Francisco García Cisneros
Las bridas sueltas permitían al caballo caminar a su antojo sobre aquel camino pedregoso, seco y reverberante bajo un sol
eternamente calcinador, mientras a lo lejos, picachos enormes erguían sus cimas
como si quisieran horadar con sus agudos picos el terso raso azul del cielo de
los trópicos.
Entre el bosque de gruesos tronos, pasaba el
viento rumorando un solo grave, las hojas caían en parvadas, alfombrando el
suelo de un tapiz mullido, y a través de las manchas verdes de las ramas, allá
al fondo lejísimo, ondulaba orgulloso y magnífico el pabellón cubano de un
destacamento.
El
oficial callaba, hundiendo la mirada en aquella soledad imponente, sus
pensamientos como ronda de pájaros los volaban; en tanto, vigilante, armado el
brazo con la tercerola de reglamento, el asistente, mulato de bronce, con
músculos como ramaje, cabalgando en ágil y flaco alazán, seguía a su superior
escudriñando el boscaje, atento el oído al menor movimiento, ya a un ave que
saltaba al cogayo de una palma o a un lagarto que deslizaba por entre las hojas
secas.
A algunas leguas de Quiebra-Hacha quedaba la
prefectura de San Felipe adonde se dirigía el joven militar cumplimentando la
misión del General.
-Alberto,
interrogó el oficial a su asistente... ¿Crees que llegaremos antes de la noche a
San Felipe?
-Capitán,
aun nos faltan 6 leguas, y según el sol, cerca de las 6 deben ser. Dudo que nuestros
animales rindan la jornada, sin que la noche nos envuelva.
Y
así fue. Pasadas las ruinas de un pueblucho, ruinas negras de piedra como
símbolo de la Revolución dominadora, comenzó la sombra a hundirse en la selva,
confundiendo a las montañas, como si un inmenso esfumidor fuera borrando,
árboles, horizonte, picos y caminos, y el sol rojo caía allá al Poniente entre
nubes de sangre, de plomo y de violetas.
La
zona, según las partes de todos los destacamentos, estaba libre: el español arrollado
y vencido, había huido, abandonando banderas vírgenes de balas, cadáveres corruptos
y cartuchos que el temblor había dejado caer en los combates, cuidándose más de
salvarse que de recogerlos.
En
medio del silencio, un silencio que vibraba en los oídos y dejaba llegar el
ruido más tenue, las caballerías trotaban, y el oficial aun dejaba su
pensamiento volar hasta la ventana donde la amada rubia, la de las trenzas abundantes,
había bordado el triángulo tricolor, prendido ahora en la cariñosa ala del
sombrero de yarey.
El camino se estrechaba de lado y lado y las
ramas se alargaban como brazos dispuestos a apresar la luna, que con un rayo débil,
clareaba algo aquella vereda sombría y misteriosa, coloreándole de un tono
lívido y tristón.
Alberto, machete en mano, cortaba los troncos
que obstruían el paso, escuchando en la noche el rumor del insecto o la caída
sorda de algún fruto ya maduro, cuando en el silencio una voz áspera, alcohólica,
atronó el espacio con un:
-¿Quién vive?
El oficial erguido y soberbio, rugió:
-¡¡Cuba libre!!, al tiempo que descargaba su
revólver sobre el follaje de donde había salido la voz. Entonces una granizada
de balas silbó en los aires, repercutiendo los montes las detonaciones.
Alberto, de pie tras su caballo, hacía fuego continuo y provechoso, pues se oían
juramentos y gemidos.
En
un momento de reposo o de resolución, Alberto buscó a su jefe y palideció: acribillado
a balazos el bayo desangraba, y el joven capitán bañado por la luna estaba
tendido en el camino, con la frente blanca salpicada de sangre.
El fuego español había cesado, los
guerrilleros asustados ante la resistencia y las detonaciones juzgaron como
fuerzas mayores a aquellos dos héroes, y sus pisadas chafando las yerbas se
perdían al final del matorral.
Alberto se inclinó:
-Capitán, vuelvo a buscar los sanitarios. ¡A 2
millas está la prefectura!
-Y lo arrastró abajo de un frondoso mango.
Y sólo, mientras moría dulcemente, en aquella
noche vibrante de una luna llena, pensando en la pobre niña color de rosa,
abrió los ojos cristalizados por la muerte próxima, distinguiendo las luces de
los sanitarios que se acercaban. Entonces temió que lo recogieran: creía sentir
sobre sus sienes, como un abrazo casto y bienhechor, deshecha y poderosa la
caballera rubia de su amada, y lo que le envolvía en aquella noche de muerte
eran los débiles rayos de la luna.
N.Y. Vernal de 1897.
Cuba y América, New-York, 12 mayo de 1898.
Cuba y América, New-York, 12 mayo de 1898.
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