He aquí la semblanza de este eminente cubano
trazada por el veterano periodista José Quintín Suzarte en el Amigo del País de 11 de Enero de
1882.
«Anacleto Bermúdez daba unas conferencias de economía
política tres veces por semana en su morada, a las que asistían José María
Casal, Esteban Moris, Lorenzo y
Marcelino de Alio y Don Manuel de la Cuesta. Anacleto era en cuerpo y alma la flor y nata de
la familia, pequeño de cuerpo; pero perfectamente proporcionado, envuelto en
carnes, con facciones finas y agradables
que iluminaban dos ojos azules y rasgados, abiertos bajo la bóveda de una frente poderosa. Aquellos ojos, reflejo
constante y verídico de un espíritu donde
nunca se abrigó un sentimiento sospechoso siquiera de bastardía, atraían y dominaban: su expresión general era la
bondad y dulzura; pero adquirían deslumbrante fosforescencia cuando trataba él
de una acción grande, generosa o sublime, de algún asunto de alta y humanitaria
trascendencia, o lanzaba rayos de indignación
si se sublevaba contra una injusticia e iniquidad.
De carácter fácil, vivo, alegre, con una son
risa abierta y genial, jugueteando siempre con sus pequeños y algo gruesos
labios, decidor y espiritual, atraía la voluntad sin esfuerzo de su parte y
dominaba cuanto se ponía en contacto con él. Su lenguaje sencillo y culto en el trato familiar, se tornaba en
torrente de elocuencia arrebatadora cuando subía a la tribuna forense a defender
una causa justa, cual eran siempre las que él patrocinaba, pues jamás aceptó la
defensa de ningún pleito que tuviera sombra alguna de mal género. Cuando
hablaba con vehemente convicción alzándose a grandes alturas, y dando riendas a su erudición portentosa,
desaparecía el defecto orgánico, el ceceo, que daba un picante gracioso a su
acento en el trato común de la vida.»
De él decía José Agustín Quintero:
«Había un abogado de estatura mediana, pero
con notable dignidad en su porte. Su cabello
castaño claro caía graciosamente sobre la sien; tenía ojos grandes y azules que
brillaban con el fuego de la inteligencia; una faz que en momentos de reposo
demostraba una expresión pensadora, y cuando se animaba en la conversación
asumía una sonrisa atractiva, una franqueza que le hacía amado de todos. Su nombre era Anacleto
Bermúdez.
El ardor con que abrazó la causa de su patria,
la intrepidez con que expresaba sus convicciones más allá de la conveniencia
personal, y la nobleza de su carácter
elevado por el talento y la perfecta independencia con que defendía la razón y
la verdad, le hicieron el hijo más querido de Cuba.
Su mente era férvida y arrojaba durante el
discurso una profusión de ideas originales tan naturalmente como una corriente
de hierro arde y brota disparos al salir
de la fragua. Su estilo se adaptaba a sus pensamientos; era un río incesante,
irresistible, gran espíritu de elocuencia que no se determinaba a ninguna
escuela, ni asemejaba a ninguna forma particular, sino que se adaptaba a todo,
discutía con los lógicos, demostraba con los matemáticos, ilustraba con los
filósofos, cantaba con los poetas.
Como abogado, Bermúdez entraba en el debate
jurídico con intrepidez, y a semejanza del carro de guerra cuyo eje se enciende
en la velocidad de la carrera, así se inflamaba su alma ardiente en la marcha
arrebatada de su discurso.
Estaba dotado de esa imaginación que da vitalidad
al pensamiento, de esa convicción vehemente y poder de elocuencia que se siente
en los tonos, que aparece en el rostro y sugiere al enajenado auditorio más de
lo que él mismo puede expresar.
Bermúdez murió repentinamente el IV de
Septiembre de 1852, día aciago que es un aniversario triste para los que aman
la libertad de Cuba.
La patria se lamenta cuando vuelve los ojos hacia
el pasado y ve lo que era y lo que valía Anacleto Bermúdez pero ¡ay! mi corazón
se hace pedazos cuando pienso en la
misión que hubiera cumplido, en las esperanzas que habría realizado.”
[Vidal Morales] González Álvarez conoció a Anacleto Bermúdez
en el estudio de Porfirio Valiente, donde también iban con frecuencia el Conde
de Pozos Dulces, el Doctor Antonio Gassie, el Licenciado Miranda Caballero, los
hermanos Balbín, José Antonio Echeverría
y otros.
Bermúdez no fue comprendido en el proceso seguido
por la Comisión Militar, con motivo del descubrimiento de la mencionada conspiración;
descubrimiento que se debió a otra infame denuncia, porque al mes de haberse
iniciado la causa, el IV de Septiembre de 1852, falleció repentinamente, a los
cuarenta y cinco años de edad, dando lugar su muerte a muchas suposiciones y
comentarios, sin que hasta ahora se sepa la verdad.
Su entierro fue una gran manifestación del
dolor del pueblo cubano, el cual demostró
que a despecho de todos los horrores con que lo amenazaba el despotismo,
conservaba vivas simpatías y la percepción de los raros talentos y más raras virtudes
del llorado compatriota para pagarle el último tributo que le era dable consagrarle:
el de su profundo pesar y sinceras lágrimas (...).
«El entierro que se hizo a Bermúdez, dice
Anselmo Suárez y Romero en el libro inédito en que contesta a los impugnadores
de su prólogo a las obras de Ramón de Palma, pudiera decir que fue más bien que
la expresión de sus merecimientos, el desahogo de un partido político consternado
por su muerte; pero antes de haber bajado a la tumba ya era querido y respetado
y la popular estimación se fundaba en la aplicación de Bermúdez, en su robusta
inteligencia, en los hidalgos arranques de su pecho, en su acrisolada honradez,
en su implacable odio al despotismo, en la intrépida energía con que defendía
las causas justas, en la precisión, el fuego y la dignidad de sus discursos,
ante cuyos rasgos oratorios olvidaba uno prontamente los defectos físicos de su
pronunciación. Muchos escritos de Bermúdez merecen insertarse en cualquier
colección de defensas célebres forenses; nuestra apatía los tiene casi todos sepultados
entre el polvo de los archivos de las escribanías; pero el día que vieran la
luz nos convenceríamos de que antes de las modificaciones en el plan de estudios
de 1842 no faltaron en Cuba hombres sobresalientes, y de que nunca estuvo tan
atinado Villemaín, como cuando dijo que entre los abogados se encontraban
siempre en todos los países gran número de valientes adversarios de la tiranía.»
TALENTOS
CUBANOS
Anacleto Bermúdez.—Yo no sé si alguien se
habrá atrevido a alabar a este insigne abogado. Yo no sé si él era muy amigo
mío; lo que sí sé es que yo era muy amigo suyo, y que por mi parte, aunque sin
posible correspondencia, continúo siéndolo después de su temprana y acaso
desastrosa muerte.
Et laudavi potius, mortuos quam videntes.
No he conocido letrado de más expedición y
facilidad en el trabajo, ni tan desinteresado, ni tan ardiente defensor de los
pobres, ni de tan suaves y puras costumbres. Habría figurado con mucha ventaja
en cualquier foro, en el primero del mundo.
¿Le visteis siempre elocuente, a pesar de la
indocilidad de su lengua, vencer a la naturaleza, como Demóstenes, hacerse oír
con encanto en todo género de cuestiones, y comunicar su entusiasmo a los
oyentes más fríos?—¡Qué actividad, qué viveza, qué dulzura, qué deseo de
complacer y de agradar a todos! Y una taza de café apagó toda aquella luz,
tanta alegría, y paró y detuvo para siempre aquel torrente de electricidad!—
¡Cubanos, recordad siempre a Bermúdez!
Historia
de un bribón dichoso, Madrid, 1860, p. XII.
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