José Antonio Fernández de Castro
¿Quién hubiera podido suponer en este poeta
–reverso e imagen, de Kipling joven- un imitador del gesto de Werther y de
Larra, de Nerval y de Yessenin? Mayakovski, como el último poeta citado,
compatriota suyo y de su misma generación literaria, no perdió nada con la
Revolución. Al contrario, ganó mucho. A diferencia del ex marido de la Duncan,
sí era un revolucionario, al menos dentro de la órbita literaria. Si Trotsky al
referirse al suicidio de este pudo establecer la antítesis de cualidades,
diciendo que era Yessenin, “íntimo, tierno, lírico”, mientras que la Revolución
es “pública, épica, catastrófica”, nunca tres adjetivos pudieron ser aplicados
con más exactitud a Mayakovski. Éste sí que era público, épico y… catastrófico.
Se explica que la Revolución haya destrozado a Yessenin, pero ¿a Mayakovski?
¿Qué motivos pudieron existir para que un
hombre como el futurista de 1912, el niño-agitador de 1908, el preso de 1910,
el anti-militarista de 1914, el combatiente de 1917, el propagandista de la
Rosta, el apasionado de siempre por la lucha proletaria, saliera de este mundo,
como aquel otro cantor tan tiernamente lírico?
No tenía el poeta que acaba de suprimirse más
que 36 años. Antes de apretar el gatillo del arma liberadora, escribió unas
cuantas líneas que finalizaban: Terminado el incidente.
Cabe una duda. ¿Se refería Mayakovski al
“incidente” inmediato de su eliminación voluntaria de la Tierra, o a la
terminación total, un poco brusca, de su vida entera de hombre. De hombre,
fijémonos bien, nacido en los postreros años del siglo XIX, criado en la Europa
de avant-guerre, de temperamento dionisíaco por sus condiciones físicas,
apasionado de una causa noble, pero quizás acostumbrado –mal acostumbrado,
desde luego- a ciertas satisfacciones corporales que no podía llenar en un
medio social completamente renovado.
Yessenin escribió su último poema con sangre
de sus propias venas. Mayakovski redactó antes de suicidarse un pequeño alegado
contra el suicidio. “Yo bien sé, amigos míos, que esta no es forma de
solucionar ningún problema, y menos para un revolucionario. Pero no tengo más
remedio que utilizarla. El único consuelo que me llevo es ustedes continuarán
trabajando por hacer un mundo mejor”. Siempre el propagandista.
La noche antes de su muerte –dijeron los
cables- estuvo en una orgía. Lo amaban dos mujeres. Quizás, si él amaba a dos
mujeres. Una, la de siempre. La otra, la nueva. La misma que la de siempre. No
obstante el poeta se apartaba de la “línea general”. El Partido (así con P
mayúscula) lo vigilaría. Su vida, su vida egoísta de poeta, estaba contra el
Partido. Y el hombre, hombre de Partido, antes de traicionarlo, traicionó a su
vida.
Además Mayakovski creía que pensaba en
dialéctica. Hay que pensar en dialéctica en nuestros días, dice un personaje de
Arosev. Y Vladimiro Mayakovski razonó: Tesis: Una mujer. Antítesis: Dos
mujeres. Síntesis: Ninguna mujer. Todavía más: La antinomia irreductible de “yo
bien sé, amigos míos, que el suicidio no resuelve nada”, la solucionó
contradictoriamente… Apelando a él y protestando de él. Pura dialéctica
materialista, pero de la clase, tan personal, que aplicaba en su poema 150 000 000. La misma que le combatía Trotsky.
El suicidio de Mayakovski ha sido considerado
en todo el territorio de la URSS como una desgracia nacional. Más de 750, 000
personas desfilaron por delante de su ataúd “rojo como la sangre” expuesto en
la Casa de los Escritores de Moscou, donde hasta poco antes de su muerte, según
el testimonio de Álvarez del Vayo, tronaba el poeta, emitiendo en alta voz sus
juicios y opiniones sobre todas las cosas humanas.
Como el suicidio constituye una gravísima
transgresión en el rígido código ético de los comunistas –el mismo Mayakovski
criticó la “cobardía” de su delicado amigo Yessenin a raíz de la muerte
voluntaria también de este noble poeta-, fue objeto de numerosas discusiones,
entre los dirigentes de algunos periódicos especialmente destinados a la
juventud soviet, la forma en que se daría a la publicidad la noticia del
suicidio del poeta que con Demyan Biedny compartía la admiración y el afecto de
150 000 000 de hombres. Fue, precisamente este último, quien halló la
“fórmula”: Mayakovski se había quitado la vida en un momento de locura
transitoria.
Que Mayakovski procedió correctamente, nos lo
dicen los 100 000 asistentes a su entierro. Muchos de ellos pelearon junto al
hombre en los días de Octubre. En la guerra civil, en la épica lucha contra
Wrangrel, Denikin, Koltchak; contra Inglaterra, Francia, Japón, los Estados
Unidos; en la guerra contra Polonia, vieron como actuaba el hombre y el poeta.
El militante. La mayor parte se saben sus cantos de memoria. Y si ellos,
hombres de Partido, soldados como el poeta suicida, los absolvieron, ¿cómo
puede nadie echarle en cara ese modo de salirse de la vida? Yo, por mi parte,
lo justifico. Hubiera hecho lo mismo.
Fragmento final de “Sobre Mayakovski, poeta y
suicida” (1930), recogido en Órbita de José Antonio Fernández de Castro, Colección Órbita, Ediciones
Unión, La Habana, 1966.
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