. No sé si mis colegas la habrán apercibido, y ni siquiera
sé si es, exacta. El ritmo de la vida en Cuba me recordaba el de España. La
misma acogedora franqueza, el mismo deseo de conocer las cosas nuevas de todas
partes, la misma intensidad de acción, el desdén por la duda, el gusto y el
valor de la aventura intelectual con escasos medios materiales muchas veces, un
orgullo muy simpático —lo que explica que los yanquis no han colonizado todavía
Cuba, como decían ciertos cronistas mal informados— y también el apasionamiento
personal en la discusión, el deseo de exponer sus convicciones en literatura y
en arte; en fin, una España elevada a la décima potencia a causa de la latitud
y del calor. Un madrileño sentirá quizá otra clase de impresiones, pero éstas
son las que yo he visto y sentido.
¡Con cuánto interés encontré a un ministro de
cierta edad: Martínez Ortiz, desposeído de esta vieja mentalidad de funcionario
de tantos señores ministros de Francia! ¡Qué inteligencia y
qué sencillez en su acogida! Su cultura es vasta, pero muy cubana también, y
gusta del folklore negro, pues si la Revolución Francesa lanzó el principio de
igualdad entre hombres de diferente color, yo he visto su aplicación en Cuba en
el dominio literario y, sobre todo, en el dominio musical. Alexis (sic) Carpentier, con
quien tuvimos el gusto de regresar a París (donde daremos a conocer su hermosa novela
sobre la vida de los negros de los ingenios), nos reveló la música y los cantos
negros, y sin creer que La Habana esté poblada de negros, sabiendo que existen
muchos más blancos, he sentido por mi parte, escuchando a los negros, la impresión
de descubrir una especie de reino local, algo así como una Provenza en Francia
centralista. Luego tuve el placer de almorzar con los minoristas, en compañía
de Gonzalo Zaldumbide, el ministro del Ecuador en París y, sobre todo, talentoso
escritor, que hace gustar en Francia la América hispana. Estas reuniones de
minoristas son un baño refrescante, en el que las discusiones de los verdaderos
valores literarios ocupan constantemente. ¿Algo así como el espíritu del Ateneo?
Quizá; pero esta necesidad de examen tan hispánica llega hasta el heroísmo en este
país, en el que el lujo, el confort, el clima tienden a una pasividad criolla y
a una aceptación fácil de obras literarias mediocres. Nunca ponderaremos
bastante el beneficio de la obra emprendida (con diversas modalidades) por los
José Mañac (sic), Fernando de Castro (sic) (que dirige de una manera muy
altruista la página literaria del muy burgués "Diario de la Marina");
Ichazo (sic), autor del espléndido "Góngora"; Massaguer y Roig, que hacen
de su "Social" un órgano de primer orden; José Talent (sic) y Manuel
Aznar, tan conocido en Madrid. ¡De qué vida próspera gozan órganos como
"Bohemia" y "Carteles", que tienden la mano al gran público
con evidentes intenciones literarias. Estos jóvenes (olvido muchos nombres) son
antiimperialistas, lo que no tiene nada de sorprendente entre coloniales
libertados. Mañana, si la frontera de la lengua no existiese, las colonias inglesas
u otras podrían reclamar su independencia intelectual. La actitud
anti-imperialista de los minoristas cubanos es la salvaguardia de la integridad
de las Repúblicas hispanoamericanas. Cuando estos jóvenes suban al Poder, no
permitirán que los yanquis amenacen Nicaragua. Hoy día, nosotros, europeos,
hemos aprendido mucho con su contacto. Ellos enseñaron a los franceses y a los
belgas, sorprendidos, sus magníficos periódicos y su vida profesional, mil veces
mejor organizada y próspera que la suya. Si la libertad de pensamiento cuesta a
veces cara en América; si tal o cual periodista debe ir a la cárcel por un exceso
de libertad de pensamiento, encuentro al lado de esto una situación de hecho
infinitamente mejor en cuanto a consideración, influencia y retribución. Por lo
que toca a la censura gubernamental, ¡quién sabe si es más o menos estrecha que
la que ocultamente, y ejercida por administradores de periódicos franceses,
imponen a veces a sus colaboradores directivas más estrechas que la estancia de
quince días en una prisión! Y nada entre nosotros puede compararse con esta
maravillosa epopeya intelectual, de la que nos hablaban nuestros amigos
cubanos; este espléndido resorte de Méjico, en el que un Charlot, un Diego
Ribera encuentran voluntarios para guardar, fusil en mano, los nuevos frescos
que acaban de terminar y que tanto chocan a los burgueses. Hablando de Maroto,
que en su arte tiene algo de la síntesis y de la violencia directa de las obras
maestras del nuevo Méjico; hablando de Maroto con los minoristas que comparten
nuestra admiración, hemos entrevisto el desarrollo inopinado de las Artes y de
las Letras bajo el principio de esta libertad de los autóctonos realizada en
Méjico. Y Cuba entonces, Cuba, ya tan rica en sentimiento moderno, Cuba nos ha
aparecido como la primera etapa, la más resplandeciente puerta abierta al nuevo
mundo de civilización americanizada y de lengua española.
La gaceta literaria, Madrid, 15 de mayo de 1928, núm. 34, p. 4.
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