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domingo, 24 de septiembre de 2017

La manigua sentimental VI (final)



VI

 Y cayeron los días pesadamente, en una malla angustiosa de hambres, enfermedades, y tiroteos rápidos que se perdían sin efecto entre las hojas. Agotadas las provisiones, en ruinas las zonas de cultivo, se hizo una campaña de espectros contra espectros. A veces fui un héroe. Tuve nuevos amigos.
 Pero una idea fija, tal vez amor, acaso simple curiosidad, me hacía buscar continuos pases hacia las fuerzas de Oriente. Por las noches evocaba una pequeña silueta verde y escuálida que muy lejos o muy cerca, quién sabe dónde, respiraba con su madre el hálito de los pantanos. No era, sin embargo, una desesperación, porque el remordimiento había cesado: todo había sido obra de la casualidad. Era una orientación, un porqué encontrado al fin en mi vida errante… En los campamentos se hizo famosa mi pregunta a los que pasaban:
 —Una rubia, pequeña, con un chiquillo... Juana Fundora… Estaba en ''La Caoba" cuando la sorpresa.
 Llegué a recorrer los mismos valles orientales donde la encontré una mañana de julio. Al cabo, la sensación de curiosidad se mitigó como la de remordimiento. Arribó la paz. Nuevas sensaciones apagaron aquella llamita humilde, cerrando una aventura de la manigua.
 ¡Oh, teatrales entradas en los pueblos empenachados, explosiones de hurras al abrirse las plazas hirvientes, sendas de flores tejidas por manos blancas que ahora se llevaban el pañuelo a los ojos brillantes...! Fue una vida nueva. Acabé por casarme. Mi mujer, morena y ávida, puso mi rifle adornado con un lazo sobre la cabecera de la cama…
 …Pero la aventura olvidada esperaba misteriosamente su desenlace; y lo tuvo. Fue pocos años más tarde. Oíd:
 Viajaba entonces yo, Juan Agüero y Estrada, el héroe de las Majaguas, como llano y burgués inspector de escuelas. ¿Qué queréis? Una transformación de la paz, que mis amigos políticos destacaban en sus discursos como ejemplo de la fiereza domada y hecha trabajo fecundo. Viajaba por toda la Isla. Una vez...
 Era en el esplendor de la tarde. Una claridad blanca y cruda encendía la sabana desierta dando tonos cobrizos a las lomas lejanas, mientras bailaban en el vapor las ceibas de altos brazos suplicantes. El camino se tendía humilde, cubierto de alto espartillo, entre dos vallas ligeras de alambres; y más allá, y delante, y a la espalda, sólo rompían la unidad gris y ocre, algunos grupos de guano, desaliñados, erguidos sobre una vegetación de duros arbustos sin hojas, retorcidos como de dolor o de rabia. Ni palmas, ni cañas bravas sombreando arroyos suspirantes. Una tierra sedienta, calva a trechos, y cuarteada como una piel de saurio, marcada acaso en la lontananza por tenues columnitas de humo azul. Algunos toros, comidos de sarna en las agujetas, alzaban la cabeza bien armada, tras la cerca, al pataleo seco de mi caballo contra los guijarros. De las maniguas subía el gorjeo del sabanero en escalas aflautadas, y súbito, un vuelo sin ruido ponía un trazo fugaz en el azul del fondo. Y el cielo era de esmalte, con vagos vellones flotando muy altos.
 Ni un alma, la sed me atrofiaba la lengua. Al cabo, en una de las revueltas del camino un tejado chato y extenso apuntó sobre una hondonada, más allá de la cual se humanizaba y sonreía el panorama, hablando de los fecundos secretos del agua. Espoleando al caballo alcancé las copas verdes de algunos frutales, el vuelo doméstico de algunas palomas, las paredes blancas, el portalito donde una carreta sin bueyes holgaba sobre la lanza; todavía un campo de cañas que verdeaba el sol. En el silencio sonaron argentinas unas voces de niño.
 —¡A la paz de Dios! —grité desde el batey desierto, aún sobre el caballo cuyos ijares latían.
 —¡A ver, ciudadanos, si hay por ahí una poca de agua…!
 Compareció entonces un muchacho de unos cinco años que sujetaba un chivo blanco por una cuerda: era un simpático arrapiezo de cabellos rubios que el sol había hecho cárdenos; fuerte, artísticamente sucio bajo su sombrero de yarey. Repetí mi súplica, repentinamente agradado por aquella aparición de cromo.
 —Espérese, me respondió gravemente.
 Y fue a atar el animal junto a una estaca, mientras yo hacía lo propio con mi caballo frente a uno de los pesebres del portalito. Después, entrando en la casa, me trajo un jarro rebosante que bebí con avidez dejando correr por la barba los hilos diamantinos.
 —¿Y tu gente? —le pregunté deseoso de permanecer aún un rato en aquella sombra sedante, entre el rum rum de las palomas familiares —¿No hay nadie aquí?
 —Naiden; papá allá abajo, en el cañavera… Mamá nel corrá curando la vaca. Los otros —y citó varios nombres desconocidos— no sé; trabajando...
 —¿Y tú no tienes miedo a quedarte solo?
 —Yo no.
 —Los orientales no tienen miedo nunca... ¿verdad?
 —No, pero yo no soy orientá; yo soy camagüeyano.
 —Venga esa mano —le dije—, somos paisanos...
 ¿De qué pueblo? Tú no lo sabrás...
 Aquí alzó los hombros desconcertado.
 —No sé… no sé… Nosotros vinimos de la tembladera…
 ¡Simpático chiquillo! Oyéndolo hablar de la tembladera, recordaba mis duras excursiones del servicio al través de los pantanos, y aun ahondando más evocaba los días misteriosos de la guerra, aquella despedida brusca de la pobre Juanilla, muerta acaso en esas mismas tembladeras del Sur, veladas de mosquitos.
 De repente la idea antigua de mi hijo perdido vino a mi imaginación. ¡Si por un acaso! ...
 —¿Cómo se llama tu madre? —le dije de pronto.
 —¿Mi madre? —respondió riendo. —¡Mamá!
 Los mismos informes de su padre. Traté entonces de penetrar en la casa, de vislumbrar algún objeto que me contara viejas cosas. Pero el chico, amostazado, se me cruzó heroicamente impidiéndome el acceso.
 —¿Tu madre no se llama Juanilla? —le pregunté entonces.
 Quedó pensativo.
 —Juanilla no, Juana…
 Erré impaciente de una punta a otra del portal… ¿Sería posible?... No… Sí… Durante unos minutos un deseo loco me poseyó de ir a buscar a los buenos labradores a su trabajo escondido entre las cañas sosegadas. De pronto, se oyó como si de la tierra surgiera un canto muy lejano.
 —Debe zé la Tenienta
 ¡La Tenienta! El corazón me dio un vuelco. ¡Sí, no había duda; estaba entre los míos! Me contuve para no aplastar con un beso aquella cabecita de candelas. Y para desahogar la agitación tomé su cuerpo en alto hasta las soleras del techo y lo paseé por el portal entre su risa convulsa y alarmada.


 Pero una fiebre quemante se apoderaba de mí, una fiebre de saber, aún a trueque de desengaños. Sin saber lo que hacía.
 —Juanilla, Juanilla! —grité demandándola a todas las entradas de la casa. El chico corrió despavorido hacia adentro. A poco volvía asido a las sayas de una mujer delgada, digamos todavía fina, rubia, modesta, doliente, toda ambarina en la viva luz matinal. ¡La misma!
 —¡Juanilla, Juanilla!… ¡Yo!… grité abriendo los brazos, dispuesto a todo, en una sincera explosión de arrepentimiento.
 —¡Ahí —murmuró sólo ella, deteniéndose a lo lejos. Y el haz de hierbas medicinales se le deshizo de las manos esparciendo su aroma humilde.
 —Juanilla, ¿no me conoces? —insistí acercándome sobre su rostro pálido, mezcla de dolor y de remordimiento.
 —Oh, ¿cómo no? …Juan... ¡cuánto tiempo! …
 Alargándome ambas manos evitó mi abrazo.
 —Sé que te has casado de nuevo —le dije bajito.
 —Tú eres buena y lo que hayas hecho, bueno será. No me tengas miedo...
 Hubo una pausa en la que ella miró a todas partes atemorizada. El silencio pesaba, hecho luz, sobre los campos. De pronto los ojos del chico, inmóviles, cuajados de espanto, me atrajeron. Tomándolo de nuevo en brazos lo besé en ambos carrillos fundiendo en fuego sus pucheros inquietos.
 —¡Mío!... murmuré. —¡Hijo mío!...
 Y lo consulté a los ojos de ella, todavía dudando del simpático hallazgo. Ella se estremeció ante mis miradas y de pronto, sin transición, rompió en un llanto convulsivo, vergonzoso, oculto entre sus manos crispadas por un pico del delantal.
 —¡Mamá! —gritó el chico, deshaciéndose de mis brazos.
 Fuimos a un rincón de la salita, clareada por una ventana en cuyo alféizar merodeaban palpitantes las palomas blancas. Allí, sentado frente a ella, adulado por la brisa, que oreaba la fiebre de los naranjos en flor, oyendo el timbre diáfano del chico que jugaba fuera, escuché la relación doliente del pobre ser que fue casi mío alguna vez, que ya no lo sería en este mundo…
 No era mi hijo; no... Era el del otro, el que nació cuando venían de la tembladera, vueltos al sitio abandonado donde el arado dormía... El mío… ¡Oh, ahora tendría seis años!… ¡Qué desgracia!...
 Después de todo había ganado con morirse. El otro, Cheo Molina no lo quería mucho; parece que le tenía celos... Los hombres tienen cosas muy raras.
 Juanilla se tapó los ojos un momento, más para quitarse una visión siniestra que para borrarse una lágrima. Después, con un gran suspiro, se echó atrás en la mecedora dejando caer las manos exangües.
 —¡Juanilla! ¡Juanilla!
 Mis manos temblaban. ¿Es decir que todo, todo destruido? ¿Aquella dulce visión tan vagamente querida en tantos años, no podría ser para mis ojos, cuando la habrían disfrutado tantos ojos indiferentes?
 —¿Oh, Juanilla, cómo era? ¿Era rubio como ella, o como yo moreno? ¿Era fuerte, era hermoso?... ¿Cómo fue que murió?...
 Juanilla no respondió de pronto. Luego, levantándose hasta apoyar la cabeza en la ventana y mirando al sol que vibraba en las espigas de las cañas me contó, oscuramente, que aquella muerte había sido un misterio: un dolor en un costado, una fiebre alta, dos visitas del médico que torcía el gesto al tomar el pulso; y nada más. Después, al llegar la mañana, lo llevaron al cementerio y lo pusieron bajo un pino muy alto. Cheo mismo le había hecho la cajita; toda la noche estuvo martilleando, aserrando...
 Y ante mi angustia, llena de sospechas, Juanilla rememoraba, sin lágrimas, la historia simple y cruel. Mi emoción lo advertía con extrañeza, demandando a sus ojos, duros o exhaustos, un cauce para mi llanto que se brindaba... En verdad, había llegado demasiado tarde, cuando ya los pobres huesos se hacían polvo en la tierra, cuando ya los ojos de Juanilla habían llorado por otras nuevas penas. Y para mí solo, sin comunicarla, retuve un instante la visión infernal del hombretón feroz acosando al pobre huérfano…


 Hubo una pausa en que el otro chico haciendo irrupción en el recinto con la pequeña bestia blanca, fue a acogerse al regazo de su madre. Aquella figura tierna refrescó mis ideas.
 —¿Se parecía a éste? —pregunté tímidamente. —¿Era más guapo?
 Ella sonrió con indulgencia, como ante una comparación ante un extraño.
 —Sí... no... Era muy delgadito; tenía un lobanillo en el cuello y eso le desfiguraba un poco.
 Una sensación súbita de repugnancia física me hizo rechazar la idea. Pensé, imprecisamente, en mi contextura raquítica y escrofulosa de aquella época, cuando procreaba un pobre ser que nacería antes de tiempo entre las emanaciones del pantano… Oh, sí, para estos terribles errores sano remedio era la muerte. Y el recuerdo del pobre muertecito se fue apagando poco a poco en nuestras cabezas como los leves contornos de un sueño, al despertar.
 —Y Cheo —dije con una voz tranquila de viejo amigo, —¿cómo te quiere? ¿Te quiere mucho?
 —¡Oh, sí… mucho —lo dijo con una expresión casi feliz. —Vive para mí… Ah, pero es muy celoso… No deja entrar en casa a ningún hombre… Mira su machete.   
  Me lo enseñó señalando al muro, donde campeaba el arma, lisa y temible, sobre un trozo de palma seca. Y riéndose ya, añadió:
 —¿A quién crees que ha traído para que me cuide también? Es curiosísimo... ¡A la Tenienta! Se la encontró en un hospital cuando le cortaron la pierna…
 —¿La pierna? Yo iba de asombro en asombro.
 —Sí; lo dejaron medio muerto, cuando lo de ''La Caoba". Cuatro machetazos en la cara. Un tiro en la rodilla: ¡espantoso! Pues bien, desde entonces no se han separado. Cuando él va al pueblo, la Tenienta se queda por el batey dando vueltas. Después va a esperarlo al puente como un perro… Es curioso, muy curioso... Di tú que yo no soy celosa….
 —Y que la Tenienta —dije yo— no es una mujer…
 Y así, festivamente, terminó aquel quinto acto de melodrama. El chiquillo salió de nuevo al portal. Su chivo y él brillaron en el sol como dos trozos de nubes blancas. Mirando un momento a Juanilla, que sonreía aún con la última idea, consideré sus claros ojos de ensueño, su busto que la caricia brutal de la naturaleza no había aún deformado, su boca fina suavemente plegada al dolor. Y con una ráfaga de aire caldeado que nos enviaba la llanura tendida al abrazo del cielo, pensé ligeramente, casi un segundo, en una reconstrucción momentánea de nuestro amor. Pero no fue más que un instante. Pensé en aquella semi felicidad egoísta en que ahora rodaba ella. ¿A qué romperla? ¿Con qué derecho podía tornar a hacerla desgraciada? Y el machete de Cheo Molina brillando sobre la pared renegrida contribuía a hacer razonables mis pensamientos.
 Me puse en pie.
 —¿Y tu padre? —le pregunté todavía por decir algo.
 —¿El viejo? En la Habana con Esperanza, Parece que ahora están en fondos porque nunca escriben.
 —¡Bueno, adiós Juanilla!
 Nos despedimos sin alardes sentimentales, como dos amigos, yo un poco emocionado tal vez, ¿a qué negarlo? prometiéndole volver con un regalito para el chico, y dándole a éste un beso resonante. El muchacho reconciliado, vino a sujetarme el estribo mientras la albarda rechinaba bajo mi peso. Los cascos del potro chocaron en los guijarros abrasantes.
 —¡Adiós, adiós!
 Los árboles se combaban al paso de la ruta. Y era un paisaje de fronda espesa, todo henchido de rumores de pájaros, de hojas, de insectos. Un hilo de agua límpida saltaba junto conmigo por la cuneta lateral, y más allá se hundía hasta morir en una cañada parlanchina que cruzaba el camino bajo un puente de tablas. Altas palmas que mojaban sus pies en lo hondo erguían sus coronas buscando más anchas perspectivas.
 Las tablas crujieron bajo los duros cascos. Por la ruta, a lo lejos, venían dos figuras jadeantes. Una cojeaba sobre su pata de palo, balanceando dos hombros de atleta; la otra era una negra huesuda, tocada de rojo pañuelo. Pasaron casi sin advertirme, hablando de las siembras, de las faltas de lluvias.
 —Buenos días, amigo.
 —Buenos días...
 Más allá se abría la llanura de nuevo, en su implacable desnudez. Algunas casuchas se posaban sobre el espartillo y ante ellas pasaba, tímida, la línea blanca de un cementerio con un pino muy alto en un rincón.
 Entonces volví los ojos al bosquecillo, y lo vi todo alentando en una atmósfera de paz y de equilibrio, fuerte atmósfera de cosas definitivas y de intereses creados.
 Y hablando tan quedo que sólo mi corazón lo oyó, le dije:
 —¡Corazón, corazón, duerme otra vez tu sueño de piedra!


                                                                                                             1909

viernes, 22 de septiembre de 2017

La manigua sentimental V



V

 Un matrimonio de desarrapados guajiros, sin otra arma que el largo machete de labranza, a la espalda un racimo de mangos colgando del seco garrote, no podía ser personal sospechoso de contrabando, para los centinelas del caserío de La Guanaja, en aquellos días en que el bando de reconcentración vertía sobre las poblaciones a todo un miserable rebaño de campesinos, indefensos para la trama de lacerias urbanas, complicadas con el hambre antigua.
 Fue un interrogatorio de pura fórmula ante el destacamento del camino real, en la claridad lívida del anochecer. Éramos dos desdichados que habían visto arder su bohío junto con su tabla de maíz, una tarde terrible. Todo lo habíamos perdido: las vacas, las colmenas, los cerdos; hasta el pobre penco alazán que nos quitó una partida en el camino…
 —Ay, amigo —lamenté mirando a mi hembra, conmovida por el relato; ¡qué cosa tan mala es la guerra!
 Mi rostro barbudo, duro de pómulos y cetrino de matiz, convenció al cabo de guardia.
 —Bueno, bueno, —regañó su voz de taberna; ¡hála pa dentro! Pueden dormir en los portales de la alcaldía…
 Y añadió tocando con el codo a otro del grupo:
 —Y tenga cuidao con la parienta que está de búten...
 Tuve que sonreír cínicamente. Avanzamos en el pueblo arrebujado en los primeros crespones de una noche sosegada. En la arena de la plaza desierta, bajo los árboles negros e inmóviles, paseaban fumando algunos soldados. A lo lejos una tienda derramaba sobre los surcos claruchos de la calle enhierbada, tres cintas luminosas que alegraban los pensamientos.
 Comimos en un ángulo del mesón, bajo la égida de una lámpara de brazos ennegrecidos por las moscas. De la cantina llegaba un murmullo de discusiones y ruido de vasos. Algunos billetes que mi previsión conservó en el forro del sombrero, surgieron arrugados, olorosos, y por su virtud allanadora devoramos, uno tras otros, los platos humeantes que acarreaba el tendero, volviendo el rostro lleno de sospechas...
 Una alegría secreta nos brincaba adentro; una alegría infantil de día de mudanza. Halagado físicamente en aquel cuadro de bienestar, evocamos muy apagadamente la impresión de la mañana roja, y ahora nos parecían inexpugnables a toda sorpresa aquellas tablas pringosas, deshilachadas, del bodegón. No nos atrevíamos a comunicamos nuestra emoción con los ojos o con las manos, para no despertar dudas, pero nuestros pies cantaban sin ruido por bajo la mesa, un poemita tierno, todo hecho de estrofas desmayadas.
 Poco después seguíamos la linterna pestañosa del mesonero hasta el cuarto de la posada, cercano a los establos. Venía un olor a heno y a estiércol; y era un buen olor, burgués y honrado. Dormimos… Quiero decir que dormimos muy poco... A veces ella, revolviéndose sobre las sábanas, hablaba de los que habían quedado perdidos por el momento, y de los otros, los que hubieron de morir bajo el filo del machete o cayendo desde lo alto de una azotea... Yo la tapaba la boca con un beso convulso y febril. En la calma azul se alzaban intermitentes los alertas de los centinelas…
 ¿Para qué detallar el viaje? Dos leguas en carreta, entre sacos de maíz sobre los cuales merodeaban insectos rubios. Luego el tren: las plataformas se llenaban de militares que desafiaban desde los coches blindados los tiros de las maniguas, y Esperanza mirando pesarosa la llanura asoleada, musitaba en mi hombro:
 —¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad hemos hecho!
 A media tarde Camagüey, mi vieja ciudad provinciana, ahora aumentada en cafés, hirviendo en una agitación enfermiza a la sombra de sus iglesias.
 Ardua empresa el parlamentar ahora con mi padre, el heredero de tres Agüeros rebeldes. Mi carta desde la posada "El León de Castilla", fue discreta, y en ella se aludía muy veladamente a cierta delicada misión que me llevaba a New York, vía La Habana. No hubo más. En el abrazo en que sentí su añeja corpulencia, en el temblor de sus manos que me reconocían vivo, latía un orgullo de héroe candoroso y grande. Sufrí una recóndita vergüenza.
 Y la espina no hubiera cesado de hincarme si las ansias de vivir no me hubiesen devuelto poco después los besos de mi madre, allá abajo, en la casita modesta de ahora; y las preguntas inquietantes de las hermanas transformadas, hermosas, y las miradas cargadas de amor de las negras encorvadas, de los perros, de los retratos mudos en sus lienzos pardos...
 Esperanza aguardaba en la posada, mientras en mi casa rellenaba yo cada día un cofre desmesurado, bañándome el alma de sensaciones gratas y menudas.
 —Mira, Juan, —oía a veces— aquí tienes una frazada, por si te coge frío en Nueva York.
 ¡Mi buena gente! Esperanza quiso conocerlos, bien que sólo fuese de vista. Y una vez espiamos desde sus persianas el paso de mi madre, tambaleante y pálida, que iba a compras con una de mis hermanas. Viéndolas deslizarse sin ruido por la arenisca asoleada, me venían locos deseos de confesárselo todo, prometiéndoles no manchar la tradición. Pero mis pensamientos se ahogaban en una niebla de indecisión y al cabo iban con mi mano serpenteante hasta unos senos redondos y trémulos.
 —Ven acá —murmuró Esperanza, acendrando un mundo de fiebre en el acento— ¿con quién te quedas, con ellas o conmigo? Vamos, con franqueza...
 Ante aquellos ojos criminales, ¿quién podría vacilar?... Mis labios ofrecieron la respuesta a sus labios.
 Al día siguiente tomábamos el tren para Nuevitas, con un generoso recuerdo de mi padre en los bolsillos... Me despedí de él hasta Cuba Libre. Tomé de mi madre, regado con sus lágrimas, un detente... ¡A La Habana!… Ya en la corriente, ¡qué remedio! Y mis ojos brillaban húmedos todavía, cuando en la marcha veloz del tren, fui a buscar ansiosamente, codiciosamente a una pequeña viajera olvidada en el vagón de los pobres...
 Dos mañanas, más allá, enfilábamos el canal de La Habana bajo la mirada soñolienta y adusta del Morro, dorado en el sol tempranero. Fueron después unos días intensos en que miramos el mundo a través de nuestro postigo vestido por el posadero, un poco poeta, con una enredadera de coralillos que cantaba un epitalamio.
 Sólo por las noches, como los pájaros agoreros, salíamos con paso breve y nervioso a lo largo de los paseos y ante los pórticos de los teatros, desbordantes de una gente nueva, toda trajeada militarmente, en mil caprichos de indumentaria, toda acorde en un airecillo cursi, insolente. Entonces nos enterábamos de que la guerra seguía en toda su crueldad, de que en la Cabaña se fusilaba, de que la fiebre amarilla devoraba los batallones.


 Mis cartas a Camagüey anunciaban que mi viaje a New York se había aplazado en espera del primo Castillo. El primo Castillo era, en nuestra clave, el delegado de la Revolución. Y el honor de los Agüero quedaba salvado...
 Y así, rodó todo mientras hubo dinero. Mis sueños se poblaban de gorras blancas, que venían hasta mi lecho a quitarme a Esperanza. La miseria era una cosa lejana, vista por las ventanas del restaurant donde asomaban ávidas, envidiosas, las cabezas verdes, de los reconcentrados. Pero un día despertamos sin un centavo, literalmente sin un centavo. Esperanza no aceptó la noticia como un chiste ni mucho menos, y con algo de rencor en la voz dijo clavándome la mirada siniestra:
 —Bueno, ¿y para esto hemos venido a la Habana?
 Y a mi gesto de súplica, que rogaba un plazo añadió:
 —Es decir que todo lo que tú traías, todo lo que el viejo te había dado… ¿era esta miseria?
 Entonces fantaseé. Hablé de un empleo que me reservaba un antiguo amigo de mi padre; de buscar a los viejos compañeros, de acabar los estudios... Hasta dejé vislumbrar allá, a lo lejos, remotos, los muros encalados de la Vicaría…
 Consintió al fin, encargándose de ablandar al posadero. Era un fornido gañán de engomado cabello rizo, con mangas sujetas sobre el codo por ligas de goma. Al principio frunció el ceño peludo, monstruoso; después, ante las angustias de ella, que agitaba en su zozobra un pecho redondo, levemente escotado, abrió bajo su mostacho hirsuto una sonrisa blanca y bestial… No fue más que un relámpago de deseos en sus pupilas saltonas. Pero me pareció que me abofeteaba. ¿De dónde sacó nuevos bríos mi dormida voluntad?… En dos saltos arrebaté a Esperanza de aquella casa ante la sorpresa del cíclope hospitalario.
 Fuimos a arrimamos a un compañero de curso, cargado ahora de hijos, alrededor de la falda grasienta de su mujer, antigua corista de Albisu… Y entonces empezaron las pequeñas contrariedades de la pobreza sin amor. Esperanza, un poco delgada y biliosa ahora, me echaba en rostro amargamente la salida prematura de la posada.
 —Ahora, vamos a ver —decía— lo que sacamos con estos pujos de dignidad... Miseria y Compañía...
 Yo la besuqueaba babosamente, intentando caprichos sensuales. Y para comprarla una pluma de sombrero o unos zapatitos blancos, fui, sucesivamente, copista de teatro, agente de anuncios, repórter policiaco, bajo de capilla, testigo de estuche, memorialista de cartas amorosas.
 A veces la encontraba en la puerta con un oficial, primo de la corista. Yo me conformaba con entristecerme.
 —Mira, hija —insinuaba— no es que yo desconfíe, pero...
 —Pero, ¿sabes que estás posma? —interrumpía ella.
 Pensé en que debíamos mudarnos, con esa ilusión de los enfermos que creen aliviarse con un cambio de postura. Al cabo aquella casa habíase tornado en un jubileo de militares de todas las graduaciones que visitaban a la corista y a sus amigas que allí pasaban temporadas. Y a mis “Buenas tardes", tímidas, breves, todo era un relampagueo de sonrisas que me hacían daño.
 Una vez me dieron una mala broma. Llegaba rendido una tarde de frío... Caía una lluvia, de muselina; lo recuerdo. De pronto, un individuo realzado con un bastón con borlas surge tras la puerta y me invita a seguirle a la Jefatura de Policía. Un teniente de ejército le acompaña. Me instruyen de cargos: soy un terrible conspirador; voy a salir, sin duda, para las Chafarinas en breve plazo. Luego, una noche horrenda...
 Esperanza, a quien escribo con palabras que sangran, me deja solo...
 Al llegar el día me despierta un coro de carcajadas; mis amigos, los militares de casa, se doblan de la risa... Es una broma: puedo volver al trabajo en paz y en gracia de Dios.
 Pero al tornar al cuarto miserable lo encuentro vacío... La corista deplora decirme que la vio salir a la puesta del sol con uno de artillería. ¿Querréis creerlo? Por mi frente pasó una racha de homicidio. Salí a la sala y allí, en medio del florecimiento de gorras blancas, desaté mi rabia con ánimo de atravesarme en uno de aquellos sables relampagueantes.
 —Sí, soy un insurrecto... He venido del campo de matar soldados... ¡Soy un mambí!...
  Un capitán viejo, con aspecto de chivo, me tomó suavemente de un brazo:
  —Váyase a acostar. Usted no es más que un buen hombre.
 Me acosté en efecto. Y fue por muchos días. Un médico habló de fiebre cerebral…  ¡Qué pesadillas, Dios mío!…


 Al levantarme me pareció retornar de un largo viaje. Todo renovado; por lo menos todo vuelto a mi humilde ser antiguo... Todo nuevo, sí. Mis ojos volvían a la vida extrañándose de cuanto les rodeaba. Era una habitación distinta, era una ciudad desconocida y hostil. La Habana con su tráfago febril, me repelía de su seno.
 Solitario ahora, tragaba una vida negra que rezumaba en mi espíritu el más cortante pesimismo. La Habana era un gran vientre abierto que hedía al sol. Por las calles lodosas rondaban procesiones de soldados con vendas y astrosos reconcentrados cuya mano imploraba en las ventanas de los restaurants hasta que los barría con un terno la escoba del camarero. Sobre el empedrado, en que las basuras se podrían, pululaban los perros y su barahúnda se abría para el paso de un convoy resonante de heridos y enfermos que vomitaban la borra negra sobre el hombro de su compañero. En los parques, en los alrededores de Palacio, reía no obstante, una dorada población. Pero era una alegría teatral y enfermiza que no curaba la pátina verdosa de la piel y la fatiga de los ojos bajo las viseras. De vez en cuando se adornaba la ciudad con la vieja percalina, abriendo sus calles angostas a un batallón peninsular que avanzaba candoroso, todavía sonrosado, entre el escándalo de un pasa-calle. Después, tornaba a su vida emponzoñada, bajo el velo denso de las moscas.
 Mi vida se reducía a hacer copias para los teatros; era una serie de zarzuelas en que se combinaban la bandera, la mochila del soldado y la marcha de "Cádiz". De Esperanza tenía pocas noticias. Una noche la vi en un coche abierto con otras mujeres que espiaban a sus amantes por el Parque. La miré sin rencor, casi regustado del progreso evidente de sus ropas y su sombrero. Otras veces sabía de ella por mi antiguo condiscípulo que venía a menudo a pedirme un peso. Ahora la había dado por asistir a los fusilamientos de la Cabaña... Las noches de esos días se la disputaban los hombres; parece que aquel estímulo la hacía amar de un modo agudo y extraño...
 Vuelto a mi serenidad de espíritu, empecé a gustar la nostalgia de los campos mambises. Allí al menos se reía con un impulso infantil y fuerte. Con una súbita sed irresistible ansié la guerra como un refugio de paz.
 Todavía vacilaba, no obstante, al recogerme cada noche en la cama blanda y tibia. Pero un episodio sencillo, un simple encuentro en la calle, me confirmó en mi resolución de fuga.
 Una tarde, final de aquel largo verano, la casualidad me llevó al mismo banco de un viejo campesino que dormitaba a la sombra.
 —¡Córcholis! —me dije— éste es él. Sí, el viejo Fundora; no cabía duda. De repente, como si mis miradas lo lastimasen, se despertó resoplando. Clavó sus ojos en mí, y una sensación de espanto, de miedo a algo sobrenatural se dibujó en su rostro.
 —¡Sí! —dije tomándole las manos— yo mismo: Juan Agüero! …
 Todavía, turbado, miró a todas partes, mudo, como cogido en flagrante delito. Y a mis preguntas en tropel, me apretaba la mano suplicándome callara. Tomamos otro banco.
  ¿Tú, tú mismo?... ¿Pero, cómo ha podido ser esto?
  —¿Y Juanilla?, demandé sin contestarle.
  —Viva, viva también. Es decir... Después de aquella macheteá en que se me dispareció la probecita Esperanza, tóos nos esparramamos. Juanilla conmigo, con tres o cuatro, con Cheo Molina medio muerto, vinimos a parar a las tembladeras del Sur. Quince días entre el fango comiendo caimanes...
 Allí...
 —Allí, ¿qué? —le exigí con un presentimiento.
 —Allí… allí vació el muchacho… Sietemesino… Una noche de aguas… Los fósforos mojaos, no daban luz… ¡Mal rayo! Era cosa de colgarse de una cabulla… Yo escuchaba trémulo. Mi hijo, el último Agüero, raquítico, naciendo en una tembladera, desconocido de su padre….
 —¿Y después?, insistí.
 —Después se la llevó Cheo Molina con los otros pa Oriente... Yo no quería… Yo quería buscar a Esperanza, que no podía haber muerto, no… Pero él se empeñó; le tomó ley a Juanilla... Y como toos te creían muerto...
 En la niebla de mis recuerdos brillaron un punto los ojos de Cheo Molina siguiendo la falda ondulante de Juanilla. Callamos un rato. El continuó:
 —Yo los seguí un poco por la playa pa el Este… pero una noche no pude más y me volví solo pa atrás. Quería buscarla a ella, encima o debajo de la tierra, donde estuviera… Unos me decían haberla visto descuartizá… Otros la hacían presenta con un hombre... Nunca logré ná…
 Se pasó el dorso de la mano por los ojos. Después acabó precipitado:
 Un día me sorprendieron solo… Tuve tiempo de tirar el machete... En el consejo de guerra hubo un guirigay tremendo… Al fin se conformaron con desterrarme… Figúrate. A morirme de hambre. Vine pa acá.... Unos americanos me dan la comía...
 Me despedí del anciano con una mezcla extraña de alegrías y remordimiento... Mi hijo, ¿cómo sería? ¿Se parecería a mí?...
 Lo que encontró Fundora al día siguiente en la casa de huéspedes, fue algo mejor que la mesa puesta que esperaba. Eran dos líneas mías: en ellas le descifraba el enigma de su Esperanza, se la presentaba viva y hermosa, le daba las direcciones seguras para hallarla... En cuanto a mí, aquella tarde me apeaba en mitad de una carretera florida, para incorporarme aquella misma noche a Adolfo Castillo. Reinaba en el cielo de estaño una luna amable. Y yo pensaba que también Juanilla la miraba desde su retiro ignoto...


martes, 19 de septiembre de 2017

La manigua sentimental IV


IV

 Os he hablado más de lo que quería del curso homérico de la insurrección. Soy, como ya sabéis, un pacífico tristón a quien sus apellidos trajeron a la guerra para ver menudos detalles poéticos, para hacer poco daño al enemigo.
 Habéis de saber, según eso, que vegetamos sin contratiempos en la vieja hacienda. Adscritos como hospital de sangre a una brigada, fuimos visitados frecuentemente. Se nos envió un médico, un viejo silencioso, antiguo farmacéutico, que pasaba los ratos perdidos en un rincón atestado de brebajes extraños, defendido por letreros terribles.
 Una vez descendieron frente a nuestro portal, dos jinetes en rumbo al gobierno, instalado ahora en la sierra de Cubitas.
 —¡Ricardo, Cheo!, grité al reconocerlos.
 Nos abrazamos con cariño. Ante mi confusión no exenta de agradecimiento, me palpaban buscando si no tenía alguna herida. Llevaban largas barbas manchadas de fango, y el rostro de Molina parecía más sombrío, bajo el amplio sombrero tamaño como un quitasol. Habían venido a una comisión del Segundo Cuerpo. Pero al sorber conmigo, poco después, una taza de café cerrero, no pudieron tener las lenguas quietas y declararon muy simplemente que había venido a majasear un poco. Se batía el cobre por allá abajo.
 —Mira —dijo Ricardo enseñándome una cicatriz en el brazo, blanco y delicado sobre los codos.—Esta fue en Bejucal!… 
 El mediodía pesaba sobre nosotros. Y al prolongar una pausa, viendo que Molina tomaba rumbo al batey, se me acercó Ricardo confidencial.
 —¿Y Esperanza? ¿Con quién está ahora?
 Sonreí. ¡Cualquiera adivinaba con quién estaría aquella hada propicia de los ejércitos! Unos venían a la guerra a matar, otros a curar heridos; ella vino a consolar a los tristes con la panacea incomparable del amor. Santa risueña, ¡qué más dulce limosna que aquella que niveló a jefes, oficiales y clases y de cuyos misterios sabían las cálidas maniguas camagüeyanas!
 —Ahora —respondí— te estará esperando. No hace mucho se fue con un comisionado que pasó por aquí… Dicen que estuvo en un pueblo… Después volvió como si tal cosa… Y ahí está, más apetitosa que nunca…
 ¡Ah, si no estuviera aquí Juanilla!
  —Luján abrió los ojos:
  —Juan, ¿qué es eso? ¿Te has aburrido ya de tu mujer?
 Diríase que aquella exclamación me cogió infraganti en mi pensamiento. Maquinalmente extendí la mano para tapar la boca a mi amigo. ¡Pobre Juanilla! Lo cierto era que sin dejar de amarla, la visión ondulante de su hermana me ponía a veces un haz de candelas en los ojos, haciéndome odiar cuanto se interpusiera entre su carne y mi deseo. Esperanza lo sabía, lo había olido, para expresarlo en una forma de animalidad. Y cuando junto a mí cruzaba, aún delante de Juanilla, sus pupilas tenían más cambiantes de luz, su cintura se anchaba más al andar, sus manos se hacían más temblorosas al resbalar sobre su pelo bronceado y tomaban, en suma, una aguda exaltación todos sus potentes órganos de sembradora. ¿Por qué ese efecto? ¿Acaso porque era yo la fruta difícil?…
 —Y no sabes lo mejor —continué. —La pobre Juanilla…
 Mi amigo comprendió mi seña.
 —Vamos ¿también sucesión?… Qué apuro, en estas soledades!…
 —¡Qué vamos a hacer, chico! Los camagüeyanos tenemos siempre algún hijo en la manigua… Eso viste mucho en la historia…
 Concluí con un gran suspiro:
 —Bueno; has llegado en hora oportuna. Adjudícate otra vez a Esperanza. Así tendré yo que estar quieto a la fuerza.
 Luego salimos a visitar los ranchos. Del fondo de un conuco miserable salió un oficial sin más traje que un pantalón viejo. Después surgió de un haz de guayabales que respiraba con un humo blanquecino, un grupo de soldados que, con el largo paraguayo, colgando hasta los pies, rodeaba a Cheo Molina escuchando sus noticias de los amigos.
 —¿Quién, la Tenienta? ¡Una fiera! En Cacarajícara la hicieron capitana… Ahora quería venirse conmigo para acá…
 Y así de los demás, de Joaquín el machetero dominicano, de Perico mi antiguo asistente, de un hijo del prefecto que se fue con el general Maceo… Casi todos muertos, macheteados en sorpresas de campamentos.
 Tres tardes después siguieron viaje al Gobierno con la promesa de volver. Una sonrisa de Esperanza, que lavaba con otras mujeres bajo un tinglado, había caldeado a un tiempo mismo la sangre de los dos hombres. Y, amistosos rivales, desaparecieron agitando los sombreros.
 Entonces... Tenía que suceder... Entonces y en los días que siguieron, un deseo loco de fundirme en aquellos brazos de Esperanza, tentáculos mortíferos de pulpo, me quitó el sueño, haciéndome codiciar las horas que huían…  Ahora...  Sí…  Antes que volviese el otro; antes que Juanilla pudiese evitarlo!
 Aquello fue sin ceremonias. Una noche me lancé sobre ella como un tigre que ha acechado largo tiempo a su presa. Ella reconociéndome, después del primer susto, murmuró en la media luz:
 —Bueno; pero no se lo dices a nadie… Por ti y por mí… ¿Sabes?
 Yo sentía latir sus sienes...
 Y todo tan sencillo, tan fácil... ¿Cómo pude vacilar tanto tiempo?
 Fue un áspero idilio con el sol irritado por testigo de nuestra sed satisfecha. Y como tales satisfechos, nuestra actitud ante Juanilla era de calma, de una calma llena y fuerte. El médico palpaba algunas veces el vientre a Juanilla, y ella y yo hablábamos con entusiasmo del pequeño mambí que venía... Y así nos encontraron Ricardo y Cheo Molina a su vuelta, alegres, como si en aquella jornada de vuelta hubieran pactado la paz… Y así los vi compartir ávidos aquel sabroso tesoro... ¡Ah, si yo pudiese escaparme con ella!… ¡Quién sabe!


 Nuestro campamento no era en realidad cosa de guerra. Lleno de domésticos rumores tenía más bien trazas de aduar gitano donde se protestaba pacíficamente del alcalde, del juez y del cura, del orden establecido de las cosas. Su situación aislada, lejos de todo camino hacía que por él suspiraran los heridos y los palúdicos, los que en las venas traían el morboso recuerdo de las costas de Turiguanó a Sabinal.
 En la somnolencia de la tarde se escuchaba en tono de mansa sitiería, algún punto audaz de la guerra:

         ¡Alto! ¿Quién va? ¡La guerrilla!
         ¡Muchachos, machete en mano
         que esos son nuestros hermanos
         pero de mala semilla.

 Contábamos entonces unos treinta enfermos. El doctor me había aceptado como interno, y entre ambos rellenábamos lentamente un pequeño cementerio dormido bajo los brazos protectores de cuatro mangos amarillentos, venerables. Sólo algunas salidas imprudentes de Molina con media docena de amigos para tirotear a los convoyes que cada veinte días se arrastraban trabajosamente por el camino central, habían interrumpido con una sensación de vaga alarma aquella grata paz que una nutrida piara de toros y el verdear de una tabla de viandas aseguraban.
 Una madrugada tierna, tibia, hecha para amar, para dormir, para soñar, para todo, menos para morir, nos despertó en nuestro caserón el galopar ansioso de los avanzadas, y casi en seguida un pavoroso griterío que brotaba de los ranchos alejados donde se podrían los tísicos y los leprosos.
 —¡Pa adelante…!  ¡Arriba con los mambises!, —se escuchó culminando los aullidos.
 ¡La guerrilla, la guerrilla que se nos echaba encima, la banda de mercenarios que conocían bien las veredas de su propia tierra y para cuya moral de presidio no había, miseria respetable. Algunos tiros aislados sonaban mientras hacía su obra silenciosa el machete.
 Recogí a los míos, todavía sin partido adoptado. El viejo Fundora apareció entonces, soltando ternos terribles, increpándome por la infamia de haberlo traído a estos apuros.
 —¿Y ahora? ¿Y ahora? —decía casi llorando.
 Echándolo a un lado salí con Juanilla al portal, voceando por Esperanza que no aparecía, dormida quién sabe en qué bohío. Aventurándome al otro lado del batey la encontré junto a las trincheras, mirando fascinada a la distancia humeante, un revólver en la mano caída y temblorosa.
 —¡Ah!, —dijo como si despertara al sacudirla yo... Toma, toma esto… Se lo quité a un herido. Quise probar… y tiré al bulto… ¡Ah, creo, sí, lo he visto… ¡Creo que he matado a uno!…
 De pronto nos envolvió la ola de gente que huía. Los enfermos arrastraban por los guijarros los largos camisolines.
 —Son un burujón, se gritaba. ¡Lo menos quinientos!... ¡Asesinos!
 Corrimos al caserón fortificado, que se tragó compasivo la muchedumbre convulsa. Dentro de aquellas paredes seculares, todos se creyeron momentáneamente seguros, y ya nadie pensó en huir. Reconocí junto a mí vivos, ilesos, a Molina, a Mendoza el médico, a Luján, a los nietos del negro Pánfilo. El sombrío salón, dominado por altas llaves, se colmó de murmullos. Por entre los resquicios del humo aparecieron algunas figuras azules a caballo, que avanzaban con precaución.
 Fue un momento de prueba. ¿Por qué misteriosa fuerza se alejaron en ese momento de mi retina aquellos hombres valerosos, aquellas mujeres que se estrechaban contra mis hombros, y surgió, solo, claro, distinto, como no lo había rememorado nunca, mi alegre cuartito de estudiante, mi lecho desordenado con pelos rubios en la almohada, mi sombrero colgado en la percha, propicio a llevarme a los innúmeros refugios del capricho urbano?...
 Fue uno de esos relámpagos de lucidez que trae el soplo helado de la muerte. Y todo me fue allí extraño, y hubiera deseado volar más por repugnancia que por miedo...
 Me despertó de mis divagaciones la voz de Luján:
 —Anda, saca el revólver… Ahora sí hay que batir el cobre...
 Molina, tomando la dirección del grupo, daba órdenes breves. Una línea de fuego se había establecido por las aspilleras en silencio, cuidando no desperdiciar las municiones. Entonces el enemigo imaginó una fuga y animoso, dando gritos de júbilo, se lanzó en desorden al batey, los rojos machetes al aire.
 —¡Ahora!… —gritó Molina.
 Y la casa, incendiada, diabólica, vomitó por todo su frente una racha de balas, doblando las patas a los caballos y volteando algunos cuerpos hacia atrás. Fue sólo un minuto de vacilación; porque feroces, ávidos de matar, se lanzaron a la casa, enviándole desde lejos una granizada de plomo. Un muchacho que curioseaba por un ventanillo cayó desde lo alto, con un ruido de fardo, tiñendo un grupo con su sangre.
 Las mujeres se taparon la cara.
 —¡En el nombre del Padre!…
 Había que salvar a las mujeres. Recordé de pronto un refugio mediano, precioso, en aquellos instantes. Y así, sin ruido, con feroz egoísmo, llevé a las mujeres, al viejo, al negro Pánfilo, hacia un recinto amurallado del sótano, encierro antaño de los negros cimarrones desgarrados por los perros. Olía a maíz y a moho. Subí otra vez, sin embargo, por un impulso irresistible. Por las puertas golpeaban los guerrilleros con las culatas. Cheo Molina, con una pierna fracturada se movía pálido en un taburete, enseñando la hinchazón monstruosa. Por la escalera, al mirador, ascendían, aterrados, los enfermos, buscando el escape por donde quiera, en las nubes, en el cielo. Tenía que surgir el héroe. Y surgió.
 Matías Mendoza, el boticario taciturno, se adelantó hacia la puerta. Llevaba algo, un bulto pequeño, escondido en un pañuelo. Un negrazo trató de detenerlo, pero el viejo lo miró con siniestra frialdad, y todos le dejaron paso.
 Lo recuerdo como una pesadilla...
 La puerta libre de sus cierres, dejó ver un golpe de luz y una invasión de hombres endiablados. Mendoza se echó dos pasos atrás y arrojó al suelo el bulto... Una detonación abierta, con algo de desgarradura, lo llenó todo. Luego gritos, resoplidos; astillas que saltaban al techo... Los ojos alocados de Mendoza se esfumaron en el humo. Ya no vi más que a Molina tinto en sangre huyendo hacia el fondo, a Luján subiendo al mirador seguido por la turba de enemigos confundidos.
 Pronto salíamos por el portón del sótano hacia el campo, libre por allí. Una mirada de despedida a la casa nos hizo contemplar el último episodio. El cuartito alto desgranaba la gente fugitiva sobre los tejados. Todavía surgió un hombre en su azotea eminente, donde rompía los cielos la bandera tricolor.
 —¡Ricardo! —gritó Esperanza:
 Un pelotón de soldados brotó a la luz en su busca. Pero él saltó sobre el muro y allí gesticuló un momento con su revólver descargado. Cercado al fin, volvió el rostro; rompió el asta... Y con el trapo flamante se lanzó al abismo, golpeando en cada tejado.
 Ya no quedaba más que el palmar sombrío. Descalzos, misérrimos, corrimos al manigual. Juanilla se desmayaba... Echándomela sobre el hombro anduve con pasos torpes un gran trecho. Al fin, uno que pasaba a caballo se detuvo un instante para atravesarla en su albarda. De pronto dejé de ver al viejo; después fuimos media docena. Los bejucos airados nos desgarraban las carnes. Y he aquí que al echarme al suelo rendido, oyendo a lo lejos los disparos, dispuesto ya a todo, me encontré solo con Esperanza, sangrientos los pies, medio desnuda, agónico el ancho rostro.
  
  
 Estábamos en la linde del bosque...  Un paisaje dulce de cañas, en que hundían los pies, desperdigadas, algunas palmas, nos sonreía por entre el calado de ramas secas. Espiamos convulsos los ruidos lejanos. Nada. Sólo una banda de totíes sobre un arroyo de sombríos moarés.
 Echados sobre las hojas, pudimos reposar de la inmensa fatiga en silencio. Y sin proceso de transición, aliviado paulatinamente, vine a considerar la belleza áspera y cruel de aquella mujer, mía ahora, mía o de nadie…
 —¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó ella inquieta.
 La tranquilicé un tanto afirmándola que los otros estaban seguros, que ya se habrían reunido con alguna fuerza y en breve tornarían al campamento. Pero ante su busto amplio, ante la frescura de sus dientes, mi pensamiento se alejaba del batey de "La Caoba" y rondaba iluso por la blancura lejana de un pueblo que ahora mirábamos hundido a lo lejos en la hierba, más allá del trazo plata de la laguna. Las circunstancias nos traían de la mano a aquella fuga suspirada tanto tiempo, como un corte necesario a una situación inhumana. Ella debía leer en mi pensamiento, mientras echada sobre la grama húmeda acentuaba la curva pomposa de su cadera.
 —Oye —la dije de cerca— ¿te gustaría morir junto conmigo, así, en pareja sabrosa?
 No contestó de pronto; luego irguiéndose y mirando al pueblo cuyos fuertes albeaban al sol, murmuró con malicia:
 —¿Dónde hemos de morir?
 —Allí; esta noche...
 Luego esquivando mi gesto rapaz, saltó y fue hasta las bajas ramas de un mango cercano, bruno y gigantesco sobre la tarde dorada. Los frutos cárdenos, gruesos, perfumaron sus manos.
 Y con el gesto prístino del Paraíso, dio la fruta a su Adán semidesnudo, aquella Eva cuya carne morena estremecía a las bestias a su paso...