VI
Y
cayeron los días pesadamente, en una malla angustiosa de hambres, enfermedades,
y tiroteos rápidos que se perdían sin efecto entre las hojas. Agotadas las
provisiones, en ruinas las zonas de cultivo, se hizo una campaña de espectros
contra espectros. A veces fui un héroe. Tuve nuevos amigos.
Pero
una idea fija, tal vez amor, acaso simple curiosidad, me hacía buscar continuos
pases hacia las fuerzas de Oriente. Por las noches evocaba una pequeña silueta
verde y escuálida que muy lejos o muy cerca, quién sabe dónde, respiraba con su
madre el hálito de los pantanos. No era, sin embargo, una desesperación, porque
el remordimiento había cesado: todo había sido obra de la casualidad. Era una
orientación, un porqué encontrado al fin en mi vida errante… En los campamentos
se hizo famosa mi pregunta a los que pasaban:
—Una rubia, pequeña, con un chiquillo... Juana
Fundora… Estaba en ''La Caoba" cuando la sorpresa.
Llegué
a recorrer los mismos valles orientales donde la encontré una mañana de julio.
Al cabo, la sensación de curiosidad se mitigó como la de remordimiento. Arribó
la paz. Nuevas sensaciones apagaron aquella llamita humilde, cerrando una
aventura de la manigua.
¡Oh, teatrales entradas en los pueblos
empenachados, explosiones de hurras al abrirse las plazas hirvientes, sendas de
flores tejidas por manos blancas que ahora se llevaban el pañuelo a los ojos
brillantes...! Fue una vida nueva. Acabé por casarme. Mi mujer, morena y ávida,
puso mi rifle adornado con un lazo sobre la cabecera de la cama…
…Pero la aventura olvidada esperaba
misteriosamente su desenlace; y lo tuvo. Fue pocos años más tarde. Oíd:
Viajaba
entonces yo, Juan Agüero y Estrada, el héroe de las Majaguas, como llano y
burgués inspector de escuelas. ¿Qué queréis? Una transformación de la paz, que
mis amigos políticos destacaban en sus discursos como ejemplo de la fiereza
domada y hecha trabajo fecundo. Viajaba por toda la Isla. Una vez...
Era en el esplendor de la tarde. Una claridad
blanca y cruda encendía la sabana desierta dando tonos cobrizos a las lomas
lejanas, mientras bailaban en el vapor las ceibas de altos brazos suplicantes.
El camino se tendía humilde, cubierto de alto espartillo, entre dos vallas
ligeras de alambres; y más allá, y delante, y a la espalda, sólo rompían la
unidad gris y ocre, algunos grupos de guano, desaliñados, erguidos sobre una
vegetación de duros arbustos sin hojas, retorcidos como de dolor o de rabia. Ni
palmas, ni cañas bravas sombreando arroyos suspirantes. Una tierra sedienta,
calva a trechos, y cuarteada como una piel de saurio, marcada acaso en la
lontananza por tenues columnitas de humo azul. Algunos toros, comidos de sarna
en las agujetas, alzaban la cabeza bien armada, tras la cerca, al pataleo seco
de mi caballo contra los guijarros. De las maniguas subía el gorjeo del sabanero en escalas aflautadas, y
súbito, un vuelo sin ruido ponía un trazo fugaz en el azul del fondo. Y el cielo
era de esmalte, con vagos vellones flotando muy altos.
Ni
un alma, la sed me atrofiaba la lengua. Al cabo, en una de las revueltas del
camino un tejado chato y extenso apuntó sobre una hondonada, más allá de la
cual se humanizaba y sonreía el panorama, hablando de los fecundos secretos del
agua. Espoleando al caballo alcancé las copas verdes de algunos frutales, el
vuelo doméstico de algunas palomas, las paredes blancas, el portalito donde una
carreta sin bueyes holgaba sobre la lanza; todavía un campo de cañas que
verdeaba el sol. En el silencio sonaron argentinas unas voces de niño.
—¡A la paz de Dios! —grité desde el batey
desierto, aún sobre el caballo cuyos ijares latían.
—¡A ver, ciudadanos, si hay por ahí una poca
de agua…!
Compareció entonces un muchacho de unos cinco
años que sujetaba un chivo blanco por una cuerda: era un simpático arrapiezo de
cabellos rubios que el sol había hecho cárdenos; fuerte, artísticamente sucio
bajo su sombrero de yarey. Repetí mi súplica, repentinamente agradado por
aquella aparición de cromo.
—Espérese, me respondió gravemente.
Y fue a atar el animal junto a una estaca,
mientras yo hacía lo propio con mi caballo frente a uno de los pesebres del
portalito. Después, entrando en la casa, me trajo un jarro rebosante que bebí
con avidez dejando correr por la barba los hilos diamantinos.
—¿Y tu gente? —le pregunté deseoso de
permanecer aún un rato en aquella sombra sedante, entre el rum rum de las
palomas familiares —¿No hay nadie aquí?
—Naiden; papá allá abajo, en el cañavera… Mamá
nel corrá curando la vaca. Los otros —y citó varios nombres desconocidos— no
sé; trabajando...
—¿Y tú no tienes miedo a quedarte solo?
—Yo no.
—Los orientales no tienen miedo nunca...
¿verdad?
—No, pero yo no soy orientá; yo soy camagüeyano.
—Venga esa mano —le dije—, somos paisanos...
¿De qué pueblo? Tú no lo sabrás...
Aquí alzó los hombros desconcertado.
—No sé… no sé… Nosotros vinimos de la
tembladera…
¡Simpático chiquillo! Oyéndolo hablar de la tembladera,
recordaba mis duras excursiones del servicio al través de los pantanos, y aun
ahondando más evocaba los días misteriosos de la guerra, aquella despedida
brusca de la pobre Juanilla, muerta acaso en esas mismas tembladeras del Sur,
veladas de mosquitos.
De repente la idea antigua de mi hijo perdido
vino a mi imaginación. ¡Si por un acaso! ...
—¿Cómo se llama tu madre? —le dije de pronto.
—¿Mi madre? —respondió riendo. —¡Mamá!
Los mismos informes de su padre. Traté
entonces de penetrar en la casa, de vislumbrar algún objeto que me contara
viejas cosas. Pero el chico, amostazado, se me cruzó heroicamente impidiéndome
el acceso.
—¿Tu madre no se llama Juanilla? —le pregunté
entonces.
Quedó pensativo.
—Juanilla no, Juana…
Erré impaciente de una punta a otra del portal…
¿Sería posible?... No… Sí… Durante unos minutos un deseo loco me poseyó de ir a
buscar a los buenos labradores a su trabajo escondido entre las cañas
sosegadas. De pronto, se oyó como si de la tierra surgiera un canto muy lejano.
—Debe zé la Tenienta…
¡La Tenienta!
El corazón me dio un vuelco. ¡Sí, no había duda; estaba entre los míos! Me
contuve para no aplastar con un beso aquella cabecita de candelas. Y para
desahogar la agitación tomé su cuerpo en alto hasta las soleras del techo y lo
paseé por el portal entre su risa convulsa y alarmada.
Pero una fiebre quemante se apoderaba de mí, una fiebre de saber, aún a trueque de desengaños. Sin saber lo que hacía.
—Juanilla, Juanilla! —grité demandándola a
todas las entradas de la casa. El chico corrió despavorido hacia adentro. A
poco volvía asido a las sayas de una mujer delgada, digamos todavía fina,
rubia, modesta, doliente, toda ambarina en la viva luz matinal. ¡La misma!
—¡Juanilla, Juanilla!… ¡Yo!… grité abriendo
los brazos, dispuesto a todo, en una sincera explosión de arrepentimiento.
—¡Ahí —murmuró sólo ella, deteniéndose a lo
lejos. Y el haz de hierbas medicinales se le deshizo de las manos esparciendo
su aroma humilde.
—Juanilla, ¿no me conoces? —insistí acercándome
sobre su rostro pálido, mezcla de dolor y de remordimiento.
—Oh, ¿cómo no? …Juan... ¡cuánto tiempo! …
Alargándome ambas manos evitó mi abrazo.
—Sé que te has casado de nuevo —le dije
bajito.
—Tú eres buena y lo que hayas hecho, bueno
será. No me tengas miedo...
Hubo
una pausa en la que ella miró a todas partes atemorizada. El silencio pesaba,
hecho luz, sobre los campos. De pronto los ojos del chico, inmóviles, cuajados
de espanto, me atrajeron. Tomándolo de nuevo en brazos lo besé en ambos carrillos
fundiendo en fuego sus pucheros inquietos.
—¡Mío!... murmuré. —¡Hijo mío!...
Y lo consulté a los ojos de ella, todavía
dudando del simpático hallazgo. Ella se estremeció ante mis miradas y de
pronto, sin transición, rompió en un llanto convulsivo, vergonzoso, oculto
entre sus manos crispadas por un pico del delantal.
—¡Mamá! —gritó el chico, deshaciéndose de mis
brazos.
Fuimos a un rincón de la salita, clareada por
una ventana en cuyo alféizar merodeaban palpitantes las palomas blancas. Allí,
sentado frente a ella, adulado por la brisa, que oreaba la fiebre de los
naranjos en flor, oyendo el timbre diáfano del chico que jugaba fuera, escuché
la relación doliente del pobre ser que fue casi mío alguna vez, que ya no lo
sería en este mundo…
No era mi hijo; no... Era el del otro, el que nació cuando venían de la
tembladera, vueltos al sitio abandonado donde el arado dormía... El mío… ¡Oh,
ahora tendría seis años!… ¡Qué desgracia!...
Después de todo había ganado con morirse. El
otro, Cheo Molina no lo quería mucho;
parece que le tenía celos... Los hombres tienen cosas muy raras.
Juanilla
se tapó los ojos un momento, más para quitarse una visión siniestra que para
borrarse una lágrima. Después, con un gran suspiro, se echó atrás en la
mecedora dejando caer las manos exangües.
—¡Juanilla! ¡Juanilla!
Mis manos temblaban. ¿Es decir que todo, todo
destruido? ¿Aquella dulce visión tan vagamente querida en tantos años, no
podría ser para mis ojos, cuando la habrían disfrutado tantos ojos
indiferentes?
—¿Oh, Juanilla, cómo era? ¿Era rubio como
ella, o como yo moreno? ¿Era fuerte, era hermoso?... ¿Cómo fue que murió?...
Juanilla no respondió de pronto. Luego,
levantándose hasta apoyar la cabeza en la ventana y mirando al sol que vibraba
en las espigas de las cañas me contó, oscuramente, que aquella muerte había
sido un misterio: un dolor en un costado, una fiebre alta, dos visitas del
médico que torcía el gesto al tomar el pulso; y nada más. Después, al llegar la
mañana, lo llevaron al cementerio y lo pusieron bajo un pino muy alto. Cheo mismo le había hecho la cajita;
toda la noche estuvo martilleando, aserrando...
Y
ante mi angustia, llena de sospechas, Juanilla rememoraba, sin lágrimas, la
historia simple y cruel. Mi emoción lo advertía con extrañeza, demandando a sus
ojos, duros o exhaustos, un cauce para mi llanto que se brindaba... En verdad,
había llegado demasiado tarde, cuando ya los pobres huesos se hacían polvo en
la tierra, cuando ya los ojos de Juanilla habían llorado por otras nuevas
penas. Y para mí solo, sin comunicarla, retuve un instante la visión infernal
del hombretón feroz acosando al pobre huérfano…
Hubo una pausa en que el otro chico haciendo irrupción en el recinto con la pequeña bestia blanca, fue a acogerse al regazo de su madre. Aquella figura tierna refrescó mis ideas.
—¿Se parecía a éste? —pregunté tímidamente. —¿Era
más guapo?
Ella sonrió con indulgencia, como ante una
comparación ante un extraño.
—Sí... no... Era muy delgadito; tenía un
lobanillo en el cuello y eso le desfiguraba un poco.
Una sensación súbita de repugnancia física me
hizo rechazar la idea. Pensé, imprecisamente, en mi contextura raquítica y
escrofulosa de aquella época, cuando procreaba un pobre ser que nacería antes
de tiempo entre las emanaciones del pantano… Oh, sí, para estos terribles
errores sano remedio era la muerte. Y el recuerdo del pobre muertecito se fue
apagando poco a poco en nuestras cabezas como los leves contornos de un sueño,
al despertar.
—Y Cheo
—dije con una voz tranquila de viejo amigo, —¿cómo te quiere? ¿Te quiere mucho?
—¡Oh, sí… mucho —lo dijo con una expresión
casi feliz. —Vive para mí… Ah, pero es muy celoso… No deja entrar en casa a
ningún hombre… Mira su machete.
Me lo enseñó señalando al muro, donde campeaba el arma, lisa y temible,
sobre un trozo de palma seca. Y riéndose ya, añadió:
—¿A quién crees que ha traído para que me
cuide también? Es curiosísimo... ¡A la Tenienta!
Se la encontró en un hospital cuando le cortaron la pierna…
—¿La pierna? Yo iba de asombro en asombro.
—Sí; lo dejaron medio muerto, cuando lo de
''La Caoba". Cuatro machetazos en la cara. Un tiro en la rodilla:
¡espantoso! Pues bien, desde entonces no se han separado. Cuando él va al
pueblo, la Tenienta se queda por el
batey dando vueltas. Después va a esperarlo al puente como un perro… Es
curioso, muy curioso... Di tú que yo no soy celosa….
—Y que la Tenienta
—dije yo— no es una mujer…
Y así, festivamente, terminó aquel quinto acto
de melodrama. El chiquillo salió de nuevo al portal. Su chivo y él brillaron en
el sol como dos trozos de nubes blancas. Mirando un momento a Juanilla, que
sonreía aún con la última idea, consideré sus claros ojos de ensueño, su busto
que la caricia brutal de la naturaleza no había aún deformado, su boca fina
suavemente plegada al dolor. Y con una ráfaga de aire caldeado que nos enviaba
la llanura tendida al abrazo del cielo, pensé ligeramente, casi un segundo, en
una reconstrucción momentánea de nuestro amor. Pero no fue más que un instante.
Pensé en aquella semi felicidad egoísta en que ahora rodaba ella. ¿A qué
romperla? ¿Con qué derecho podía tornar a hacerla desgraciada? Y el machete de Cheo Molina brillando sobre la pared
renegrida contribuía a hacer razonables mis pensamientos.
Me puse en pie.
—¿Y tu padre? —le pregunté todavía por decir
algo.
—¿El viejo? En la Habana con Esperanza, Parece
que ahora están en fondos porque nunca escriben.
—¡Bueno, adiós Juanilla!
Nos despedimos sin alardes sentimentales, como
dos amigos, yo un poco emocionado tal vez, ¿a qué negarlo? prometiéndole volver
con un regalito para el chico, y dándole a éste un beso resonante. El muchacho
reconciliado, vino a sujetarme el estribo mientras la albarda rechinaba bajo mi
peso. Los cascos del potro chocaron en los guijarros abrasantes.
—¡Adiós, adiós!
Los árboles se combaban al paso de la ruta. Y
era un paisaje de fronda espesa, todo henchido de rumores de pájaros, de hojas,
de insectos. Un hilo de agua límpida saltaba junto conmigo por la cuneta
lateral, y más allá se hundía hasta morir en una cañada parlanchina que cruzaba
el camino bajo un puente de tablas. Altas palmas que mojaban sus pies en lo
hondo erguían sus coronas buscando más anchas perspectivas.
Las
tablas crujieron bajo los duros cascos. Por la ruta, a lo lejos, venían dos
figuras jadeantes. Una cojeaba sobre su pata de palo, balanceando dos hombros
de atleta; la otra era una negra huesuda, tocada de rojo pañuelo. Pasaron casi
sin advertirme, hablando de las siembras, de las faltas de lluvias.
—Buenos días, amigo.
—Buenos días...
Más allá se abría la llanura de nuevo, en su
implacable desnudez. Algunas casuchas se posaban sobre el espartillo y ante
ellas pasaba, tímida, la línea blanca de un cementerio con un pino muy alto en
un rincón.
Entonces volví los ojos al bosquecillo, y lo
vi todo alentando en una atmósfera de paz y de equilibrio, fuerte atmósfera de
cosas definitivas y de intereses creados.
Y hablando tan quedo que sólo mi corazón lo
oyó, le dije:
—¡Corazón, corazón, duerme otra vez tu sueño
de piedra!
1909