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jueves, 31 de agosto de 2017

Ibarzábal por Remos y caricatura de Massaguer


 Juan José Remos

 Escritor de primera fila, con una modestia excesiva que le hacía mucho daño en un medio demasiado hecho a la propaganda personal, ha desaparecido Federico de Ibarzábal, que deja huellas de su talento en la poesía, la novela, el cuento y el periodismo. Surgió en la plenitud modernista, con un libro poético de cierto tono sombrío que se debía más a la misma característica de la escuela que al espíritu del poeta; me refiero a Huerto Lírico, que ve la luz en 1913. Y tan es así, que era más la influencia de la propia escuela (en lo que arrastraba del romanticismo) lo que determinó el sentido sombrío, que los libros de versos que le suceden entrañan un hálito distinto, imbuido de alegría, de optimismo. La naturaleza le inspira, y en un haz de sonetos que integran el tomo El Balcón de Julieta, Ibarzábal canta las puestas de sol y las noches argentadas, aunque no con un carácter descriptivo, sino como reacción del poeta ante estos fenómenos que a través del tiempo han hecho vibrar las liras de tantos poetas. Sin embargo, la obra que define por completo su personalidad artística, la que le destaca como un poeta de cuyo nombre no puede prescindirse al hacer el recuento de los verdaderos valores literarios de nuestro siglo, es Una Ciudad del Trópico,  en que la imaginación teje visiones futuras, al contemplar los lugares tradicionales de la vieja Habana.
 Este libro justifica el calificativo de “poeta urbano” con que lo distinguieron Lizaso y Fernández de Castro, en su imprescindible antología de la poesía moderna. Alientos de un lirismo elevado hubo sin duda en quien escribió "La profesión de fe lírica". Y en sus evocaciones del ayer romántico no falta por ello la actitud de quien no obstante volver los ojos atrás, pinta magistralmente la verdad presente y con arte que subyuga hace desfilar los tipos y las cosas de la vida cotidiana que le rodea y que si no le ahora es por su fe en el porvenir. Se escapa por su versos cierto desencanto de lo que existe; pero no oculta su plena confianza en lo que ha de venir. La fuerza subjetiva de Ibarzábal crece y alcanza su zenit, en su último volumen de versos, Nombre del tiempo, en que la pupila se extiende más, su mirador es más alto, el horizonte se dilata y la mirada alcanza mucho más que lo que en la localidad le rodea. El poeta penetra más en la esencia de la vida, confía más en las fuerzas ocultas del hombre, y el ritmo interior supera todo cuanto hasta entonces había brotado de su pluma lírica.
 El narrador cultiva el cuento y la novela; en el primero, con cierto sabor cosmopolita; en el segundo, mirando hacia Cuba. Derelictos fue su primer libro de cuentos; La Charca, el segundo y último. La sombre Rudyard Kipling se advierte en estas narraciones imaginativas, que no desmienten al poeta enamorado del mar. Ibarzábal amaba mucho la forma del cuento y la cultivaba con innegable gracias. En su culto a esta forma literaria, preparó y prologó en 1937 (fecha en que comenzó a publicar sus libros de esta índole) una antología de cuentistas cubanos. Su novela Tam-Tam se adentra en los problemas sociales de nuestro país, analiza nuestra vida y trata con pronunciado acierto diversos tipos humanos. Fue escrita y editada en los días de mayor fragor de la Segunda Guerra Mundial, en 1941; y de ahí el título que remeda el sonido del tambor de guerra. Las cualidades que tuvo Ibarzábal para la narración fueron tan eminentes como las que demostró poseer para el verso. 
 Fue un prosista de claro y trasparente estilo. Su buen decir no es de los más comunes en tiempos de atropellos gramaticales; pero sin que el respeto a la buena sintaxis ahogara nunca el vuelo artístico de su forma brillante. Muchos periódicos y muchas revistas cuentan con magníficas crónicas suyas, ensayos, reportajes, que revelan una prosa nítida, imaginativa, suelta, que cautiva por su belleza, y en la que el ropaje no supera a la enjundia, ni ésta queda a un lado por aquél. Conocía Ibarzábal muy bien las leyes y los caprichos de nuestra lengua, y la empleó sin ofenderla y sin que su plausible consideración restara el donaire que ciertos que ciertos atrevimientos aportan, cuando se saben usar con aquel don que poseyó y con aquel cierto encanto con que sabía hacerlo.
 No fue su vida todo lo afortunada que un hombre de su calidad espiritual merecía. Le azotó y el no tuvo la defensa que suelen tener quienes lo echan todo por la borda, con tal de salir adelante. Su optimismo fue por eso un optimismo puro; nunca reflejo de su propia vida. Tenía resplandores interiores que le hacían mirar hacia fuera con la misma luz; pero la realidad era muy otra. Jamás explotó su ingenio ni su pluma; apenas vivió de ello. Fue por eso, dentro del periodismo, un espécimen dignísimo que honró la profesión; y además un ejemplo vivo de que no está reñido lo literario con lo periodístico. Cordial como pocos, derrochó afecto sin reparar en objetivos. Yo que le traté a fondo, le quise por le conocí bien. Tuvo de la amistad un concepto cabal, pero que no todos saben comprender ni recompensar; porque la reciprocidad suele ser palabra acuñada más para la afectividad internacional que para la convivencia social. Al morir Ibarzábal, su nombre casi resulta nuevo para los nuevos, porque hacía rato que se había retraído; pero en los que supimos de sus valores humanos, deja una estela imborrable de admiración y de cariño.

 "Federico de Ibarzábal", Diario de la Marina, 9 de noviembre de 1955.


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