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domingo, 2 de octubre de 2016

Fiesta Mayor de Sibanicú





  P. Antonio Perpiñá

 Apenas vino a rayar el alba, cuando el sonido de las campanas anunció al público la llegada de un día grande. Al sonido del bronce sucedieron las dulces armonías de la festiva música; siendo esas alternativas de música y sonoras campanas armonizadas con el estruendo de las bombas pirotécnicas, cuyos ecos ruidosos se perdían en el interior de los valles y de los bosques.
 Esto es lo que los camagüeyanos llaman El Rompimiento; lo que en Puerto-Príncipe se hace con toda pompa y majestuoso concierto. Esta es una de las costumbres de los pueblos verdaderamente cristianos; costumbre que exalta el espíritu religioso, que fomenta el amor a lo divino, y despierta al hombre de su sueño profundo, para remontarle a la consideración de nuevas eras de prosperidad y de gloria.
 Sibanicú celebraba su Fiesta Mayor. Era muy grato ver el aspecto de aquel pueblo, el adorno de sus casas, el aparato de sus calles, la numerosa concurrencia de los forasteros y la animación y continente festivo de todos sus habitantes.
Magnífico era el aspecto del santuario. Hallábase éste adornado en su interior de ricos damascos y cortinajes, colgantes arañas, entretejidos lazos y vistosos festones.
 El pórtico y exterior del templo adornábanle frondosos ramajes con festivos bambúes, que presentaban a la vista elevadas columnas de verdor. Aquellas gigantes cañas se encorvaban en su elevación, y desprendían de sus nudosos troncos caídas ramas, extensos junquillos, que colgaban cual largos y vistosos plumajes.
 Aumentaba el aspecto encantador de ese cuadro la multitud de banderas y banderolas que, agitadas por el viento, ondeaban por la región de los aires. Las erguidas astas semejaban los mástiles de los grandes buques, que ostentan sus gallardetes en día de pomposa gala.
 LA MISA y EL PANEGÍRICO
 En el Camagüey, como en la Habana, las grandes fiestas empiezan por su vigilia, en que se canta la Salve a toda orquesta. Así se verificó en Sibanicú, después de nuestra llegada al pueblo. Al día siguiente, día de la Asunción de la Virgen, serían las nueve de la mañana, cuando empezó el repique de las campanas. Luego la banda de músicos recorrió las calles, animando al público con sus sonatas andantes y marciales. Es imposible describir el entusiasmo del pueblo después de estos preludios.
 La concurrencia al templo fue extraordinaria, y la iluminación correspondió a su brillante ornato. La orquesta de San Fernando, honor del Camagüey, manifestó su maestría, su precisión y buen gusto en la ejecución de una de las misas más preciosas de su escogido repertorio. Los Principeños acreditaron una vez más poseer el bello arte de los Orfeos y Bellinis.
 Siguiendo la narración de los hechos, debo manifestar, que por mi parte me creí con débiles fuerzas para corresponder a la gran misión que se me habían confiado. Para un día de tanta solemnidad, era necesario un distinguido orador, y yo no lo era. Era indispensable un orador, que reuniera a su talento la galanura de la frase, la nobleza y energía del lenguaje, la profundidad de los conceptos, la belleza de las imágenes y el fuego de la inspiración, para electrizar con su elocuencia el corazón de los oyentes, y producir el entusiasmo entre las masas de una gran concurrencia.
 Un orador dotado de esas grandes cualidades, hubiera alcanzado un triunfo en día de tanta solemnidad.
 Sin embargo, hice yo un esfuerzo supremo para obtener con mi trabajo, lo que me negaba la elocuencia y el talento. Arrebatado de entusiasmo, canté las glorias de María; de aquella Mujer insigne; de aquella Heroína de todos los siglos, cuyo nombre ha pasado con gloria a las edades más remotas, cuyo nombre pronunciarán todas las lenguas, se propagará en todos los ámbitos del orbe y tendrá templos, altares y sacrificios. Canté las alabanzas de aquella excelsa Reina, ángel de paz en todos los infortunios, vida, esperanza y consuelo del mundo; de aquella Virgen sin mancha, más pura que los lirios del valle, más hermosa que la rosa de Jericó y más grata que los mirtos de Saron.


  Estas fueron en síntesis las ideas desarrolladas en mi discurso, que si fue pobre en bellezas literarias, fue rico en amor y entusiasmo; y si no correspondió a la sublimidad del asunto, fue una manifestación de mis sentimientos y amor a la augusta Madre de Dios.
 LA PROCESIÓN
 Serían las cinco de la tarde, cuando el repique de las campanas anunció al público la reunión de los fieles en el templo, para hacer la procesión. Pasados breves momentos, el santuario se vio lleno de personas de todas clases, razas y profesiones. Allí se vieron numerosos blancos alternando con los negros, mulatos, indios y chinos.
 Al frente de la procesión iba la insignia veneranda que debe presidir en toda acto religioso: iba la cruz; aquel lábaro sacrosanto, símbolo de nuestra redención y de nuestra gloria.
 Siguiendo la cruz, iba el estandarte de San Antonio de Padua, titular de la iglesia de Sibanicú. Iba el estandarte de aquel glorioso santo, mártir de la caridad, ángel inflamado con el fuego del amor divino, taumaturgo del siglo XII, honor de la Lusitania y gloria de la religión. Cerrando el postrer claro, se hallaba el tabernáculo de aquella Reina de los ángeles y de los hombres.
 A la señal dada por el venerando sacerdote, la piadosa muchedumbre se puso en movimiento, formando dos extensas hileras. Entonáronse luego los majestuosos himnos que la Iglesia consagra a esos actos religiosos; en tanto que el son alegre de las campanas y el estampido de los disparos anunciaban al pueblo que  la Reina de los cielos salía del sagrado recinto.
 Era grato oír los dulces sonidos de los instrumentos músicos, mezclados con las voces acordes de un pueblo religioso. Sus ecos prolongados se repetían en el interior de los valles, murmurando mil veces entre las colinas y vecinas montañas. Se hubiera dicho que un silvestre coro se albergaba en el interior de los antros y de los bosques; tan claramente se repetían aquellos acentos y dulces nombres de Jesús y de María.
 Callaron una vez las voces y los instrumentos músicos; y entre aquella edificante multitud reinó tan imponente silencio, como el que impera en los mares en día de calma. Oyeronse únicamente los lentos pasos de los acompañantes, siguiendo pausadamente por aquellas calles, que estaban sembradas de flores y adornadas con arcos de verdor y de follaje.
 Llegó finalmente la procesión al santuario, y allí, como término de la fiesta, cantóse la salve y letrillas a la Virgen, cuya Asunción triunfante a los cielos había celebrado Sibanicú con emociones de placer y religioso entusiasmo.

 Sibanicú, pueblo de la jurisdicción de Puerto-Príncipe, y cabeza de un partido de 7000 caballerías, o sea 52 leguas cubanas cuadradas, contaba el año 1867 algunos 1000 habitantes: en la actualidad no llegan a 500. Distante de aquella gran ciudad algunas 14 leguas, en dirección al oriente, se halla situado en un llano y rodeado de bosques y onduladas sabanas atravesadas por varios ríos. Es considerado Sibanicú como un pueblo ganadero y agrícola.
 Abandonando los datos estadísticos, empecemos por recordar a nuestros lectores el preámbulo de su Fiesta Mayor.


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