Vizconde de Lascano Tegui
¿Entrada al libro de caja de un solterón?
Hace tiempo que han dejado de estar a la moda,
los guantes blancos. Sin embargo, la última de mis amigas traía, esta tarde, un
par inmaculado de guantes blancos. Durante las horas que pasamos juntos en el
cuarto desmantelado del hotel de barrio, mis ojos volvían hacia algo anormal y
que escapaba a la lógica y a la estética de esa cámara banal, perfumada a
tabaco como el bolsillo de un sobretodo. Era el par de guantes de mi amiga,
exánimes sobre la chimenea. ¡Intachables guantes blancos!...
Evocaban la conciencia de otra época o el
romanticismo de salón y de actitud, que desde la muerte de Bécquer o desde el pistoletazo
de Larra, se ha ido alejando de las grandes ciudades hacia los corazones de
provincia. Ese par de guantes, era el de una novia, como podía ser también el
de una tierna esposa, que los conservaba intactos, para arrojarlos a la cara de
su marido el día en que concibiera la primera duda, o, a la cara de su amante en
cambio, el día en que la engañara.
La amiga de esta tarde —creo que se llamaba
Marta— había aparecido en mi vida como aparecieron miles de enfermeras durante
la guerra, y otras mil mujeres que aspiraban a conducir camiones con material
sanitario. Tenía como ellas, la bondad a flor de piel y el apropósito, sobre el
seno, como en las nodrizas.
Una
vez, me dijo, mientras se peinaba:
—Los miopes y los hombres viejos, aman siempre
a una mujer rubia. Los ojos gastados, sólo perciben las cabelleras luminosas.
Marta peinaba sus largos cabellos rubios. La
miré y sentí toda la verdad de la observación. Yo no era miope. Era un hombre viejo.
Había preferido una rubia...
Me quedé pensativo.
Una hora, después, tuve miedo de quedarme
solo. Me acuerdo que en el diálogo que tendí, de mala fe para retener a mi
amiga, le dije:
—Al irte ayer, no te diste vuelta a saludarme. Te vi perderte en
la calle y al llegar a la esquina, doblaste, sin hacerme una seña. Yo me había
quedado en la puerta de calle...
—No dices la verdad —repuso Marta— te dije adiós,
varias veces, con la mano, en el momento de doblar la esquina.
Al día siguiente, le repetí la escena:
—Ayer tampoco tuviste la bondad de hacer un gesto.
Vi alejarse tu coche, y tú no cambiaste de postura. Vi tu nuca, tu sombrero en
alto. No moviste el cuerpo. ¿Por qué no diste vuelta la cara?... Eres una
madame Bovary, que olvida...
Mi amiga meneó la cabeza, sonrió como las
rubias sonríen entre los celajes rosas del crepúsculo.
Hoy mi amiga se despidió afectuosamente.
¿Querría reparar la falta de los días anteriores? No lo sé. Pero no bien se
alejó el coche, vi que no reparaba el olvido y que este era un pliego
cotidiano. No
daba vuelta la cara. Nada se movía en la sombra obscura del automóvil. Estaba
en lo cierto, por mis suposiciones. Marta se entretenía conmigo. Pasaba unas
horas amables junto a mí, y eso era todo. Pero, no me quería.
De pronto, algo raro surgió por la portezuela.
Me imaginé que echaban un paquete fuera. Pero, no. A la luz de los faroles, vi
la mano de Marta. Era bien su mano enguantada de blanco. Afectuosa y tierna
mano de mi amiga compasiva. Si, se había comprado un par de guantes blancos
para que pudiera seguir su rastro a lo lejos y no me escaparan sus señas...
Había tenido una idea encantadora... ¿Su bondad pudo prever el daño? No lo creo.
Aquí comienza este libro de memorias. Hoy, que me siento viejo. Hoy cuando
necesito que mis amigas se pongan un guante blanco para comprender que me dicen
adiós a la distancia, corrigiendo con la luminosidad de su mano, la fatiga de
mis ojos, que como van perdiendo el azogue, tienen una sonrisa de esfuerzo atenuada
que los hace más seductores.
Esa
mano, enguantada de blanco, lleva el ansa en el entierro del solterón
empedernido.
Yo dedico este libro a ese guante blanco,
pasado de moda, como mi amor y como mi persona.
Fragmento inicial de "Mis amigas. Se murieron", relato publicado en la revista Imán, dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción. París, núm. 1, abril de 1931.
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