Jorge Mañach
Escuchábamos la otra noche a Fidel Castro por televisión.
Había allí amigos de distintos matices: revolucionarios, conservadores,
intermedios... Los había entusiastas sin flaqueza y aprensivos sin tregua. Se
interrogaba al líder de la Revolución sobre todo lo divino y lo humano. La
implacable curiosidad periodística, en rigor no hacía falta. Fidel todo lo
dice. Cada pregunta le da pie no para una, sino para diez respuestas. Nada se
calla; nada disimula; de nada se abstiene. Lo quiere explicar todo, y de todo
está enterado.
La cosa empezó a esa hora de la noche en que aún hierven los
ruidos ciudadanos. Pasaban los faros de los automóviles a cada momento,
rasgando la sombra del portal en que le escuchábamos como sumidos en un rito.
Fueron transcurriendo también las horas. Cuando Fidel terminó, soplaba ya el
friecillo de la madrugada, y el silencio arropaba a la ciudad.
—¿Qué te ha parecido? —pregunté al más conservador de mis
amigos allí reunidos, un abogado de grandes empresas, de factura mental muy
sólida, de fina puntería dialéctica y de espíritu cubano sobrio, sin
aspavientos.
Se quedó un momento en silencio. Luego respondió
laboriosamente, como quien refleja un conflicto interior.
—Este muchacho me tiene desconcertado. Hay momentos, muchos
momentos, como esta noche, en que le escucho con algo más que simpatía: con una
profunda emoción. Se le ve tan sincero, tan férvido, tan entregado a su causa,
tan manifiestamente animado de un anhelo de justicia, de dignidad y de
bienestar para todos, que parece realmente un milagro humano... Sí, un
milagro... cubano. Algo como Martí. Pero...
—¿Pero?
—Luego me sacudo de ese trance casi hipnótico en que sus
palabras lo ponen a uno. Pondero ciertas manifestaciones, comparo la realidad
con las cosas que dice; exploro, sobre todo, el sentido que tienen (o que no
tienen) ciertos argumentos, particularmente de orden económico... Y te confieso
que entonces me alarmo, disiento, me pregunto si no estará construyendo
peligrosamente una utopía sobre premisas hijas de su deseo más que de la
realidad... Y esto me tiene sometido a un conflicto interior.
Yo no dudo que mi amigo era sincero; desinteresadamente
sincero, sin cálculos. Creo que a muchos otros cubanos, aun sin ser
conservadores, aun de los que no representan intereses, como él, les ocurre
algo parecido.
Por de pronto, es cierto eso de que Fidel
"seduce". Yo diría que tiene eso que los españoles llaman
"ángel". Un ángel dialéctico y hasta de espada flamígera, como los
del paraíso. Pero ángel. A veces se le percibe como en un revuelo de alas.
Otras, en la fulguración, en el blandir del anatema. ¡Y qué fuerza de
persuasión! Se está, a lo peor, lleno de aprensiones. Que si los fusilamientos;
que si las pobres viudas afectadas por la rebaja de los alquileres; que si el
comunismo; que si una tendencia a calificar de reaccionarios a cuantos
disientan... A muchos, esto los tiene no ya preocupados, sino irritados.
Pero sale Fidel a explicar. Parece siempre que despierta de
un vasto cansancio. Parpadea frente a las luces, pone en ángulo las cejas, se
rasca un poco la patilla aguerrida. Y empieza a hablar, con la voz ya algo
ronca. Explica, arguye, impreca, advierte... Va disolviendo aprensiones. No
halaga ni miente seguridades imposibles; pero pide por el bien de todos, por
Cuba que le duele. El conservador (hablo del conservador de voluntad generosa,
no del acorazado de egoísmos) se siente conmovido. Ve que este hombre, que hace
meses puso en la revolución su brazo, ahora está poniendo su alma... El público
del programa aplaude desde sus butacas para nosotros invisibles. Fidel baja la
cabeza, deja devanarse el aplauso, con el lápiz clavado en el papel, con cierto
aire dulcemente adusto en el rostro, con no sé qué expresión grave e infantil a
la vez.
Los conservadores de buena voluntad guardan silencio. Cuando
Fidel termina, alguno se lanza a decir que sí, que está bien, pero que habla
demasiado... Yo, que no gusto de lisonjas, y menos en momentos como éstos, me
limito a hacer observar que Fidel se ha echado encima, abrumadoramente, una
tarea indispensable de apóstol, de mentor revolucionario del pueblo.
—Pero, en sustancia —me estrecha mi amigo— ¿qué piensas tú?
¿No compartes mis aprensiones, mis temores?
Y ya no tengo más remedio que ser explícito.
—Te diré. Nos hemos pasado la vida (al menos me la he pasado
yo, como escritor público) pidiendo una honda y total rectificación de la vida
cubana. Más de una vez escribí que esto necesitaba "una cura de
caballo", "una cura de sal y vinagre". Y ahora que eso ha
llegado, me parece de canijos asustarse...
—Pero ¿son de veras rectificaciones?
—¡Qué duda cabe!... Por lo pronto, la Revolución ha logrado
ya aquello que Martí pedía: poner de moda la virtud. Y yo creo que esa
proscripción de la venalidad, de la frivolidad, de la irresponsabilidad, ha
llegado con tal fuerza acumulada de voluntad y con tanto ímpetu, que no va a
ser una simple "moda" pasajera.
—¿Y qué más?
—Eso es algo cardinal. Otra cosa cardinal es esta: la vida
pública cubana, cuando no fue siniestra y sórdida, como en los últimos años,
era algo chato, menguado, sin nobleza alguna en los empeños. No había voluntad
de nación. Vivíamos, a lo sumo, acogidos a un optimismo rutinario, con el
cuento aquel de que la Isla era de corcho... Ahora hay altura de propósitos en
el ambiente, voluntad creadora, decisión de ser... Esto me parece enorme. Al
lado de eso, todo lo demás cuenta muy poco.
—¿Cómo?, ¿qué cuenta muy poco ese atacar a los ricos, ese
antiamericanismo innecesario, esa infiltración comunista, esos despojos
inmerecidos?
—Me parece que todo eso se exagera, francamente. Sobre todo,
se lo mira sin sentido integral e histórico. Una revolución democrática como
esta no es cosa que pueda hacerse sin desquiciamientos, sin desajustes, sin
tanteos, sin riesgos más o menos graves. Mucho peor que esto esperábamos a la
caída de Batista: esperábamos una hecatombe... Lo que importa es la visión
global —no mirar las cosas desde el ángulo estrecho de los personales
intereses— y la visión histórica: no contemplarlas en relación con el hoy, sino
con el mañana... Lo accesorio siempre puede rectificarse. Hay que estar a lo
esencial.
No sé si convencí a mi amigo. Yo no podía ser más claro, ni
él entenderme del todo. Estábamos rendidos de sueño.
Diario de la Marina, 4 de abril de 1959, p. A-4. Tomado de La Jiribilla, 2007.
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