Anselmo Suárez y Romero
De Puentes Grandes, de ese pintoresco
pueblecillo, donde en los meses de calor se reúne tanta gente de la Habana a
bañarse en las frescas aguas del río que lo cruza por medio, me he trasladado a
un ingenio en Güines. Larga será mi estancia aquí, y por consiguiente me
sobrará tiempo que dedicar al estudio de nuestras costumbres, y a la
contemplación de tantas maravillas y magnificencias con que Dios quiso
embellecer estas tierras de los trópicos, y en especial a nuestra adorada
patria la preciosa isla de Cuba.
Pero, aunque aquí haya la misma feracidad y
lozanía que en las risueñas campiñas de Alquízar y San Marcos, la misma
brillantez en el sol, un cielo siempre azul, apacible; aunque las plumas de los
carpinteros y tocororos sean tan lindas, y los árboles estén todo el año
cubiertos de hojas; de buena gana cambiaría mi residencia en Güines por los
cafetales, o más bien por los jardines de la Vuelta-Abajo. Porque yo no sé,
amigo mío, los ingenios, hablándote con franqueza y lo que siento, no me
gustan. Visto uno, puede decirse que se han visto todos. No más que cañaverales
inmensos de color verdegay que forman horizontes, divididos en cuadros de
diverso tamaño por estrechas guardarayas, a cuyas orillas no ostentan, como en
las de los cafetales, sus anchas copas ni el mamey, ni el mamoncillo, ni el
aguacate, ni difunden tampoco su fragancia los azahares de los limones y
naranjos; si acaso en medio de ellos se alza solitaria alguna palma ondulando a
merced de la brisa sus melancólicos penachos; palma que se libró de caer bajo
el hacha que descuajó el monte donde naciera, y que hoy parece llorar por los
otros árboles de su tiempo, las caobas y los cedros, según es de lúgubre como
suenan las pencas. ¿Y en las casas hay más alegría por ventura? No ciertamente.
Aquí la de purga, allí a un lado la de calderas, enfrente la del trapiche, más
allá la del mayoral, y separada de todas algún trecho la de vivienda, pero
formando con ellas, a pesar de eso, una especie de cuadrilongo. El espacio que
abraza éste se llama batey. Los bohíos se hallan a corta distancia detrás de
las fábricas, y pueden por su miseria y desnudez considerarse como los
suburbios o arrabales del pequeño pueblo a que un ingenio se parece. Las casas
de purga, de calderas y de trapiche, sobre ser muy grandes, son monótonas, son
monótonas en su parte exterior; largas paredes y tejados de figura cónica, o,
de dos aguas, como dicen; la primera sin embargo es más gacha que la segunda, y
la última menos que ésta, cuya torre y chimeneas, por donde salen el humo de
las fornallas y el vapor de las pailas y los tachos, la diferencian también de
las otras.
Por fortuna, ahora que es tiempo de molienda
hay quien se mueva dentro de estos caserones; que, si no, la soledad y el
silencio reinarían por todas partes. Pero mira, no atino a elegir entre la
zafra y el tiempo muerto; las dos épocas me parecen iguales. Siquiera en los
cafetales recolectar el café es una operación muy sencilla, antes distrae que
molesta a los negros, es cosa que se hace jugando hasta por los criollitos; de
noche no se vela, se escoge el café un rato, y luego se van a dormir. Cuando no
están en la cosecha, podar los cafetos y echar semilleros son todos los
trabajos, tan pocos y tan simples en verdad que es menester ocupar la negrada
en otros que no pertenecen al cultivo de aquella planta para no desperdiciar el
tiempo, como en chapear y barrer las guardarrayas, recortar los árboles y
embellecer los jardines. Mas en los ingenios, quizás porque así lo exijan el
cultivo de la caña y la elaboración del azúcar, las faenas son muy diferentes.
Los negros se levantan mucho antes de rayar la aurora, y luego no tienen ni
lindas guardarrayas, ni frescas arboledas, ni olorosos jardines donde trabajar
a la sombra. Cortar caña, si es tiempo de molienda, al resistero del sol
durante el día, meterla en el trapiche, andar con los tachos y las pailas,
atizar las fornallas, juntar caña, acarrearla hasta el burro, cargar el bagazo;
y por la noche hacer estos trabajos en los cuartos de prima y de madrugada al
frío y al sereno, muriéndose de sueño, porque para diecinueve horas de fatiga
sólo hay cinco de descanso; y acabada la zafra, sembrar caña y chapear los
cañaverales, que es de las faenas más recias de un ingenio por la postura del
cuerpo inclinado hacia la tierra no permitiendo enderezarse los machetes,
instrumento que regularmente se usa para el efecto; y todo aguantando las
copiosísimas lluvias de la estación de las aguas entre el fango y la humedad;
he aquí la pintura, aunque muy por encima, de la clase de labores que hay en
estas fincas, y sobre las cuales te hablaré más por extenso en otra carta.
La noche que llegué era sábado y no estaban
moliendo. Ni una paja se movía en el batey; las casas de trapiche y de calderas
a oscuras, la del mayoral cerrada como todas las de nuestros guajiros en cuanto
anochece; no se veían aquellos borbotones de humo ni las lengüetas de fuego
saliendo por las torres de los trenes, que tanto divierte a los hacendados
contemplar desde el colgadizo de la casa de vivienda; ninguna fogata ardía
junto a la pila de caña, y, en vez de las canciones de los negros, de los
gritos del maestro de azúcar y del estallido del cuero, sólo se escuchaba el triste
mugir de los bueyes a lo lejos, de cuando en cuando el graznar de alguna
lechuza que cruzaba volando por arriba de las casas, y el monótono y cansado
silbar de los grillos. Yo no sé, amigo mío, por qué se me abatieron entonces
las alas del corazón. Para distraerme me puse en un extremo del colgadizo,
donde daba de lleno la luna, a mirar para nuestro hermoso cielo, y a formar
como un niño mil figuras al capricho con las blancas y ligeras nubecillas que
impelidas por la brisa se deslizaban por él todas en la misma dirección. Esto
me quitó algún tanto la tristeza; pero siempre me quedó en el alma cierta
congoja, cierta melancolía que no puedo expresarte, y que solamente conoce
aquel que ha dejado a sus amigos a larga distancia, y que además de eso se espera
no pasar días muy alegres con las cosas del punto donde está.
Aunque era sábado la negrada sacaba faena
chapeando en el platanal; hacíala allí por ser de noche, no obstante la
claridad de la luna, y porque para aquélla se escogen de ordinario los puntos
donde haya menos riesgo de que padezcan las labranzas. Cerca de las ocho paró
el trabajo; una campanada tocó la queda, y los negros, que la aguardaban
impacientes, echaron a correr hacia las márgenes del río que pasa por el
ingenio a cortar haces de yerba de güinea que traer a los caballos. Cada cual
cortó una buena porción, la ató con bejucos, y la cargó en la cabeza; unos
metieron los machetes dentro de la yerba, otros en las vainas, y las negras los
colgaron en la tira de cuero con que ciñen el talle a manera de cinturón; el
contramayoral se colocó el último de todos y en este orden, aglomerados los
varones y las hembras, los chicos y los grandes, y hablando un guirigay a su
manera, entraron en el ancho batey. Venían haciendo una estrepitosa algazara
cantando y riéndose todos a un tiempo, como quienes habían trabajado sin cesar
toda la semana. Apenas botaron la yerba en la pila, se dirigió el más viejo y
ladino de ellos a la casa vivienda, mientras los otros se quedaron
aguardándolo, hechos un montón, a corta distancia. Venía a pedir licencia para
que en señal de haber llegado aquel día los amos los dejasen bailar el tambor.
Poco después tornó el viejo adonde los otros, en cuya repentina vocería y
carreras hacia los bohíos bien se demostró que había alcanzado éxito favorable
la solicitud. No fue menester pedir más para que yo, que me divierto tanto en
observar estas cosas, siempre nuevas para quien viene de la ciudad al campo,
saliese inmediatamente detrás de la negrada encaminándome también a los bohíos.
Cuando llegué ya se habían sacado los tambores a un pequeño limpio circular y
pelado de yerba, ciertamente con el roce continuo de los pies; me escondí
detrás de un árbol, porque en habiendo algún blanco delante, los negros se
avergüenzan y ni cantan ni bailan; y desde allí pude observarlos a mi sabor.
Dos negros mozos cogieron los tambores, y sin
calentarlos siquiera comenzaron a llamar, ínterin los demás encendían en el
suelo una candelada con paja seca o bailaban cada cual por su lado. Al toque
los guardieros de aquí y de allí, los que servían en las casas, los criollitos,
todos se juntaron en el limpio. Entonces sí que fue menester calentar los
tambores, para lo cual se encendía la candelada; así es como se endurece el
cuero que cubre la más ancha de sus cabezas, y rebota la mano, y retumba mejor
el sonido en el hueco del cilindro; la candela es la clavija de esos
instrumentos, sin ellos ni se oyen bien lejos por las fincas a la redonda, ni
aturden los oídos, ni alegran los ánimos, ni hacen saltar. La negrada cercó a
los tocadores, pero dos bailaban solamente en medio, un negro y una negra; los
otros acompañaban palmeando y repitiendo acordes el estribillo que correspondía
a la letra de las canciones que dos viejos entonaban, ¿Y qué figuras hacían los
bailadores? Siempre ajustados los movimientos a los varios compases del tambor,
ora trazaban círculos, la cabeza a un lado, meneando los brazos, la mujer tras
del hombre, el hombre tras de la mujer; ora bailaban uno enfrente de otro, ya
acercándose, ya huyéndose; ora se ponían a virar, es decir, a dar una vuelta
rápidamente sobre un pie, y luego, al volverse de cara, abrían los brazos, y
los extendían, y saltaban sacando el vientre. Algunos, luego de tomar calor,
alzaban un pie en el aire, seguían sus piruetas con el otro y cogían tierra con
las manos inclinándose hacia el suelo que parecía que iban a caerse. A montones
llovían pañuelos y sombreros sobre los más diestros bailadores, y, agotados que
eran, había quienes por hacer de los chistosos y gracejos les tiraban un collar
de cuentas, a ver cuál lo levantaba antes si el hombre o si la mujer, pero se
entiende que sin dejar de bailar ni perder el compás. ¡Qué bulla, qué gritería,
qué desorden, amigo mío! Ya he dicho que sólo dos bailaban en medio; pero
¿quién contiene a los negros de nación y a los criollos que con ellos viven, en
oyendo tocar tambor? Así es que por brincar se salían muchos de la fila, y
aparte de todos, como unos locos, mataban su deseo hasta más no poder, hasta
que bañados de sudor y relucientes como si los hubiesen barnizado, jadeando,
casi faltos de resuello, se incorporaban nuevamente en la fila. Los varones
iban sacando las hembras; un pañuelo echado sobre el cuello o sobre los hombros
hacía las veces de convite. Viejos y muchachos, hasta los más cargados de
niguas, todos bailaban.
Mucho me distraje mirando bailar el tambor;
pero te confieso que lo que más me gustó fueron las canciones, tal vez porque
las tonadas que guiaban los negros minas, eran de las de esta nación; y no es
menester más para que sepas hasta qué grado me divertiría oyéndolas. Cada
ingenio, amigo, cada cafetal tiene sus canciones particulares, que se
diferencian no sólo en los tonos sino también en la letra. Unas sirven para
solemnizar aquellos días en que está alegre el corazón, la pascua de Navidad,
la de Resurrección, la de Espíritu Santo, el día que reparten las esquifaciones
y las frazadas, los bautismos, los matrimonios, el principio de la molienda y
de la recolección del café, el año nuevo, los Santos Reyes. Otras acompañan a
los entierros, a las grandes faenas, al frío y al calor excesivos. En el primer
caso más bien se grita que se canta. En el segundo las modulaciones de la voz
son tristes y lúgubres, apenas se oye al que guía ni a los que responden y es
necesario no ser hombre para oír esos cantares y no saltársele a uno las
lágrimas. Pero hay tonadas que nunca varían, porque fueron compuestas allá en
África y vinieron con los negros de nación; los criollos las aprenden y las
cantan así como aquéllos aprenden y cantan las de éstos; son padres e hijos,
¡no lo extrañemos! Lo particular es que jamás se les olvidan; vienen
pequeñuelos, corren años y años, se ponen viejos, y luego, cuando sólo sirven
de guardieros, las entonan solitarios en un bohío, llenos de ceniza, y
calentándose con la fogata que arde delante. Pero si Italia es en Europa el
país privilegiado de la armonía, la tierra de los minas lo es en África. La
música de estos negros llega al alma, habla al corazón; principalmente aquellas
canciones que entonan en memoria de los difuntos con el cadáver en medio sobre
una tarima, y ellos en tomo sollozando.
La repentina aparición del mayoral vino por
una parte a turbar la inocente diversión de la negrada, y por otra el dulce
solaz que con ella disfrutaba yo. El tambor desmayó al instante, desmayaron las
canciones, los bailadores apenas movían los pies, y a ocasiones hasta faltaban.
Al fin, a un estallido del cuero, apagaron la candela, y cada cual se fue a su
bohío.
(1840)
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