Una
nueva barbaridad, inspirada por la brujería, ha conmovido en estos días la opinión
pública. El hecho ha ocurrido en Camagüey. El criminal es menor de edad, y se
llama Justo Pina. La víctima, Manuel Villafaña, era un niñito de raza blanca.
El asesino dice que su padre —negro repulsivo—
le ordenó proveerse de sangre del blanquito, y extraerle el corazón, para curar
con ello a una mujer de su raza. Y el precoz bandido acometió al pequeñito con
puñal machete; le produjo numerosas heridas; le mutiló.
Alarmado el vecindario y momentáneamente indignada
la prensa, han pedido castigo para el salvaje inductor, ya que no sería humano aplicar
la última pena al asesino, legalmente irresponsable. Pero, cuando hayan pasado ocho días, nadie se
acordará del asunto. ¿No son ya numerosos los casos de niños robados, de criaturitas
blancas mutiladas por los negros brujos, curanderos para quienes no hay farmacopea
más eficaz que el corazón y la sangre de los blancos?
No sé si toda la razón estará de parte de los que
condenan la pena capital, porque el Estado no puede ser vengativo ni puede
cometer el delito mismo que se castiga. Pero yo creo que aquél a quien
arrebaten un pedazo de su vida, un angelito de su alma, para descuartizarlo, ese
no entendería de sentimentalismos y consideraciones filosóficas: como le entregaran
al salvaje asesino, le inhabilitarían para, volver a practicar la brujería.
Muy noble es eso de no matar en nombre del
Estado; pero bueno sería que los asesinos empezaran por suprimir ellos el
placer ese que se dan matando o mandando matar a inocentes. Y cuando, como en
este caso de Camagüey, se agrega al hecho horrible del asesinato, el más horrible
de haber impulsado al crimen al propio hijo, creo que no se perdería mucho con
aplicar a una fiera con apariencia de hombre, la saludable ley de Lynch.
Joaquín Nicolás Aramburu
La Vanguardia, 16 de julio de 1914.
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