Una vía de agua producida no se sabe por qué,
en el casco de un barco que venía del fondo del Golfo con el envío artístico
que a Saint Louis hiciera Cuba, ha destruido rápidamente, vulgarmente, prosaicamente, toda la obra de Romañach,
nuestro pintorazo laureado en el
extranjero.
Ha sido una noticia brutal, anonadante, que
hace pensar en la existencia de un Dios de lo Estúpido, cruel e iracundo con los
que levantan la cabeza sobre las multitudes, especie de nihilista enconado
e implacable con la aristocracia
intelectual. Como se ahoga a las alimañas en el fondo de una bodega, como se hace podrir una carga de cosas
vulgares para engordar la materia, ha
acabado este demiurgo malvado con lo que
de más fino, más alto y puro tenía el
arte nacional.
El artista, dice Guyau, no finge sino para
hacernos creer que no finge. Pero al
cabo de contemplar su obra algún tiempo,
olvidamos la máxima y caemos por entero en el engaño. Observamos a los personajes
de los cuadros admirados, concediéndoles inconscientemente cierta personalidad:
nos familiarizamos con algunos, llegan a atraernos unos ojos insistentes,
odiamos a determinados personajes; después de una ausencia tenemos que
contenernos para no saludarlos como a antiguos conocidos. No nos atreveríamos a
cometer una mala acción teniendo a esas figuras pintadas por testigos... Inútil
es que me digáis que os importarían tanto como un mueble cualquiera, un secretaire o una silla.
Los cuadros de Romañach eran amados sinceramente
por nuestro público. ¿Qué cabeza de mujer cubana no se ha detenido sorprendida
y turbada hondamente, ante la escena de terrible realismo que en un tugurio componen
una niña y una vieja? ¿Quién, entre los que han visto su otro gran lienzo, Abandonada,
no se ha identificado con el dolor hondo y sin reparación posible, de aquella
madre que ha dejado un momento el trabajo para llorar?
Pero si así aman las obras de Romañach los sinceros,
los de la turba, también triunfa de los analistas, de los escrutadores fríos
que no se conmueven por una composición simpática. Precisamente es el voto de
los técnicos el que ha decidido su gran nombre: porque su arte, sobre ser sabio
como el de Rubens, es salvajemente viril e impetuoso como el de Velázquez. Fue
él quien nos trajo a Cuba una racha del arte naturalista que aquí no conocíamos
—¡triste es decirlo!— hasta su Convaleciente,
expuesta en un saloncito de esta ciudad; fue él quien enseñó a las cabezas
frescas la teoría clásica, siempre vivida, de hacer morbideces y delicadezas de
piel cuidada con sólo planos montando sobre planos: fue él quien haciendo
tambalear las ideas estéticas, tropicales, hizo ver que la Belleza —que es un
seudónimo que usa la Verdad— no estaba en las carnes de nácar de Puvis de Chavannes
y Bouguereau, sino en las carnes grasas y sucias que hacen adivinar el músculo
y debajo el hueso, en las obras de Mancini y Michetti.
Siete son los cuadros que ha perdido
Romañach: uno de ellos, Abandonada,
apenas lo conoció la Habana. No lo quiso exponer nunca, atacado, a poco de
haberlo concluido, de un acceso de descorazonamiento y murria, de esos que
forzosamente han de padecer los artistas en estas tierras poco hospitalarias
para los elegidos.
Era, a mi juicio, su mejor obra. Hecho en un período
de maduración más completa —porque en los seis o siete años que median desde
sus cuadros de Roma a Abandonada, el
artista ha triplicado sus fuerzas —está construido con una conciencia poderosa
de la técnica, una honradez sincera respecto a la anatomía, y sobre todo, lo que
es su excelencia, una justeza pasmosa del color.
Abandonada
es un cuadro de grandes dificultades vencidas. Sobre el brazo de la máquina de
coser ha caído en un momento de abatimiento la pobre cabeza atormentada, oculta
la cara entre las manos retorcidas. Un niño de carnes aurorales duerme al pie. Nada
más. Pero el ambiente de tristeza gris que flota en torno, las manos que se
aprietan los dedos una con otra, el encaje de la cabeza sobre los hombros, sólo
eso —porque el cuadro es de una sobriedad valiente en que no han entrado
recursos de efecto— dicen que aquellos ojos que no se ven, lloran a raudales en
silencio, y que aquella boca escondida debe hacer preguntas muy amargas al Dios
omnipotente que no quiso acordarse de ella. Las manos de este cuadro, y la
figura del baby, que a pesar de ser
de un tono dulce no deja de participar de la bruma del fondo, valen por sí solos
muchos laureles y dineros. Una armonía de color admirable, una armonía que corre
desde los ocres cálidos hasta los muertos verdes, hace, por último, un capolavoro completo de este cuadro.
A más de La
Convaleciente y Abandonada, ha
perdido Romañach cinco cabezas de estudio. Dos de ellas son de su primera
época, copian tipos italianos: una cabeza de vieja, propiedad del señor Raimundo
Cabrera, y un tipo delicioso de niña transtiberina, que poseía el doctor
Albarrán.
De las otras sobresale el retrato del pintor
Hevia. Era uno de los lienzos que mostraban por entero su manera actual: robusto
de líneas, jugoso de pinceladas, bien entonado y un tanto en boceto todavía,
recuerda la construcción de los Profetas de Sargent, el americano ilustre.
Nuestro gran pintor está en plena explosión de
vida, y su desgracia no ha de quebrantarlo para nuevas empresas. En boceto tiene
dos grandes cuadros: el uno copia una escena triste en una casa de préstamos, y
se titulará probablemente La última prenda; el otro será un pedazo de la vida
al aire libre, una impresión tomada en los muelles con unos cuantos torsos
hercúleos al descubierto y un lampo de esmalte azul al fondo. Tiene el gran
preservativo para no agotarse por la indiferencia ambiente: el aislamiento; el
mismo remedio que hacía infatigables a los anacoretas de los primeros siglos. A
treinta varas del suelo, en una especie de palomar, donde no se escuchan los
ruidos de los carretones, y sin más testigo que el mar abierto frente a su balcón,
pinta para sí, para el arte, sin pensar en vender lo que hace ni en satisfacer
gustos pueriles.
Y hace bien en mantenerse como las águilas, en
el hueco de su peña, sin bajar al llano más que para lo necesario. Somos muy
pocos los que nos hemos enterado de eso de la vía de agua… En España se quemó
hace unos doscientos años La Expulsión de
los Moriscos de Velázquez, y todavía se lamenta...
Abril, 1905.
Se reprodujo en Crítica de Arte. Colección póstuma publicada por la Academia Nacional de Artes y Letras, La Habana, 1914, pp. 399-404.
Imagen: "A la fuente", La Ilustración Artística, 23 de febrero de 1914.
Se reprodujo en Crítica de Arte. Colección póstuma publicada por la Academia Nacional de Artes y Letras, La Habana, 1914, pp. 399-404.
Imagen: "A la fuente", La Ilustración Artística, 23 de febrero de 1914.
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