Eduardo Zamacois
Desde un costado del Esperanza, que acaba de fondear en la paz tersa y azul de la bahía,
una lanchita automóvil nos lleva al desembarcadero de Tiscornia, donde habremos
de pasar seis días de cuarentena.
Cuba celebra el aniversario del famoso grito de
Yara —semilla roja de su independencia— y muchos barcos se adornan con banderas
y gallardetes multicolores. Todo ríe a nuestro alrededor en la transparencia lilial
de aquella mañana de octubre: las lejanías verdes de Regla y de Guanabacoa, la española
silueta del castillo del Morro, los muelles y tras ellos la Habana, con su zumbido
confuso de ciudad moderna, sus torres y sus millares de azoteas y de fachadas limpias,
como dentaduras de mujer, bañadas en sol. A espaldas de Casa Blanca, en lo alto
de un cerro escarpado, se levanta el lazareto.
Ninguno de mis compañeros de reclusión tiende ganas
de hablar; una nube de melancolía cubre los rostros; evidentemente aquella
perspectiva de encierro les entristece, y es lógico. ¡Hallarse tan cerca, tan cerca
de sus hogares, y no poder correr a ellos!... Verlos, tal vez, y haber de
conformarse con verlos!.. . Es una tortura análoga a la del niño que no gozará de
los dulces puestos en la mesa si antes no come una serie de platos odiosos.
Desembarcamos y por un camino pendiente, retorcido,
nervioso, tal que un relámpago, ganamos en automóvil la cumbre de Tiscornia. Estamos
en la oficina del establecimiento y su director interino, don Miguel Caballero,
en nombre del doctor Frank Menocal, acude a recibirnos: este don Miguel Caballero
es un hombre cincuentón, delgado, inteligente y cordial, que tiene para cuantas
personas se le acercan un apretón de manos, una sonrisa y una frase amable. El médico
nos toma la temperatura y luego pasamos a conocer nuestros dormitorios.
-Venga usted conmigo, pronto -me dice Luis, el
camarero—; porque siendo usted el primero, podrá escoger la habitación que más le
agrade.
-¿No hay nadie en el hotel?
—Nadie.
Luis camina delante: es un español bajito, de hombros
cuadrados, muy ágil, muy servicial, muy risueño. Yo creo que si existiese la costumbre
de estatuar a nuestros buenos servidores, según solemos haces con nuestros malos
generales y nuestros malos políticos, este Luis Escobedo tendría un monumento.
Todos los departamentos son iguales y tienen exactamente
el mismo moblaje: una cama de hierro, un tocador con espejo, dos mecedoras y una
mesita. Los pisos de madera, los techos altos, las paredes blanquísimas, las ventanas
y los montantes de las puertas defendidos por sutiles redes metálicas.
A cada momento mi guía se vuelve a mirarme, orgulloso
de que yo lo vea todo limpio y en orden.
Subimos al primer piso
—No ando más—exclamo-; me quedo en esta habitación.
—¿No quiere usted que le enseñe las otras? ¡Quedan
muchas!
—No. ¿Para
qué?... ¿No son todas iguales?
Sí, todas
son iguales; y, no obstante, sin razón, aquélla acaba de parecerme diferente; he
sorprendido en ella como una simpatía; una especie de aire tibio, de calorcillo
inesperado,.., familiar... Luis sonríe…
—En esta misma habitación —dice— estuvo el actor
don Emilio Thuíllier, a quien usted conocerá...
Después
llegó don Enrique Borras.
-¿Ah?
—En otra ocasión tuve hospedados aquí también al
señor don Rafael Altamira y al señor Cavestany.
—¿Es posible tanta casualidad?—interrumpí atónito.
—Según usted lo oye. Últimamente vino el poeta
mexicano Antonio Médiz Bollo. Con todos ellos hice lo que con usted: darles a elegir
habitación, y todos, ¡todos!... eligieron ésta.
El hecho, realmente, es notable. Siendo los cuartos
idénticos y habiendo tantos, ¿por qué preferí aquel que mis amigos habían
ocupado? ¿Dejarían algo de su personalidad en aquellos muebles y en la serenidad
impoluta de aquellos muros? ¿Thuillier, el primero, atraería subconscientemente
a su compañero Borras, y los dos tirarían más tarde de Altamira y de Cavestany,
quienes, a su vez, capturaron a Médiz Bolio, y finalmente, el magnetismo de todos
influyó en mí? ¿Será necesario creer en lo que algunos psicólogos denominaron “influencia
de los lugares”? ¿Será cierto que nuestra piel "oye"? No hallo medio mejor
de expresión —el lenguaje mudo de las cosas...
Los días
transcurren en Tiscornia muy dulcemente: la aumentación es buena, el trato exquisito,
los paisajes bellísimos, de noche especialmente, cuando la Habana enciende sus
luminarias incontables, y el mar
brilla tranquilo, cabalístico y magnífico, al claror fantasmal de la luna. La brisa
sopla, blanda, sigilosa; sobre la lejanía negra, hileras múltiples de faroles señalan
el rumbo vacilante de los caminos más excéntricos de los distintos arrabales; abajo,
en la bahía de aguas coruscantes, inmóviles, los grandes navíos, en los que arde
una luz roja o verde, insinúan sus perfiles vagabundos, y una lanchita, su vela
latina desplegada al viento, resbala cautelosamente» como un alma... Las primeras
horas de encierro fueron bastante duras para nosotros; la impaciencia y el aburrimiento
—los dos peores alacranes del corazón— nos atenazaban sin piedad. Entonces todos
nos acordamos de algún amigo influyente -periodista, diputado o ministro— para encomendarle
nuestra liberación inmediata. Cada cual decía:
—Esta reclusión es absurda! ¡Yo, en cuanto
llame a Fulano, salgo de aquí!...
Aquel desasosiego, aquella pena, finaron
pronto, sin embargo. Rápidamente iba penetrándonos el espíritu vigoroso y sedante
del campo. El orden monástico del establecimiento, la escasez de visitas, el hondo
olvido que parecía descender sobre nosotros con la lluvia que, durante horas, empapaba
pertinaz, musitadora, los caminares del jardín, aflojaban nuestros pobres nervios
y los pensamientos se sumergían en el “mar muerto” de la serenidad.
Al tercer día todos estábamos resignados, y
hasta contentos, de descansar allí. Según sus temperamentos, unos dormían, otros
se olvidaban sobre las páginas, llenas de compacta lectura, de los magazines americanos;
algunas mujeres hacían labores.
Era un reposo que evocaba las costumbres de la
vida de a bordo. Terminada la cena, en el vasto salón destinado a comedor,
mujeres y hombres nos reuníamos a tocar el piano, a cantar, a bailar, a recitar
versos, y éramos alternativamente comediantes o espectadores.
Cada momento del día nos aportaba una obligación
y con ella una vigilancia. En las habitaciones campaba un horario que recordaba
a los inquilinos sus deberes: había horas para desayunarse, para recibir la visita
del médico, para almorzar... para dormir...
Este orden nos rejuvenecía, nos infantilizaba,
porque nos devolvía recuerdos de colegio. A la puerta del Lazareto habíamos dejado
nuestro albedrío, nuestra personalidad verdadera. Una voluntad indiscutible
dictaba cuanto debíamos hacer, y nosotros, obedeciendo, declinábamos responsabilidades:
ahora éramos niños. Teníamos ganas de jugar, de divertirnos un poco a costa del
señor médico y del señor director. Entre nosotros se desentumía aquel risueño espíritu
de solidaridad que, en los bancos de las escuelas, anima a los muchachos contra
su profesor.
Nos habían recomendado:
—Si alguno de ustedes advierte
en su cuarto mosquitos, dígalo en seguida.
A la mañana siguiente, apenas abrí los ojos, llamé
a Escobedo.
—Ha de saber usted que en mi habitación hay un
mosquito. Llévele la noticia a los señores de la Directiva.
—¿Un mosquito?
—Sí, Luis; un mosquito: la cosa es grave.
Luis, que al pronto se mostró incrédulo, de repente
pareció consternado.
—¡Lo raro es que don Rafael Domínguez me ha dicho
lo mismo: que en su cuarto había mosquitos!...
—Se conoce —repuse yo— que anoche, el viento ha
lanzado sobre nosotros toda una nube de ellos.
¡Corra, Luis, corra a la Dirección, e informe a
los señores cancerberos de la higiene pública de esta infame conflagración mosquito.
A la hora del almuerzo, el señor Domínguez me susurró
al oído:
—Ha de saber usted que, por pasar el rato,
dije al camarero que en mi cuarto había mosquitos; pero no es cierto.
—Lo mismo, exactamente, le he dicho yo —repliqué—
y tampoco es cierto. Participamos en voz baja a los presentes nuestra invención,
y todas fueron risas. Aquella tarde, a la hora de la inspección médica, Luis
compareció en el saloncito a decirnos que, aunque registró hasta debajo de las camas,
no había podido hallar ningún mosquito. El Señor Domínguez y yo nos miramos, luego
miramos al médico... ¡Carcajeo generll... Todos veíamos a la Dirección inquieta
y a Luis, armado de una escoba, persiguiendo detrás de los baúles y bajo las camas
al terrible díptero portador de la muerte.
La víspera de salir del Lazareto, y momentos antes
de la visita médica, varios pasajeros nos metimos un buen trozo de hielo en la boca
para asombrar al doctor con nuestra pérdida de temperatura...
De Tiscornia conservo un buen recuerdo, una impresión
de frescura, de equilibrio, de paz; fueron aquellos seis días de reclusión días
de reposo físico, pero de altísima actividad mental; días dilectos, días próceres,
contemplativos, en que los horizontes interiores se intensifican y se hacen más
grandes.
Y para
mejor embellecerlos, la amabilidad, la cortesanía, con que en aquella casa se recibe
al viajero; una elegancia que recuerda algo de esa dulzura que aplicamos a los
convalecientes...
Título original: “En Tiscornia", La alegría de andar, Renacimiento,
Madrid, 1920, pp. 135-40.
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