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viernes, 5 de febrero de 2016

Triscornia: un mosquito en la habitación






  Eduardo Zamacois




 Desde un costado del Esperanza, que acaba de fondear en la paz tersa y azul de la bahía, una lanchita automóvil nos lleva al desembarcadero de Tiscornia, donde habremos de pasar seis días de cuarentena.

 Cuba celebra el aniversario del famoso grito de Yara —semilla roja de su independencia— y muchos barcos se adornan con banderas y gallardetes multicolores. Todo ríe a nuestro alrededor en la transparencia lilial de aquella mañana de octubre: las lejanías verdes de Regla y de Guanabacoa, la española silueta del castillo del Morro, los muelles y tras ellos la Habana, con su zumbido confuso de ciudad moderna, sus torres y sus millares de azoteas y de fachadas limpias, como dentaduras de mujer, bañadas en sol. A espaldas de Casa Blanca, en lo alto de un cerro escarpado, se levanta el lazareto.

 Ninguno de mis compañeros de reclusión tiende ganas de hablar; una nube de melancolía cubre los rostros; evidentemente aquella perspectiva de encierro les entristece, y es lógico. ¡Hallarse tan cerca, tan cerca de sus hogares, y no poder correr a ellos!... Verlos, tal vez, y haber de conformarse con verlos!.. . Es una tortura análoga a la del niño que no gozará de los dulces puestos en la mesa si antes no come una serie de platos odiosos.

 Desembarcamos y por un camino pendiente, retorcido, nervioso, tal que un relámpago, ganamos en automóvil la cumbre de Tiscornia. Estamos en la oficina del establecimiento y su director interino, don Miguel Caballero, en nombre del doctor Frank Menocal, acude a recibirnos: este don Miguel Caballero es un hombre cincuentón, delgado, inteligente y cordial, que tiene para cuantas personas se le acercan un apretón de manos, una sonrisa y una frase amable. El médico nos toma la temperatura y luego pasamos a conocer nuestros dormitorios.
 -Venga usted conmigo, pronto -me dice Luis, el camarero—; porque siendo usted el primero, podrá escoger la habitación que más le agrade.

 -¿No hay nadie en el hotel?

 —Nadie.

 Luis camina delante: es un español bajito, de hombros cuadrados, muy ágil, muy servicial, muy risueño. Yo creo que si existiese la costumbre de estatuar a nuestros buenos servidores, según solemos haces con nuestros malos generales y nuestros malos políticos, este Luis Escobedo tendría un monumento.

 Todos los departamentos son iguales y tienen exactamente el mismo moblaje: una cama de hierro, un tocador con espejo, dos mecedoras y una mesita. Los pisos de madera, los techos altos, las paredes blanquísimas, las ventanas y los montantes de las puertas defendidos por sutiles redes metálicas.

 A cada momento mi guía se vuelve a mirarme, orgulloso de que yo lo vea todo limpio y en orden.

 Subimos al primer piso

 —No ando más—exclamo-; me quedo en esta habitación.

 —¿No quiere usted que le enseñe las otras? ¡Quedan muchas!
 —No. ¿Para qué?... ¿No son todas iguales?

 Sí, todas son iguales; y, no obstante, sin razón, aquélla acaba de parecerme diferente; he sorprendido en ella como una simpatía; una especie de aire tibio, de calorcillo inesperado,.., familiar... Luis sonríe…

 —En esta misma habitación —dice— estuvo el actor don Emilio Thuíllier, a quien usted conocerá...

 Después llegó don Enrique Borras.

 -¿Ah?

 —En otra ocasión tuve hospedados aquí también al señor don Rafael Altamira y al señor Cavestany.

 —¿Es posible tanta casualidad?—interrumpí atónito.

 —Según usted lo oye. Últimamente vino el poeta mexicano Antonio Médiz Bollo. Con todos ellos hice lo que con usted: darles a elegir habitación, y todos, ¡todos!... eligieron ésta.

 El hecho, realmente, es notable. Siendo los cuartos idénticos y habiendo tantos, ¿por qué preferí aquel que mis amigos habían ocupado? ¿Dejarían algo de su personalidad en aquellos muebles y en la serenidad impoluta de aquellos muros? ¿Thuillier, el primero, atraería subconscientemente a su compañero Borras, y los dos tirarían más tarde de Altamira y de Cavestany, quienes, a su vez, capturaron a Médiz Bolio, y finalmente, el magnetismo de todos influyó en mí? ¿Será necesario creer en lo que algunos psicólogos denominaron “influencia de los lugares”? ¿Será cierto que nuestra piel "oye"? No hallo medio mejor de expresión —el lenguaje mudo de las cosas...

 Los días transcurren en Tiscornia muy dulcemente: la aumentación es buena, el trato exquisito, los paisajes bellísimos, de noche especialmente, cuando la Habana enciende sus luminarias incontables, y el mar brilla tranquilo, cabalístico y magnífico, al claror fantasmal de la luna. La brisa sopla, blanda, sigilosa; sobre la lejanía negra, hileras múltiples de faroles señalan el rumbo vacilante de los caminos más excéntricos de los distintos arrabales; abajo, en la bahía de aguas coruscantes, inmóviles, los grandes navíos, en los que arde una luz roja o verde, insinúan sus perfiles vagabundos, y una lanchita, su vela latina desplegada al viento, resbala cautelosamente» como un alma... Las primeras horas de encierro fueron bastante duras para nosotros; la impaciencia y el aburrimiento —los dos peores alacranes del corazón— nos atenazaban sin piedad. Entonces todos nos acordamos de algún amigo influyente -periodista, diputado o ministro— para encomendarle nuestra liberación inmediata. Cada cual decía:
 —Esta reclusión es absurda! ¡Yo, en cuanto llame a Fulano, salgo de aquí!...

 Aquel desasosiego, aquella pena, finaron pronto, sin embargo. Rápidamente iba penetrándonos el espíritu vigoroso y sedante del campo. El orden monástico del establecimiento, la escasez de visitas, el hondo olvido que parecía descender sobre nosotros con la lluvia que, durante horas, empapaba pertinaz, musitadora, los caminares del jardín, aflojaban nuestros pobres nervios y los pensamientos se sumergían en el “mar muerto” de la serenidad.




 Al tercer día todos estábamos resignados, y hasta contentos, de descansar allí. Según sus temperamentos, unos dormían, otros se olvidaban sobre las páginas, llenas de compacta lectura, de los magazines americanos; algunas mujeres hacían labores.

 Era un reposo que evocaba las costumbres de la vida de a bordo. Terminada la cena, en el vasto salón destinado a comedor, mujeres y hombres nos reuníamos a tocar el piano, a cantar, a bailar, a recitar versos, y éramos alternativamente comediantes o espectadores.

 Cada momento del día nos aportaba una obligación y con ella una vigilancia. En las habitaciones campaba un horario que recordaba a los inquilinos sus deberes: había horas para desayunarse, para recibir la visita del médico, para almorzar... para dormir...

 Este orden nos rejuvenecía, nos infantilizaba, porque nos devolvía recuerdos de colegio. A la puerta del Lazareto habíamos dejado nuestro albedrío, nuestra personalidad verdadera. Una voluntad indiscutible dictaba cuanto debíamos hacer, y nosotros, obedeciendo, declinábamos responsabilidades: ahora éramos niños. Teníamos ganas de jugar, de divertirnos un poco a costa del señor médico y del señor director. Entre nosotros se desentumía aquel risueño espíritu de solidaridad que, en los bancos de las escuelas, anima a los muchachos contra su profesor.

 Nos habían recomendado: 
 —Si alguno de ustedes advierte en su cuarto mosquitos, dígalo en seguida.

 A la mañana siguiente, apenas abrí los ojos, llamé a Escobedo.

 —Ha de saber usted que en mi habitación hay un mosquito. Llévele la noticia a los señores de la Directiva.

 —¿Un mosquito?

 —Sí, Luis; un mosquito: la cosa es grave.

 Luis, que al pronto se mostró incrédulo, de repente pareció consternado.

 —¡Lo raro es que don Rafael Domínguez me ha dicho lo mismo: que en su cuarto había mosquitos!...

 —Se conoce —repuse yo— que anoche, el viento ha lanzado sobre nosotros toda una nube de ellos.

 ¡Corra, Luis, corra a la Dirección, e informe a los señores cancerberos de la higiene pública de esta infame conflagración mosquito.

 A la hora del almuerzo, el señor Domínguez me susurró al oído:

 —Ha de saber usted que, por pasar el rato, dije al camarero que en mi cuarto había mosquitos; pero no es cierto.

 —Lo mismo, exactamente, le he dicho yo —repliqué— y tampoco es cierto. Participamos en voz baja a los presentes nuestra invención, y todas fueron risas. Aquella tarde, a la hora de la inspección médica, Luis compareció en el saloncito a decirnos que, aunque registró hasta debajo de las camas, no había podido hallar ningún mosquito. El Señor Domínguez y yo nos miramos, luego miramos al médico... ¡Carcajeo generll... Todos veíamos a la Dirección inquieta y a Luis, armado de una escoba, persiguiendo detrás de los baúles y bajo las camas al terrible díptero portador de la muerte.

 La víspera de salir del Lazareto, y momentos antes de la visita médica, varios pasajeros nos metimos un buen trozo de hielo en la boca para asombrar al doctor con nuestra pérdida de temperatura...

 De Tiscornia conservo un buen recuerdo, una impresión de frescura, de equilibrio, de paz; fueron aquellos seis días de reclusión días de reposo físico, pero de altísima actividad mental; días dilectos, días próceres, contemplativos, en que los horizontes interiores se intensifican y se hacen más grandes.

Y para mejor embellecerlos, la amabilidad, la cortesanía, con que en aquella casa se recibe al viajero; una elegancia que recuerda algo de esa dulzura que aplicamos a los convalecientes...




 Título original: “En Tiscornia", La alegría de andar, Renacimiento, Madrid, 1920, pp. 135-40. 


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