Conocí a Barba Jacob en 1925 -segunda estadía
suya en Cuba- en un café de la plaza del Polvorín. Me lo presentó Avilés
Ramírez a quien por cierto advirtió el poeta que no lo llamara nunca más
Arenales, ya que éste había muerto para siempre poco antes. Vestía Barba
pantalón de paño negro y saco de dril blanco, y entre el índice y el mayor de
la diestra sostenía dos cigarrillos -uno negro y otro blanco- que fumaba al unísono
con estudiado ademán. Su rostro moreno y acaballado en el que relucían dos ojos
de mirar intenso, ora burlón, ora siniestro -diabólico a ratos-, su figura
enteca y larguirucha, de hombre que parece que va a desarmarse, me lo hicieron
de primera intención antipático, repulsivo quizás. Mas apenas trabamos conversación
la magia seductora de su verbo me conquistó plenamente, y me trocó después en
uno de los más fervientes admiradores de su talento enorme, de su personalidad
poderosa y sugestiva y de su poesía genial que será imperecedera mientras se
hable en el mundo el idioma castellano. Y eso a pesar de los mil y un pequeños
y grandes defectos –así los llama el vulgo- que hube de conocerle, al tratarle
íntimamente entonces y, más tarde, en 1930, la tercera y última vez que vino a
Cuba.
De las andanzas que compartimos en 1925, cuando
llevaba una vida poco menos que bohemia, y de las relaciones estrechas que con
él mantuve en 1930 cuando, con un grupo de amigos entrañables, pude brindarle un
poco de protección, recuerdo cien detalles pintorescos que pudieran servir para
ayudar a comprender la psicología anómala de este grande hombre, sincero,
despreocupado y con ribetes de cínico a veces. Porque no de otra suerte puede
calificarse la boutade del poeta
cuando me contaba el epílogo de uno de los muchos aprietos en que le pusiera su
mal soportada penuria. Adeudaba cerca de $ 300 al hotel en que vivía, y el
encargado del mismo le invitó a firmar un cheque -sin fondos, desde luego-, a
lo que accedió Barba sin pararse a meditar en las posibles consecuencias
judiciales de aquella firma. Baste decir que, para librarlo de ellas, fue menester
la intervención de amigos influyentes. El hospedero retiró la acusación con tal
de que el poeta se mudara, y hasta le pidió su autógrafo al despedirse de él. Y
comentaba Barba Jacob: «¿Habráse
visto descaro? ¡Pedirme el autógrafo! ¿Qué más autógrafo que el cheque
que le di hace días?».
«En Cuba, solía decir, no se muere uno de
hambre; siempre encuentra el amigo que le da un peso para pasar el día: pero
cincuenta pesos juntos para marcharse, ¡nadie los da!» Y esto, cuando su falta
de dinero le impedía continuar su eterna peregrinación por tierras de América a
que lo condenaran, además de su espíritu errante, la expulsión de México, la
tierra que amó acaso más que a la suya propia. Cierto que su indiferencia en
cuestiones monetarias llegaba a extremos como el que sigue: levantado el
aludido destierro y anheloso de retornar a tierra azteca, sus amigos y
admiradores, que no éramos pocos, le reunimos el importe del pasaje y se lo entregamos.
Recuerdo que yo le di en mi casa una comida de despedida. Barba desapareció;
todos lo hacíamos rumbo a México cuando a los tres días... le vimos reaparecer
más alegre que unas pascuas y con el rostro picaresco de un muchacho que ha
hecho una travesura. «¡Cómo! ¿No se marchó usted? ¿Y el
dinero?» «Me lo bebí en tres deliciosas parrandas», fue la respuesta descarada.
Hubo que recomenzar la colecta, no sin antes tomar las precauciones debidas para
que diera al fin con sus huesos pecadores en la tierra que tan bien cantara en
la «Elegía de Sayula».
Y ¿qué no decir de otros mil trozos de su vida
rica en incidentes, acontecimientos en los que fuera espectador a veces y otras
actor? Tales, el crimen del Aguacatal, el crimen del Hotel Humboldt, el timo de
la biografía de Carranza, en que burlara la beocia de un político apodado el
Indio Verde, la venganza infligida a otro Pacheco
que, habiéndole negado auxilio en un momento de indigencia tuvo que usarlo más
tarde para que le escribiera un manifiesto, y Barba -Arenales entonces- se vengó
propalando en acróstico hecho con los capitales de los párrafos, que el autor
del escrito no era el politicastro del cuento. Sus peripecias en Centroamérica,
en la frontera de México y los Estados Unidos, en Colombia antes de su partida
y durante los años que allí residió a su regreso, llenarían un libro de
aventuras interesantísimo. El escabroso relato de su rapto de Pis-Pis -«fui
Eva y fui Adán», afirma en un poema-, el marinerito de los ojos verdes -«todos
los ojos verdes», me decía, ya de hombre, ya de mujer, me perturban, me hacen
temblar»- está lleno de un humorismo y una ironía deliciosos. Es lástima que no
pusiera por escrito todo ese caudal de experiencias que de manera tan perfecta,
tan sugestiva sabía contar.
Arévalo Martínez en «El hombre que parecía un
caballo» nos dice de la estudiada elegancia de Barba Jacob en sus tiempos de
opulencia. Nunca desmintió su coquetería en el vestir y el acicalarse. En mi
diario trato con él observé más de una vez que, entre las piezas de su
dentadura completa, al comienzo del día se destacaba un incisivo intensamente
blanco, como de porcelana nueva; y al cabo del día ese mismo diente se veía
pardusco y sucio. Aquello me intrigaba sobremanera, hasta que un día en que fui
a su hotel acompañado de Raúl Roa, descubrimos pasmados que le faltaba el
diente; y fue mayor nuestra sorpresa al ver que Barba, delante del espejo y sin
más instrumento que un palillo de dientes, se lo reconstruía ¡con un pedazo de
algodón! Quedó, pues, explicado el enigma del cambio de color, pero nunca
supimos de qué se valía para sostener aquel pedazo de algodón en su sitio
después de sufrir el embate de dos o tres comidas copiosas.
Si la necesidad de vivir —y de vivir bien— lo
llevaron en sus últimos años a vender su pluma insigne a causas repulsivas y
siniestras, soy testigo de que mucho tiempo resistió a la tentación. Si a la
postre sucumbió, acaso tengan su parte de responsabilidad quienes desde las
alturas no quisieron ayudarle oportunamente para que su debilidad de perdulario
genial encontrara un rodrigón liberador. Él ya nos ha dado sus versos
inmortales, ¿qué más pedirle? Su vida, sabemos lo que tenía que ser. En «El Son
del Viento», con desolada sinceridad se desnuda, y allí —no lo olvidemos— nos
dice: «Vine al torrente de la vida / en Santa Rosa de Osos / una medianoche
encendida / con astros de signos borrosos».
Grafos, La Habana, marzo de 1942; tomado
de José Zacarías Tallet. Poesía y prosa,
La Habana. Letras Cubanas, 1979, pp. 270-73.
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