Uno de estos días,
pues –un poco así como en los cuentos- el poeta Mariano Brull se paseaba por
los zocos de Fez, todo él perfumado de poesía árabe, como si hubiera hecho su
entrada material en el reino de las Mil y una Noche del África
Había recorrido toda
la mañana la Ciudad Santa, desde Karaouine hasta el cementerio de los Mermidas,
desde la mezquita de Mulay Idriss hasta la Meliáh judaica. A la izquierda había
contemplado los picos del Atlas, hacia la derecha las serranías del Rif. Estaba
un poco fatigado pero el río humano del gran zoco lo había tentado y se había
aventurado en él, apresando visiones, pescando rostros, túnicas, barbas,
bonetes judíos, turbantes fezarinos, sonrisas del levante y cataduras duras del
Atlas.
No sabe él cómo de
pronto cayó sobre un maravilloso tapiz oriental, todo él tejido con hilos
rojos, con hilos verdes, con hilos negros, que se matrimoniaban con ingenio
sutil para dibujar jardines de plata y oro, siluetas de sultanas y personajes
de leyenda, inmenso, sedoso, tentador. A su lado pasaban los árabes barbados,
los negros venidos de las montañas atlánticas o del Rif, los judíos finos como
escapados de un poema de Isak Ben-Jacob Alfasi. El poeta se quedó viendo el
poema suntuoso del tapiz con ojos soñadores y melancólicos ¡ay¡ porque cuando
preguntó su precio, le dijeron: “5. 000 francos”, y porque los poetas, aunque
sean diplomáticos, nunca tienen cinco milo francos para un tapiz.
Detrás del tapiz,
sentado con las piernas cruzadas, la barba y los cabellos ensortijados
saliéndoles bajo la albura del turbante, el propietario del zoco, un árabe fino
y lleno de majestad, como si estuviera posando para Delacroix, enhebró la
charla con el poeta "que venía de lejos, de muy lejos, ... de las
Antillas..."
-No -le decía Brull-
imposible, yo no tengo esa suma. Pero para no hacerle perder el tiempo voy a
comprarle este vaso...
Y a propósito del
vaso, cuyos dibujos le recordaban un poco el encaje de la Alhambra, hablaron
sobre arte. "¿El señor sabe español? ¡Ah...!" Sí, el poeta antillano
sabía, no sólo español, sino español antiguo, había leído a los poetas árabes,
sabía estancias de la morería, recordaba pasajes de los profetas, conocía
algunos Textos, y cometió la dulce imprudencia de agregar:
Los ojos negros del
árabe brillaban en la penumbra del zoco, tenían reflejos singulares. Poco a
poco comenzó a hablar, a hablar, a tejer palabras dulces. Sus palabras
revelaban en él un erudito literario, un historiógrafo, un artista. Entre él y
el poeta antillano se estableció pronto un instrumento de afinidades y
coincidencias interiores. La coraza acerada del comerciante había desaparecido
-¡milagros que hace la poesía!- y las recitaciones del uno sucedían a las
recitaciones del otro. Ambos citaban el nombre o el texto de un filósofo o de
un poeta conocido de ambos. Aquello tenía ya todas las características de la
amistad letrada. Pasaban no sólo el río humano del zoco, sino las horas, sin
que ni uno ni otro se percataran. En las mezquitas coronadas por la bandera
verde del Profeta, comenzaron a cantar los muezines, entre los últimos oros de
la tarde..
Sin que Mariano Brull
se apercibiera, el árabe había envuelto con manos discretas y finas -manos
árabes que esconden la precipitación, o que la sustituyen con movimientos
precisos- el tapiz maravilloso que había servido de pretexto a la charla…
Cuando el poeta se dio cuenta, protestó:
-Ah, sí, el tapiz!
Pero no, si yo no tengo dinero con qué comprarlo! No, no, deme usted solamente
el vaso...
Y con la autoridad
suave, que emplean siempre los árabes, con esa violencia dulce que derrota la
brusquedad de los occidentales, el nuevo amigo de Brull loe deslizó al oído, en
una reverencia de todo el busto:
-Lléveselo usted como
un recuerdo... Usted me ha hecho feliz... Le rindo las gracias con toda
humildad.
Y antes de que Brull
tuviera siquiera tiempo de protestar, el turbante blanco había caído por
tierra, el busto del hombre doblado en dos: era el minuto de la oración.
Arriba, en lo más alto de las mezquitas, los meuzines continuaban su salmodia
lenta, monorrítmica y dramática, y un rumor de rezos llenaba el aire de la
Ciudad Santa, de Fez, la Dolorosa, de Fez la Maravillosa.
Diario de la Marina, 1
julio de 1938.
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