Felipe Poey
Érase un espejo accidentalmente puesto en el
suelo, inclinado sobre la pared. Érase un gato travieso y juguetón, que al
recorrer la casa, como la tenía de costumbre, vio su imagen en dicho espejo.
Ver y acudir a reconocer, fue todo uno. El gato no quería solamente mirar, sino
tocar; en lo cual hallo un obstáculo imprevisto. ¿Quién eres tú —decía—, que imitas
todos mis gestos? Saltas, si yo salto; te agachas, si me agacho. Ahora lo
veremos. Y da vueltas al espejo. ¿Qué vio? Nada. ¡Qué listo anda ese tunante!,
seguía diciendo el gato; pero yo lo cogerá entre dos garras y di que se escape.
En efecto, se coloca en el canto del espejo, una pata de un lado, otra de otro. Mira bien por delante del mueble, para cerciorarse de que allí está el consabido; y de repente echa la zarpa, y coge... nada.
En efecto, se coloca en el canto del espejo, una pata de un lado, otra de otro. Mira bien por delante del mueble, para cerciorarse de que allí está el consabido; y de repente echa la zarpa, y coge... nada.
Sin haber estudiado lógica, repitió, varió y amplió sus
experimentos; hasta que al fin, viendo que a nada conducían, se retiró
pausadamente, hablando a sus barbas, diciendo: “Estas son cosas que superan la
inteligencia de los gatos; no nos ocupemos: esto entra en lo incognoscible”.
No dijera más
Heriberto Spencer.
Obras literarias..., La propaganda literaría, 1888.
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