Una noche inolvidable, mientras Sarah Bernhardt, la
idolatrada trágica, prendido el manto imperial, recamado de gruesos zafiros,
caracterizaba magistralmente, en nuestro gran teatro, a la emperatriz Teodora; vimos
entrar, en palco inmediato a nuestra butaca, una dama de noble presencia,
acompañada de dos señoritas. Aquella señora de rostro blanco, ligeramente
sonrosado, semejante a nieve ensolecida; de ojos azules, de un azul
desvanecido, velados por leves sombras de tristeza; y de cabellos blondos,
artísticamente rizados, como el de las antiguas damas venecianas; llevaba un
rico traje de seda negro, con lujosos adornos, que hacía resaltar sus naturales
encantos. Algunas joyas centelleaban en su cuello torneado y en sus mórbidos
brazos. Benévola sonrisa vagaba por sus labios encarnados. Al verla por primera
vez, nos hizo recordar la augusta matrona en quien Coppée, el aplaudido poeta
parisiense, personificó la imagen de la Francia, para descubrirnos “Un idilio
durante el sitio”.
—¿Quién es la dama
que acaba de entrar? –preguntamos al amigo inmediato.
—Es la condesa de
Fernandina. Ha pasado la mayor parte de su vida en París, donde adquirió rápida
celebridad. Se cuentan varias anécdotas de su estancia en las grandes
capitales. Un día, en Londres, gastó veinticinco mil pesos, en una pareja de
caballos, para rivalizar con el príncipe de Gales. Otra vez, en memorable
concierto, obsequió a la estudiantina húngara con mayor suma que el barón de
Rotschild. La condesa se ha distinguido también por su hermosura. Una noche, al
verla entrar en las Tullerías, el emperador Napoleón III se arrojó a sus pies y
le dijo:
—Saludo a la mujer
más hermosa de las Américas.
La condesa, no sólo
arroja fortunas, sino prodiga su bondad a manos llenas. Es la reina de la
benevolencia. Siempre tiene frases halagadoras, hasta para los que nada
merecen. Sus hijas, que son las dos señoritas que la acompañan, le preguntaron,
en cierta ocasión, al oír los elogios que hacía de ridículo personaje:
—¿También le
encuentras algo bueno a Fulano?
—¡Es tan raro! –respondió
la condesa.
Durante la
representación, aquella dama distinguida no apartó sus ojos de la escena. ¡Tal
vez se imaginaba que oía a Sarah, la gran fascinadora, en el teatro de la Porte
de Saint Martin! Al caer el telón, nos pareció que la condesa sentía la
nostalgia de París.
—¿Y el conde de
Fernandina? –preguntamos a nuestro amigo.
—Es un buen señor.
Habrá ido a saludar a Sarah, su amiga predilecta de otros días, según afirma
Marie Colombier…
El Conde de Camors
La Habana Elegante, 1ro de abril de 1888.
Fragmento de Capítulo III de la Antigua Nobleza.
Fragmento de Capítulo III de la Antigua Nobleza.
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