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jueves, 6 de abril de 2017

Las ventanas abiertas (poema en prosa)


  
  Andrés Núñez Olano

 Tenía cuarenta años, paradójicamente rotulados con un diminutivo: Lolita. Amplia y cuantiosa, sobre el paisaje de su soltería perfilaba el apelativo un naciente de luna otoñal, melancólicamente pueril. El amor descendió hasta ella desde los balcones de una casa de frontera. Fue un viajante de comercio, inexorablemente apellidado López. La espera de este amor había sido una obstinada labor de bordado y una angustiosa invasión de arrugas. No era todavía aquel hombre, pasado de los treinta años, bajo cuya calva bibliotecaria la más decorativa barba se ilustraba de remembranzas próceres, el tenazmente aguardado, el que debía anticipar al niño dormido en su corazón maduro. Mas su corazón también sabía del suave descanso de la conformidad. 
 Nunca se abrieron hasta entonces al sol cotidiano las ventanas de su casa, selladas por su recato de virgen doméstica. En las salas obstruidas de muebles hereditarios, sobre los butacones tradicionales, frente a los espejos ingenuos como el agua clara, había cortado ella —horticultora resignada— las rosas inútiles de sus años solteros. Mas he aquí al amor, calvo y barbudo, viajante de comercio y López. En el júbilo del advenimiento, las ventanas conocieron la novedad de ser abiertas. Protestaron de la separación de sus marcos, donde anclara su sueño de veinte años: lloraron polvo y telarañas. 
 Así fue la historia, cuando los novios-abuelos comenzaron a mecer su amor-nieto, un resquebrajamiento de maderas reumáticas y un asombro del vecindario frente a unas insólitas ventanas abiertas.

 Social, junio de 1926. 

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