Andrés Núñez Olano
Tenía
cuarenta años, paradójicamente rotulados con un diminutivo: Lolita. Amplia y cuantiosa,
sobre el paisaje de su soltería perfilaba el apelativo un naciente de luna otoñal, melancólicamente pueril. El amor
descendió hasta ella desde los balcones
de una casa de frontera. Fue un viajante de comercio, inexorablemente apellidado
López. La espera de este amor había sido una obstinada labor de bordado y una angustiosa invasión de arrugas. No era
todavía aquel hombre, pasado de los
treinta años, bajo cuya calva bibliotecaria la más decorativa barba se
ilustraba de remembranzas próceres, el
tenazmente aguardado, el que debía anticipar al niño dormido en su corazón maduro. Mas su corazón también sabía del suave
descanso de la conformidad.
Nunca se abrieron hasta entonces al sol cotidiano
las ventanas de su casa, selladas por su recato de virgen doméstica. En las
salas obstruidas de muebles hereditarios, sobre los butacones tradicionales,
frente a los espejos ingenuos como el agua clara, había cortado ella —horticultora resignada— las rosas inútiles de sus años solteros. Mas he aquí
al amor, calvo y barbudo, viajante de
comercio y López. En el júbilo del advenimiento, las ventanas conocieron la
novedad de ser abiertas. Protestaron de la separación de sus marcos, donde
anclara su sueño de veinte años: lloraron polvo y telarañas.
Así
fue la historia, cuando los novios-abuelos comenzaron a mecer su amor-nieto, un
resquebrajamiento de maderas reumáticas y un asombro del vecindario frente a
unas insólitas ventanas abiertas.
Social, junio de 1926.
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