Jesús Castellanos
Bajo la galante hospitalidad de un gran periódico,
ha presentado en estos días Leopoldo Romañach, nuestro insigne pintor, una
serie de sus mejores estudios de Roma. ¿Estudios nada más? Nuestro buen filisteismo,
más terrible cuanto más virgen de toda cultura especialista, ha arriesgado esta
observación sintiendo vagamente la necesidad de algunas composiciones de abanico
con su leyenda literaria al pie. Pero el artista no fue a la ciudad Eterna a
conquistar medallas ni a deslumbrar a las Indias a su vuelta; fue modestamente
—egoístamente, pudiera escribirse en holocausto a su honradez— a beber en la
fuente prístina del arte cristiano, estudiando, estudiando siempre en el
invencible problema de la luz —Proteo escurridizo que sólo algunos pinceles egregios
han podido fijar— y purgándose con una lenta bonificación ante los lienzos
consagrados, de todo el desorden interno que algunos años de la factoría
pusieron de fijo en su temperamento.
Noble empeño el suyo de estudiar ampliamente
la altiva escultura humana, sin sacrificios de composición ni concesiones al
gusto de lo bonito; porque no sé qué haya de más hermoso ni más contentivo por
sí solo de arte, que estas sorpresas a la sangre que corre y al músculo que
juega y hasta a la idea que pasa, logradas con la más desconcertante simplificación
de los procedimientos y magias del oficio.
Bienaventurados los que llamándose Velázquez o
Goya o Fortuny, han podido morir aplastados por el trabajo enorme en el estudio
seco y tormentoso de la verdad escueta, con energías de acero para resistir a
la tentación de la pública frivolidad.
Estas cabezas que ahora presenta Romañach, acaban
de encentrar y definir su personalidad como la de un neto pintor español,
heredero directo del forjador de La Fragua de Vulcano, aun a pesar de su exclusiva
educación italiana. ¿Fue la primera carnada de sus ideas, sembrada en él por un
maestro español, Padilla? ¿Fue la misteriosa dirección de la raza que pone en
las retinas del nieto las mismas visiones que florecieron en las del abuelo ilustre?
El hecho es que ahora más que nunca, y filtrándose por entre la trama brillante
y coqueta de la pintura italiana, donde oficia aún la sombra del Tiziano galante,
se descubren en el pintor cubano todas y cada una de las cualidades dominantes
del genio español: la violencia de expresión, el gusto por los matices hoscos,
la sobriedad de la composición, la amplitud de las pinceladas, la entonación
severa y casi religiosa, patente aun en los que como don Diego fueron totalmente
profanos; y sobre todo el carácter, la armonía del interior y el exterior de
los personajes, que, reuniéndolos desde sus cuadros separados, diríanse formar
una sola familia, apretada en una misma idea.
En trabajo reciente ha anotado el crítico
inglés Havelock Ellis esta cualidad predominante en la historia del arte español:
el carácter. Y tan es cierta esa observación, que si no fuera por esta comprensión
vigorosa, masculina y realista de las cosas, aun de las espirituales",
poco hubiera quedado del glorioso siglo de oro, donde ni aún en el Cristo de Rivera
ni en las Purísimas de Murillo, y salvo tal vez únicamente en los cuadros del
Greco, febril y misterioso, se encuentra un destello de sensibilidad estética
ante la cual se inquiete o divinice el alma como ante el soplo de una honda
fórmula filosófica.
Pero con esto ya es bastante y aun mucho. Romañach
nos ha dado como sus preclaros abuelos la impresión real de una asamblea de
buenas gentes que alientan, y que descienden, remisas o ligeras, su camino
hacia la muerte. Por entre el grupo de cabezas italianas que dialogan en
silencio, una barba flotante bajo dos claros ojos de anciano cuenta una miseria
digna; un mendigo de socarrones párpados fruncidos, asoma su muleta arrancada a
un héroe velazquiano; una matrona del paganismo esquiva un brazo admirable,
brazo redivivo de la vieja edad de los circos.
Esta vez ha adquirido nuestro compatriota una formidable
disciplina sobre sí mismo, intentando sin una pose de escuela, sin una traición
a su sólida personalidad de naturalista, los nuevos procedimientos de la
tricromía y la pintura al ámbar. Preparado ya para probar sin miedo a
extraviarse, ha realizado con sólo los tres colores primarios ese prodigio de realidad
que se admira en la "mujer del brazo"; y espigando por el fresco
campo del arte mural, ha pintado al ámbar cuatro hermosísimos panneaux dedicados al palacio del
discreto dilettante señor Conill, panneaux de claras tonalidades a lo
Puvis de Chavannes, pero con carnes y paisajes de una justeza que no conoció
nunca el decorador de la Sorbona.
He aquí en suma que Roma nos devuelve a
nuestro gran pintor aumentado en
seguridad de dibujo y acaso en libertad para poner el color, pero siempre el
mismo visionario rudo de la verdad con que nos encariñamos en su primera
repatriación gloriosa, poeta como Sargent a su manera, brusca y simple, es
decir, respetando la anatomía, apreciando los valores de distancia,
sorprendiendo la extraña fusión sutil, inexistente acaso, del contorno y la
atmósfera, y poniendo, en fin, sobre la pobre reproducción de la carne muerta,
el barniz raro, genial de la tristeza, trasunto del alma.
La crítica podría decir, como Tosca ante la supuesta
mistificación de Mario, que en ella ha dado su sangre: “!Voilá un artiste”!
[El Fígaro, diciembre 20 de 1908]
Leopoldo Romañach
Encontré al maestro sumergido en el sol, en el
trabajo, en el divino sosiego de su arte. La escena, que traía inquietos y
presa de toda suerte de conjeturas a unos cuantos muchachos tostados de aquella
agreste orilla del Almendares, componía una nota exótica en el centro de los
agrios peñascales, rubios por la sequía. De espaldas al río, el modelo, ese
vivo y sanguíneo botero, prestado por Sorolla a Romañach, y que es su última y
más afortunada obra de plein air.
Alrededor del caballete del maestro, otros caballetes de discípulas. Bajo los sombreros,
mariposas gigantes en la magia del sol, se ríe y se murmura, y a ratos, como
por las ráfagas del viento que dobla los juncos, se piensa gravemente en la
línea y en el color. Los grillos trasnochadores duermen y a nuestras palabras,
embotadas en el ancho silencio, sólo responden los suspiros del manglar mecido
en el agua muerta y las esquilas de las vacas latiendo lejos, hacia la otra
orilla.
Aquel día estaba el maestro verboso, tal vez
comunicativo con la fiebre del paisaje. Había querido iniciar a sus alumnos en
una lección de figuras al aire libre, enfrentándolos valientemente con toda la magna
complejidad del problema de la luz. Y estaba contento de su iniciativa porque
sus discípulos habían avanzado con ello un gran paso. Porque en esta ruda alma
de artista sin envidias, el ideal remoto, el que en cada espíritu resume los
más delicados designios, es el de crear herederos de su propia alcurnia, plantando
seriamente con un conjunto de pintores sinceros y sin secretos trics, los primeros
bloques de lo que podrá ser definidamente nuestro arte nacional. Romañach es
hoy doblemente el maestro: para el arte y para la patria. Sus alumnos podrán o
no tener talento y no es concluido que hayan de maravillar a los salones
europeos, pero sí es absolutamente seguro que no pondrán en ridículo a su
tierra olvidada, y para el ojo experto podrán revelar que en estos rumbos hay
una escuela de noble verdad, rebelde a la tentación de lo bonito y lo
compuesto, lealmente avasallada a la simple y desnuda realidad.
Y he aquí que en la expansiva franqueza de los
campos, hablamos naturalmente de sus proyectos, Romañach tiene en sus
características de artista nato, la de un violento y nunca apagado entusiasmo. ''No
se llega a ser pintor, decía Benjamín Constant, hasta que no se es, a todas
horas, dormido o despierto". El autor de La Convaleciente es un obseso del color y sus dedos nerviosos
reclaman a cada instante la paleta. Una vez en un abierto baño de playa, bajo
un sol loco de verano, recuerdo que zambullíamos entre una turba de trusas
policromas, regodeándonos en esa compleja caricia única que sólo sabe dar el
agua y que maravillosamente ha escapado a algunas sensibilidades de poetas).
Romañach, pintor a todas horas, había concebido entre dos aguas su cuadro
imposible: congestionado, acaso por el sol, acaso por la inspiración, alzaba
los brazos mojados gritando: ''Vea Vd., vea usted las tonalidades de la carne y
de las trusas bajo el agua verde"; y desconsolado añadía: "mientras
no pintemos eso no haremos nada." Así es el hombre.
Prepara ahora Romañach un gran cuadro de sentimiento,
La promesa. De él es una fina cabeza
cargada de melancolía que hoy publica El
Fígaro. Una joven enferma ha
ofrecido en su crisis agónica una
peregrinación a la ermita lejana a cambio de la salud: la curación se ha
logrado, pero no la salud; el pobre organismo queda herido y vienen horas de abatimiento
y de suave pena desleída en lágrimas calladas; pero la promesa está hecha y la
joven pálida se hace conducir en una silla de ruedas hasta los pies del Cristo
enorme, gastados por la ofrenda babosa de los besos. El tema conviene
exactamente al temperamento emotivo y concentrado del artista, y sus facultades
técnicas son las de una manera simple y espontánea, que peca en todo caso de no
concluir demasiado, y su gusto va hacia los tonos ocres y sombríos que campean
en Velázquez, admirablemente aptos para conducir a estas impresiones dolorosas
y agudas de la vida práctica.
Se
encuentra ahora el maestro en su plena energía. Fuerte exponente de ella da
esta admirable colección de retratos que hoy exornan las planas de El Fígaro, realizados en pocos meses a partir de su vuelta a
Europa. Romañach ha hecho en ellos el retrato moderno, en cuanto casa el
interés del modelo con la alta preocupación del artista. Bien es cierto que en
esta misma clasificación del género se agrupan
Carolus Durán y Sargent, Gándara y Sorolla, que nada tienen de común: la
pintura literaria y de salón y la fuerte pintura realista esclava de la
técnica. Romañach, hondamente impresionado en su juventud por el gran yankee que creó Los Profetas de Boston, no ha dejado como él de ser el jugoso y
audaz colorista de siempre al hacerse elegante y amable retratista de señoras.
En esta hermosa manía de sinceridad está la
base de su robusta personalidad artística. No es común, convengamos en ello,
que encontremos a estos pintores de interior, a estos retratistas de mundanas composiciones,
en medio de un cerco de rocas desnudas, coronadas por ásperos magueyes bajo la
bendición solar. Romañach, aparte sus sagrados estímulos de maestro, va a la
santa fuente de la Naturaleza —panacea para todos los quebrantos del cuerpo y del
espíritu— a curarse de la monotonía de una visión recortada, a libertarse del
estudio y de la ciudad donde hasta la luz es una mentira. Así sólo puede saber
de cierto cómo son las carnes y cómo flotan las figuras en la atmósfera
confundiéndose con ella. Al volver al estudio cada día, creed que va operándose
en su espíritu una regeneración y que ya puede dar la batalla a las añagazas de
la luz y los reflejos... Lástima que esta sacra noción del arte, única que salva
al elegido, no haya alentado por igual impulso en algunos temperamentos que
aquí vimos nacer con positivo talento y que positivamente también han muerto.
Consérvennos los dioses este extraño ejemplar
de perseverancia y de fe, surgido por milagro en el trópico criminal que todo
lo disuelve y empaña. Aquella mañana de oro en que el río sinuoso y glauco, los
breñales adustos, los sombreros audaces y la turba asombrada de andante
rapacería fueron testigos de sus gestos de iluminado y de sus explosiones de entusiasmo,
consideraba yo su fuerte torso de campesino y su bien clavada cabeza
velazquiana, e imaginaba optimistamente que no todo debe estar perdido por
aquí, como repiten los señores políticos, cuando aún hay quien tan tercamente
sueñe, cuando a orillas de un agua mansa hay un Nazareno que funda altivamente
su pequeña escuela de idealismo.
CRITICA
DE ARTE. COLECCIÓN PÓSTUMA PUBLICADA POR LA ACADEMIA NACIONAL DE ARTES Y
LETRAS. HABANA. TALLERES TIPOGRÁFICOS DEL “AVISADOR COMERCIAL” AMARGURA NUMERO
30, 1914; pp. 405-13.
Imágenes: "Frutas", Cuba y América, dic. 1904; "Estudio", Cuba y América, may. 1901; y "Croquis", Cuba y América, ene. 1901.
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