Emilio Roig de Leuchsering
En nuestro
manicomio nacional —no me refiero, queridos lectores, al Capitolio, donde
moran, discurren —muy raras veces— y hacen locuras —con demasiada frecuencia—
los beneméritos padres y padrastros de la patria— se halla recluida desde hace
meses la más famosa de las curanderas
criollas de estos tiempos: Antoñica Izquierdo o
Ñica la milagrera, la que, adaptándose
a la época, tan pródiga en curanderos políticos, salvadores, a la fuerza, de
sus pueblos, no se conformaba con curar los males físicos de los que a ella
acudían, sino que también quiso meterse en camisa de once varas,
pronunciándose, como cualquier politiquillo o apolitiquillo, contra la tan
cacareada, y cada vez más lejana, Asamblea Constituyente, panacea mágica que
remediará todos nuestros males políticos, económicos, etc., etc., etc. Amén.
La milagrera
Antoñica curaba con agua: agua de los ríos, y por eso encontró su Waterloo en
La Habana donde, como bien saben y padecen sus moradores, el agua sólo existe…
en las nubes y en estado de vaporización, pues ya ni siquiera llueve de vez en
cuando. ¡Felices tiempos aquellos de la colonia en que la Divina Providencia,
apiadada de los muy devotos habaneros, tenía siempre repletos de agua lluvia
los aljibes, tinajas, tinajones y bateas!
Pero no voy a
referirme especialmente en estas Habladurías a la bienaventurada Antoñica, pues
ustedes conocen tan bien como yo su santa vida y sus prodigiosos milagros.
Quiero, sí,
hablarles de otros curanderos, de uno y otro sexo, que florecieron en épocas
pasadas, y cuyos nombres y hazañas han llegado hasta nuestros días.
Hablaré en
primer lugar del famosísimo Cham Bom-biá, el Médico Chino, cuyas curaciones
fueron tan extraordinarias que de él ha quedado en nuestro folklore la frase
ponderativa de la suprema gravedad de un enfermo: «No le salva ni el Médico
Chino».
Uno de los
biógrafos de este milagrero, Herminio Portell-Vilá, refiere que Cham Bom-biá
llegó a La Habana en 1858, estableciendo aquí su consulta, que era visitada por
personas de todas las clases sociales.
Vivió después en Matanzas, con consultorio en la calle de Mercaderes esquina a
San Diego, próxima a la residencia de la familia Escoto; y por último se
trasladó a Cárdenas, pasando en ella sus últimos años, hasta su misteriosa
muerte.
Portell-Vilá lo
pinta «Hombre de elevada estatura, de ojillos vivos y penetrantes algo
oblicuos; con luengos bigotes a la usanza tártara, larga perilla rala pendiente
del mentón y solemnes y amplios ademanes subrayando su lenguaje figurado y
ampuloso; vestía como los occidentales, y en aquella época que no se concebía
en Cuba al médico sin chistera y chaqué, él también llevaba con cómica seriedad
una holgada levita de dril».
En Cárdenas
apareció por el año de 1872, instalándose en una casa de la Sexta Avenida, casi
esquina a la calle 12, junto al actual cuartel de bomberos, en la que tenía su
botiquín.
Cham Bom-biá,
si prescindimos del aparatoso ceremonial que usaba en su consultorio y en las
visitas a los enfermos, puede ser considerado, más que como vulgar curandero,
como un notable hombre de ciencias de amplia cultura oriental, que mezclaba sus
profundos conocimientos en la flora cubana y china, como sabio herbolario que
era, con los adelantos médicos occidentales.
En Cárdenas
realizó curas maravillosas de enfermos desahuciados por médicos de fama de
aquella ciudad y de La Habana, devolviéndoles a muchos de sus clientes la
salud, la vista, el uso de sus miembros.
En el ejercicio
de su carrera científico-curanderil, actuaba con absoluto desprendimiento,
cobrando honorarios a los ricos, y conformándose con decirles a los pobres: «Si
tiene linelo paga pa mí. Si no tiene, no paga; yo siemple da la medicina pa
gente poble». Las medicinas las proporcionaba unas veces de su botiquín
particular, y otras mediante recetas que eran despachadas en la farmacia china
de la Tercera Avenida número 211.
Cham Bom-biá
llegó a conquistar gran popularidad en Cárdenas y en toda la Isla, convirtiéndose,
según afirma Portell-Vilá, en el sumo pontífice de la medicina, lo mismo ayer
que hoy, como bien lo expresa la frase popular que sobre él perdura, ya citada
más arriba, y de la que existe esta otra variante: «A ése no lo cura ni el
Médico Chino».
Una mañana
encontraron sin vida a Cham Bom-biá, tendido en el camastro de la casa que
siempre habitó solo en la Perla del Norte. Nunca pudo esclarecerse la causa de
su muerte, atribuyéndola, unos, a un suicidio, y otros a algún veneno
administrado por cualquiera de sus colegas, envidioso de su fama.
De él quedan,
además de su reputación elevada a la estratosfera, estos versos que los mataperros
callejeros aplican a todos los orientales:
Chino manila,
Cham Bom-biá:
Cinco tomates
Por un reá.
Casi en la
misma época que el Médico Chino hacía
milagrosas curaciones en Cárdenas, sobresalió
por Las Villas, en el caserío de Jiquiabo, término municipal de Santo Domingo,
una curandera, que desde niña era conocida por sus milagrerías: Rosario
Piedrahita, llamada la Virgen de Jiquiabo o la Vieja de Jiquiabo o Nuestra
Señora la Virgen de Jiquiabo.
Esta curandera
no usaba agua como Antoñica ni yerbas como el Médico Chino, sino pañitos pertenecientes
a las ropas interiores del enfermo o de la persona que deseaba prosperar en sus
negocios o conservar su salud. Ya en poder de esos pañitos, la Virgen de
Jiquiabo se encerraba en su cuarto para hacer sus conjuros o burlarse a solas
de sus crédulos pacientes, y una vez benditos
los pedazos de tela los entregaba a éstos. Los
pañitos, aplicados a la parte enferma, guardados en los bolsillos o
conservados tras las puertas, debían resultar eficacísimos para curar una
herida, un dolor, un grano, aumentar la familia y traer la paz a los
matrimonios averiados.
Según parece,
esta embaucadora ejercía especial influencia sobre los alcaldes, pues logró
catequizar a dos de éstos, uno de Villaclara, Juan Manuel Martínez, quien,
según refiere Antonio Berenguer en sus Tradiciones
Villaclareñas, dicho mayor, muy querido y respetado en el Municipio, ya
entrado en años y cargado de achaques, acudió a los pañitos de la Virgen de Jiquiabo. Pero cansado de no obtener éxito,
quiso comprobar los poderes sobrenaturales o la charlatanería de la Virgen,
enviando al efecto a tres limosneros del pueblo: un chino casi ciego, un negro
viejo de nación y un gallego que se hacía más el enfermo de lo que en realidad
estaba, a que se consultaran con la milagrera. Regresaron los tres, y a
preguntas del alcalde el chino contestó: «Señó alcalde, ya yo ve poquito menos».
El negro viejo: «Yo, mi señó, llevé quebradura y un espolón en la pata y yo
viene con quebradura botá y do espolón que no dejan caminá». Y el gallego: «Yo
llevé mis ahorros que quise aumentar, poniéndome un paño en los bolsillos; al
venir me extravié, unos ladrones me robaron y sólo me dejaron este pañito que
no me sirve ni para secarme las lágrimas». Ante este triplemente desastroso
resultado, cuenta Berenguer que el bueno del alcalde se encerró en su cuarto,
se quitó los paños y los arrojó violentamente, diciendo: «Esa vieja es una
embaucadora, hoy mismo la mando a prender».
El otro alcalde
engatusado por la Virgen de Jiquiabo fue, según cuenta Herminio PortellVilá, el
mayor de Cárdenas en 1882, don José Belaunzarán y Galarraga, quien trajo a la
milagrera a su casa para que lo atendiese a él en sus males y también a la
señora alcaldesa, no menos estropeada en su salud que su amante compañero, el
señor alcalde.
Y la residencia
del alcalde se convirtió en la Meca de todos los enfermos de la población; pero
si la Vieja de Jiquiabo ejercía sus curanderismos sin interés alguno, el señor
alcalde y la señora alcaldesa se convirtieron en managers económicos de la
milagrera, cobrando tres pesos por cada
pañito bendecido en el consultorio y cinco pesos si había que ir al
domicilio del cliente, con honorarios mucho más altos para los ricos de la
localidad. El negocio produjo tanto que algunos cardenenses lo hacen ascender a
más de $20.000. Pero el cívico periodista Pedro Sust y el notable poeta
Federico Torres Rangel desenmascararon a la
Vieja, al alcalde y a la alcaldesa, realizando contra ellos lo que hoy
se llamaría un acto de calle, con todos los enfermos, cojos
y desgraciados a los que la Virgen de Jiquiabo les había tomado el pelo, y el
alcalde y la alcaldesa sus dineros; y la Virgen, dando tusa se corrió hacia el
Jiquiabo, y el mayor y la mayora tuvieron que dar 10.000 pesos de lo recaudado
para la construcción de una sala de inválidos en el hospital de Santa Isabel.
Desde entonces los cardenenses miran con prevención a
todo el que viene ofreciéndoles milagros, curaciones, bienandanzas, por temor
de que los tales prodigios sean «como los pañitos de la Virgen de Jiquiabo».
Fernando Ortiz,
en su vieja costumbre de desnucar santones, milagreros y hombres providenciales,
demostró en documentado artículo que la tal
Virgen de Jiquiabo ni siquiera tenía el mérito de la originalidad, pues
sus pañitos habían sido usados algunos siglos antes por un ermitaño español,
guardián de la Virgen de Godes, que se venera en el pueblo navarro de su
nombre, para reaparecer, «siglos y mares de por medio, en las análogas
maravillas de la carnal y criolla Virgen de Jiquiabo».
El último
curandero criollo que voy a citar figuró en tiempos republicanos, el año 1905,
y era conocido por «El Hombre Dios, llamado en realidad Juan Manso, y habitaba
en la loma de San Juan. Era de rústico
aspecto, vestido con burda filipina oscura y provisto de hirsutos bigote y
patilla. Curaba mediante pases sobre la cabeza de los pacientes».
El gran
periodista Manuel Márquez Sterling le dedicó un artículo en la revista El
Fígaro, de aquel año, refiriendo los detalles de la visita que le hizo, «una
tarde bajo los rayos de un sol que tostaba las entrañas de la tierra».
Este Hombre Dios, que logró, como el Médico Chino y la Virgen de Jiquiabo, atraer a las muchedumbres
ávidas de hazañas sobrenaturales, ha quedado olvidado, como lo será también, o
lo es ya, Antoñica Izquierdo, y como han de desaparecer, igualmente, del recuerdo
de sus pueblos, en lo que a sus providencialidades
se refiere, todos aquellos santones y autores de prodigios que, ayer como hoy,
han tratado de vivir de sabrosos, satisfacer su afán de lucro, sus perversos
instintos o su vanidad, con la engañifa de salvadores de su pueblo, del mismo
pueblo que explotan y atropellan, a su gusto, capricho y conveniencia.
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