Julián Sánchez
La vida
en el campo era ya imposible. La gente andaba hambrienta y casi desnuda. Todos
venían hacia nuestra casa; cocinábamos dos latas de boniato, pero esto era
insuficiente. Nos comían las gallinas, los cerdos y hasta los terneros. De
noche, nos invadían los perros de los contornos; llegaron a comerse un ternero
en el corral de las vacas. Los gatos se tomaban la leche depositada en la canoa
del queso. Ni matándolos nos librábamos de estos animales.
Habían quedado
muchos campamentos regados por aquel término. Nadie tenía recursos. A algunos
campesinos les entregábamos gallinas, recomendándoles que las criaran en el
monte, porque de lo contrario en poco tiempo no iban a tener ellos ni nosotros.
En el ingenio
Habana se habían reconcentrados todos los campesinos a quienes Collares les
había quemado sus casas. Estaban desamparados y salían a buscar viandas al
campo para poder comer. Una caravana de mujeres, niños y hombres nos visitaba
diariamente; traían sacos y estaquitas para sacar boniatos. Nos llamaba la
atención que mi padre les diera todo lo que pedían; pensábamos que pronto
tendríamos nada; pero él decía: “¿No ven que vienen temblando? Esa es el
hambre. Mientras haya algo no se les puede negar”.
Niños descalzos
y harapientos cogían las mazorcas de maíz tierno y se las comían.
Continuamos
nuestro “vía crucis”, porque fuimos los últimos en reconcentrarnos. A pesar de
que nadie nos conminó para que lo hiciéramos, tuvimos que irnos
“voluntariamente” para el pueblo. Mi padre tenía una tierra rota para sembrar
boniatos, y nos pidió que antes de marcharnos cortáramos bejucos para sembrar.
Protestamos, porque la tierra no estaba suficientemente preparada, no
pensábamos cultivarla y de todas maneras la íbamos a dejar. Insistió y lo
hicimos a regañadientes, sólo por complacerlo.
El abuso que se
cometía con los cubanos había fomentado el odio, el cual se extendió hasta los
muchachos. Se crearon dos bandos: en uno estaban los hijos de los mambises y en
el otro los hijos de los guerrilleros.
Nosotros éramos
los bandoleros y ellos los civiles.
Se libraban verdaderas
batallas campales en la que no faltaban heridos, sobre todos de cabezas rotas. (…)
Llegamos a
trabar combate frente a la casa del capitán Juan González, quien prefirió
observar la pelea de pie; los guerrilleros quisieron intervenir, pero él no los
dejó.
La
reconcentración trajo como consecuencia la desocupación total. Los campesinos
no podían producir nada; se iban agotando las mercancías hasta que quedaban las
tiendas vacías. El bloqueo vino a destruir la economía y a remachar más el
hambre.
Daban dos días
a la semana para ir a buscar alimentos al campo, pero pronto se agotó lo que
había. Un mulato llamado Vivian salía por todas las calles gritando: “A
forrajear mañana el boniato, el plátano, la calabaza amarilla y el quimbombó”;
y esto lo hacía con música que él mismo le había puesto. Vana ilusión la del
canto, porque ya sólo se conseguía bledo, verdolaga y palmito. El palmito se
obtenía del cogollo de la palma real.
El hambre hacía
estragos en el pueblo; no había día en que no se produjeran por lo menos dos o
tres defunciones. El portal de la tienda La Favorita lo habían transformado en
hospital, con piso de tierra y camas de sacos de azúcar. Cuando alguien moría, venía el mulato Vivian
con otro ayudante, amarraba el cadáver con ariques de yagua y, atravesado en
una cañabrava lo conducían al cementerio. Pronto ocupaba otro su lugar. Eran
tantos, que a veces echaban tres en una sepultura. No se podía entrar en el
cementerio por el mal olor que producían los cadáveres en descomposición.
Forrajear era
peligroso, pero era preferible morir por una bala –como decía mi padre-, antes
que contemplar siquiera aquellas escenas dantescas. Aquellos infelices eran
personas pobres de espíritu que no iban a forrajear por miedo a que los
mataran. Cuando se daban cuanta ya el hambre los había inutilizado.
Por otro lado,
los médicos eran escasos y había que pagaros bien. Existían los negros
curanderos. Para la pulmonía hacían sinapismos de mostaza; después, sobre la
parte quemada, aplicaban un ungüento amarillo y por ahí sacaban la congestión.
No eran tan efectivos, pero a tiempo curaban mucho. La verbera cimarrona era
muy buena para la indigestión o el calor en el estómago. El catarro se quitaba con
un cocimiento de flores de calabaza y romerillo, cogollo de guanábana y hojas
de naranja; se endulzaba con miel de abeja. La jalea real servía para aumentar
los glóbulos rojos y también para el catarro. (…)
Publicaron
entonces un bando para repartir zonas de cultivo a una legua a la redonda. Mi
padre pidió tierra en la finca Santiago, al lado de un arroyo donde podía
abastecerse de agua. El comandante Sigüenza respondió a su solicitud con estas
palabras: “No, qué disparate; se le dará cerca del fuerte para tenerlo a la
vista, porque usted es más peligroso que los mambises que están en la manigua”.
Obtuvo un pase
para ir a la loma de Franki. Mariano de la Campa, comandante del pueblo, mandó
la guerrilla detrás para que lo asesinara. Nosotros seguimos al río Las Palmas
y desde allí vimos a los guerrilleros correteando para encontrarlo.
Mientras
pescábamos, se aparecieron unos mambises semidesnudos, sin zapatos y con el
fusil terciado en un cáñamo sobre la espalda. Eran conocidos; mi padre y mi tío
se quitaron la ropa interior y se la dieron, así como el yesquero y todos los
instrumentos de pesca. Nos pidieron el burrito para comérselo y mi hermano
chiquito comenzó a sollozar; para tranquilizarlo le prometieron hacerle un
pesebre en el monte. Para nosotros fue como si hubiéramos perdido un miembro de
la familia….
Empezamos las
labores en la zona de cultivo. Recogimos herramientas viejas abandonadas en las
casas del campo; desarrollamos un trabajo febril, ya que cada hora que pasaba,
la miseria asomaba más su cara sangrienta.
A los tres
meses llegaron unos compradores de Cárdenas y le propusieron a mi padre
comprarle el maíz. Pero objetó que este no tenía grano todavía y que por lo
tanto no servía. Le explicaron que con las tusas bastaba; allá las hervían con
cangrejo y se tomaban ese caldo. ¡Aquellos pobres estaban peor que nosotros!
Decidimos salir
sin pase, que eran como jugarse la vida, y fuimos al arroyo de Batalla con una
guataquita para escarbar en un terreno donde antes hubo un boniatal. Había que
picar un cordel para encontrarse dos o tres libras de rabisas…
Mi padre
contrajo el beriberi, enfermedad que mató a cientos de cubanos. Nos dijeron que
con el tábano se curaba, pero esta planta solo la había en los montes Carrión,
a más de tres leguas del pueblo. Y el pase oficial solo autorizaba alejarse una
legua.
Salimos por la
mañana rumbo a Carrión. A las cuatro de la tarde entrábamos con dos cargas de
tábanos. Ya no se podía levantar, por la hinchazón. Le empezamos a dar
cocimiento de raíz; con las hojas preparábamos agua para bañarlo. A los tres
días había curado pero faltaba resolver el problema de la alimentación. Tenía
la piel colgando…
Hicimos varias
casillas y las pusimos en la zona de cultivo. Matábamos pájaros de todo tipo,
aunque no se comiesen. Tomó caldo hasta de pitirri y judío. (...)
No hay carne
peor que la del ratón.
La situación se
agravó pavorosamente. Se carecía de lo más necesario, al extremo que no importaba
que alguien tuviese dinero… Se terminó la manteca, la carne y hasta la sal. (…)
Oí decir
entonces que los hornos se construían encima de una capa gruesa de sal.
Nosotros habíamos visto en el ingenio Guasimal, ya demolido, un horno en estado
de ruina y se lo dije a mi padre. Quiso ir allá, pero nos opusimos.
Preparamos unas
barretas pequeñas y cuando fuimos a salir nos detuvieron preguntándonos para
qué eran. Contestamos que para sacar boniatos y nos dejaron salir.
Escarbamos y
llenamos dos sacos con la sal que podíamos cargar. Se enteraron en el pueblo y
vino a vernos un enjambre de familias, incluso bodegueros. Acabaron con la sal:
los últimos tuvieron que lavar las piedras para coger la que se había pegado a
ella. (…)
Muchos salían a
forrajear y volvían con los sacos vacíos. Uno de ellos tiró el saco al lado de
la puerta de nuestra casa, y se acostó.
Habíamos hecho unos
tamales sin manteca, ni más condimento que sal. Le dimos uno y se lo comió. Al
masticar las pajas, se desmayó. Le avisaron a la familia y se lo llevaron.
A los dos días
vimos que cruzaba amarrado en dos palos y en esa forma lo tiraron en la sepultura.
Al tercer día entrerraron a su esposa, de la misma manera, porque no había
cajas.
Se veía a los
hombres taciturnos por la calles, tambaleándose como los que fuman opio, unos
con la piel pegada a las huesos como momias, y otros hinchados por el beriberi.
Una madre
escarbaba en un tanque de basura de una bodega; recogía viandas podridas a las
que se les podía aprovechar un pedazo. Un niño de cinco años, pura costilla, se
agarraba a su vestido para sostenerse en pie.
Fragmentos del testimonio de Julián Sánchez, campesino de San José de los Ramos, dictado al etnógrafo Erasmo Dumpierri. Tomado de Julián Sánchez cuenta su vida, Ediciones Huracán, Instituto del libro, La Habana, 1970, pp. 47-63.
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