Miguel de Marcos
El pesado tiene todas las polivalencias. A
veces, es como una sombra brusca y negra, un ala maléfica que se abatiera sobre
los ojos de su víctima y le envolviera el cuerpo sin poder oponerle
resistencia.
Los tratadistas modernos, afilando el diagnóstico,
polarizando la audacia, han visto en el pesado una función morosa, lenta, de
sangre espesa. Parece que esos ciudadanos tienen un poco afligido, yerto y
macambuzio el cayado de la aorta. Han encontrado hasta un término enfático para
llegar a una definición: sangre gorda. No hay que confundir, sin embargo, la
gordura de la sangre con la del individuo. Todos los "bon vivants" de
Henri Lavedán, tienen la panza generosa y abundante, pero jovial. Poseen
maxilares profusos y hasta remolcan, como un trofeo de veinte años de salsas,
de trufas y de cangrejo a la americana, el clásico pliegue occipucial. Y ya sabéis:
esos "viveurs" son alegres, despreocupados, cínicos. Aman y ríen con
su barriga exúbera. Es posible que el reumatismo, común a todos los artríticos
y a todos los sanguíneos, les haya hundido sus cristales venenosos en la
sangre. Pero, a pesar de todo, esta se conserva, fresca y tierna, como un lago
rizado sobre el cual bogaran el persiflage, el chiste, el manfichismo, ese
"me importa poco", que es una fórmula de renovación vital, cuajada en
un labio que sabe sonreír y en un encogimiento de hombros.
Más tarde, entre nosotros, porque el pesado ha
sido estudiado a fondo, se enraizó ese concepto al del plomo. Creo que hubo en
eso un poco de injusticia y de aturdimiento. Por lo menos, una saeta oblicua
disparada contra la química. El mismo Diccionario -que es una máquina venerable
sin ansias de broma y sin exacerbados afanes de sandunga- sitúa junto al plomo
esta acepción: persona pesada y molesta. Son las injusticias de la vida, porque
el plomo es un cuerpo simple, sin complicaciones y sin melodrama.
En todo caso, estamos frente a una gloria que
se levanta, vivaz y fuerte, intangible al paso del tiempo. El pesado tiene una
turbia fuente fisiológica: la de una sangre que no se desliza con un claro
impulso lírico y que, por agobiante, por muerta, bifurca hacia el pantano. Y
como si eso fuera poco, se le conceden los atributos del plomo. Sangre y metal:
es casi una armadura escarpada y granítica del medioevo.
Pero esa implicación con el plomo, aportó a la
concepción del pesado una nueva veta. Era el riesgo de citar la soga en casa
del ahorcado. El plomo generó una cuestión balística. Lo demás corrió a cargo
de la gracia verbal del criollo, de su fantasía, de su don prodigioso para
darle a la síntesis enjuta un carácter de relieve y de friso trémulo por donde se
esparciera un chispear de sonrisas.
Surgió, bien lo sabéis, una definición que
era, en una frase, una plenitud. Para clasificar en su función, en su
magistratura, en su raíz al pesado, se implantó un giro que no es un alarde
festivo de logomaquia, sino que traduce, con vigor, una idea. En fin, se dijo
de ese sujeto intercalado con tanto esmero en nuestra estructura: es un balín a
la vinagreta con gotas amargas.
Convengamos, con todos los respetos, que eso
asumía los caracteres de una apoteosis. Era la balística quien brindaba su
esfuerzo. Era la culinaria quien ofrecía una mixtura difícil. Era el cocktail
quien desglosaba sus gotas acerbas. No se podía quejar el pesado de adquirir en
la definición tantas implicaciones.
Pero el verbiage indígena, que es siempre una juglaría
festiva y docta, aún guardaba nuevos festones para decorar la majestad del
pesado. El hallazgo surgió entre los meandros recalcitrantes y tofudos de una indigestión.
Una indigestión de hígado: fragorosa, tumultuaria, inhóspita, la más breñal de
todas, la que realiza volatines arriscados en el esófago, la que describe
periplos audaces en todo el tubo digestivo. La víctima fue el parroquiano de un
restaurant que estaba situado entonces cerca de la Manzana de Gómez y que permanecía
abierto toda la noche. Aquel hombre, que confiaba con exceso y con soberbia
seguridad en los blindajes de su tripa, demandó, al filo de la medianoche, un
hígado, que era esponjoso y se abría sobre el plato, como una hoja ancha,
espesa, gorda, chorreante, sobre una salsa pantanosa y negra.
Fue una tragedia. El hombre que, en el
comienzo de la madrugada, se nutriera con un hígado incoherente, una hora
después se crispaba entre dolores lancinantes. Sobre el estómago sentía como el
escarbamiento inmisericorde de un buitre y entre dos sorbos de agua bicarbonatada, como era
erudito, pensó en Prometeo, ligotado a su roca ácida, ofrendando al pico de un
cuervo la llaga abierta de su flanco. En tal trance le surgió en el camino un
amigo adhesivo, uno de esos compañeros esparadrápicos, que tienen una receta
para cada mal y que exhalan una pesadez apelmazada y molesta. Aquel, en su angustia,
no pudo más y casi con un rugido, le explosionó la frase que se prendió, desde
entonces, para siempre, en lo vernáculo: -Eres un hígado. Y lo que es peor,
eres más pesado que un hígado de medianoche.
Se había acuñado una nueva definición para
encerrar al pesado en un cuadro vistoso. De metal denso pasaba a la categoría
de víscera. El balín a la vinagreta, sin embargo, no desertaba de su culinaria:
era un hígado de medianoche, un hígado indigesto, con nocturnidad, con alevosía
y con ensañamiento.
Pero el gran ciclo aún no se había completado.
Todavía la vena indígena no estaba exhausta para sus ejercicios, para sus regocijos
y para sus creaciones. Para definir al pesado -al sangre gorda, al balín a la
vinagreta, al hígado- precisaba el despliegue, en lo vernáculo, en lo preciso,
de una pasmosa energía verbal. El milagro se produjo, cuando se creó esto: el
rompegrupos.
El rompegrupos es una perforación en vigencia.
Toda la polivalencia del pesado cuaja plenamente en esa palabra que es una
tromba, que horada, taladra, disuelve, aniquila, disloca y avispa las fugas,
las huidas en masa, las cabalgatas alucinadas, las escapatorias sin equívocos
tramadas en una urgencia colosal, en ese apremio huidizo que propicia el
palmacristi.
Eso es el rompegrupos. La pesadez visceral y
nocturna del hígado de medianoche ya no es fortuita. Es una hoz que disuelve.
Es un casco de metralla, ante el cual los pies solo obedecen al instinto de la
fuga. La densidad del plomo y de la bala se extravasan en una carga de
caballería. La sangre espesa se transforma en lanza. Es el siniestro advenimiento
del rompegrupos. Y entonces, el calcáneo, crispado de terror, solo se hace
instinto: instinto de evasión, de carrera loca para escapar a esos tentáculos
negros, adhesivos, que no perdonan y que son ásperamente inexorables.
Social,
octubre de 1935.
Imágenes: Martin Parr
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