Eduardo
Zamacois
El bandido
Manuel García y Ponce de León, cuya tristes hazañas le valieron el teatral
sobrenombre de «Rey de los campos de Cuba», pertenece a la dinastía de aquellos
pintorescos bandoleros españolen amigos de robar y de repartir el bien, a la
vez crueles y compasivos, codiciosos y espléndidos, caballeros andantes a su
modo de un ideal igualitario, que tanto dieron que hacer a la fantasía de los
novelistas y a los remingtons de la Guardia civil. Manuel García no guarda
semejanza ninguna con esos ladrones de frac que «operan» y seducen marquesas en
los films de la Casa Rithé: con su lindo talle, su juventud y sus prestigios de
enamorado, de generoso y de valiente; con su ancho sombrero echado sobre el
rostro moreno y de corvo perfil, su largo machete, su cuchillo de monte, su rifle
a la espalda y sus buenos caballos, encarnaba y resucitaba las leyendas rojas
de José María, el Tempranillo, y de Diego Corrientes. Dentro de su aperreado oficio,
García era «un clásico». Examinando su biografía, puede asegurarse también que,
aun prescindiendo de la orientación política que inspirase sus últimos actos,
el célebre facineroso cubano parodia a los más célebres capitanes de todas las
centurias. La civilización ha reconocido que, conquistadores y bandidos, hermanos
son de la gran Cofradía de la Rapiña, y sin otra diferencia entre ellos que la
puramente formal, nacida de que los primeros, cuando robaban, hacíanlo en
nombre de la civilización, y los segundos, no. La mitad de los éxitos de un
hombre deben atribuirse a su época. Manuel García ciudadano cartaginés, hubiese
llegado a ser quizá un Aníbal; Escipión, ciudadano del siglo xx, probablemente
habría finado sus días en una cárcel. Hay que nacer a tiempo.
Manuel García nació en las inmediaciones del
pueblecito de Alacranes, el lro. de Julio de 1850, y en el curso de su terrible
historia surgen, a cada momento, coincidencias y presentimientos que vierten
sobre ella la luz sangrienta -luz de Fatalidad— de la tragedia griega. Diríase
que, desde la cuna, una mano roja avanzaba, el índice extendido, delante de él,
señalándole un camino de perdición.
El día de su bautizo, doña Isabel y don Vicente,
padres de Manuel, organizaron una fiesta: hubo merendona y baile, y el vino
corrió copiosamente. De pronto, por una trivial cuestión de caballos, dos
invitados comenzaron a discutir; a poco salieron de sus vainas los machetes, y
como uno de los contendientes, apellidado González, resultase gravemente
herido, el dueño de la casa dispuso que lo trasladasen a su lecho. La sangre
del herido empapó las sábanas. Entonces doña Isabel, la madre del recién
nacido, se echó a llorar.
—¡Qué
desgracia— repetía supersticiosa—, qué desgracia! ¡Esto ha de traerle a nuestro
hijo el «mal hechizo»!
Hasta los diez años el muchacho no aprendió a leer;
se aficionó entonces, con febril entusiasmo, a los gallos y a las naipes, y fue
para jugar para lo que realizó su primer robo. En estas andanzas peligrosas le
acompañaba y servía de mentor y escudero un negro esclavo, joven, llamado
Tomás. No obstante la notable diferencia de edades, Tomás y Manuel
fraternizaban y se apoyaban mutuamente en sus designios y propósitos con notable
eficacia. El niño, precozmente aventurero y bravo, comprendía al hombre.
Cierta noche
se jugaba a “los prohibidos” en un bohío. Componían la partida Manuel y su
amigo, y otros tres individuos de la peor calaña. Los dos primeros perdían, y
era evidente que sus contrarios tiraban con ventaja. Como Tomás lo reconociese
así, resultó a uno de los ganadores, apodado Tomeguín, quien, ofendido, sacó su
machete. Echó mano Tomás al suyo, y se acometieron. La pelea fue larga, y
feroz. Tomeguín recibió dos golpes terribles: el primero en la cara; el
segundo, en un hombro. A poco, desfallecido, dio un mal paso y cayó, soltando
su arma, y Tomás, viéndole así ya indefenso, le macheteó con encarnizamiento salvaje
hasta matarle. Los amigos de Tomeguín escaparon, llevándose el dinero. Llorando
Tomás, abrazó a Manuel.
—Tengo que
huir —le dijo; adiós para siempre...
Y desapareció
en la enorme tiniebla de la noche y del bosque. El muchacho regresó a su casa
por caminos extraviados, para no ser visto; el abrazo del negro le había
cubierto de sangre la camisa. La jettadura
se repetía.
Ya era Manolo
García un mozo muy pinturero, muy buen jinete y muy holgazán, cuando se enamoró
de Rosarito Vázquez. Ella le correspondió. Poco después, en un “guateque”,
un alcalde de barrio de empeñó en danzar
con Rosario; se negó la muchacha, diciéndole que ella no bailaba más que con su
novio, y como el indiscreto insistiese y añadiera a su porfía frases
descorteses, Manuel García le abofeteó. Contra toda justicia, el galán fue preso.
Cuando
recobró la libertad, el mozo se casó, aplicóse al trabajo, y durante cerca de
un año observó intachable conducta. Entretanto, su madre, cansada de soportar
los crueles tratos de su segundo marido, habíase marchado a vivir con un D.
José García Gallardo, rico hacendado. Transcurrían los meses tranquilos,
felices, monótonos, iguales. Una tarde, Manuel llegó de visita a casa de su
madre en el momento en que Gallardo la maltrataba de obra, Cególe, como es
lógico, la ira, y acometiendo a Gallardo, le hirió gravemente. También en este
caso —según casi siempre acontece— los tribunales de justicia, contra toda
razón, favorecieron al más fuerte, y Manuel García fue procesado y llevado a la
cárcel por segunda vez.
Al acabar de
cumplir su condena, el futuro “Rey de los caminos de Cuba” ya era un bandido.
Las que pudiéramos llamar «primeras letras» del bandolerismo, las cursó bajo la
dirección del entonces famoso salteador Carlos García; pero pronto apartóse de
su jefe y organizó una cuadrilla. Todavía, sin embargo, sus faltas no eran
demasiado graves y podía redimirse; todavía no había desnudado su machete para robar...
Los accidentes
que definitivamente le aherrojaron en el crimen, vinieron después. Fue en 1883.
Manuel tenía relaciones secretas, en el pueblo de Quivicán, con una joven de
rara hermosura llamada Juana María. Cierta noche, y sin que nadie averiguase
cómo el incendio se produjo, la casa de Juana María ardió. Manuel acudió al
peligro, y con riesgo inminentísimo de su vida, libró de las llamas a su amada
y a su familia. Ya en salvo, el padre de la moza acusó, sin razón, a Manuel
García de incendiario. Protestó éste con exasperada vehemencia de tan
abominable delito; enredáronse las palabras y, con ellas, los denuestos, que
crispan los puños y calientan la sangre; salieron los machetes a pedir venganza
de las ofensas, y el padre de Juana María quedó herido de gravedad. Manuel volvió
a la cárcel.
Cuando salió
de ella, gracias a los mañosos empeños de cierto abogado, Manuel, con una
honradez impropia de su oficio, comenzó a buscar las veinte onzas que su
defensor le había pedido. Un propietario, bien porque le estimase o porque le
temiese, le facilitó doce onzas; faltaban ocho, y para hallarlas, Manuel García
determinó robar una yunta de bueyes. Pero tampoco esta vez el azar le fue
propicio: una pareja de guardias civiles, de las varias que iban siempre siguiéndole
los pasos, le dio el «alto», y Manuel, de dos machetazos, mató a uno de ellos. Entonces,
considerándose irremisiblemente perdido, escribió a su mujer la siguiente
carta:
«Todo el
mundo sabe que yo soy el autor del crimen de la Gía: pero nadie sabe que las circunstancias
me han obligado a cometerlo. Desde aquella mañana soy un bandido más, y Dios disponga
de mi suerte. Las doce onzas que te dejé para entregárselas al abogado, quédate
con ellas, pues te harán más falta que a él seguramente. Por cumplir mi palabra
me he perdido. Que sea lo que Dios quiera. Tu esposo, Manuel.»
En un
documento curiosísimo, su autor, refiriéndose a su crimen, dice: “las circunstancias
me han obligado a cometerlo”; por dos veces invoca el nombre de Dios, y acaba
sometiéndose melancólicamente, pero sin protestas, a la voluntad divina. Manuel
García, que, por descender de españoles, desciende también de árabes, se
entrega a la Fatalidad.
En lo
sucesivo, la historia, tristemente hazañosa, del “Rey de los campos de Cuba”,
devana una película bermeja, de horror y pesadilla. Primero le vemos en
Cayo-Hueso, foco entonces del separatismo cubano; luego regresa a su patria, y
pronto su nombre llega a ser popular. Baldíamente se le persigue; él, osado y
astuto, manirroto con los que le ayudan y feroz con los que le venden, es más
fuerte que todos, uno tras otro, los generales Salamanca, Lachambre, Polavieja,
Chinchilla, Marín, etc., desplegan sus recursos mejores para capturarle. Nada
consiguen. El número de sus aliados es incontable, porque él sabe derrochar
entre ellos su dinero; un pañuelo anudado a la barandilla de un balcón, unas
ropas puestas a secar sobre unas matas, la décima que un boyero va cantando
dentro de su carreta, son otros tantos avisos para el bandolero. Manuel García,
satisfecho de sí mismo, ama su gloria, su infame gloria de gran criminal, y
procura aumentarla. Lo vemos cuidarse como lo haría un artista, un torero o un
boxeador. El insigne forajido no bebe, no juega, huye de las mujeres y se
esfuerza —¡contrasentido admirable! — en que todos los hombres de su cuadrilla observen
una conducta ejemplar. A los cuarenta años, Manuel García, secuestrador, cuatrero, incendiario y
asesino, era un hombre de buen talle, delgado y hercúleo, de labios risueños y
finos, que vestía bien, jineteaba en buenos caballos, hablaba urbanamente y se
burlaba de la Guardia civil.
A fines de
1894 se dijo que el “Rey de los campos cubanos” había muerto, lo que no era verdad,
por cuanto meses después le vemos reaparecer, mas no ya con su antiguo carácter
de bandolero, sino como guerrillero o cabecilla, al servicio del grito de
independencia lanzado en Baire.
La noche del
23 de Febrero de 1895 marchaba Manuel García rumbo a Matanzas y al frente de
unos cuarenta hombres que pudo reclutar en los alrededores de Ceiba-Mocha,
entre ellos iban su hermano Vicente, el mulato Plasencia, Callo Sosa, Asunción
la Muerte y otros bandoleros que habían peleado largo tiempo a sus órdenes y
gozaban de su confianza; los demás eran campesinos, gentes honradas a quienes
animaba un ideal impreciso de libertad y mejoramiento.
Al enfrentar
la tienda de comestibles de José Fragüela situada al borde del camino, los
sublevados se detuvieron, y Manuel García penetró solo en la casa a pedirle a
su dueño, en el nombre de “la futura república cnbana”, todo el dinero que
tuviese. A lo que Fragüela —acaso por patriotismo— accedió solicito,
entregándole noventa centenes, tres luises y sesenta pesos en plata.
Mientras el
cabecilla, sentado ante una ancha mesa que allí había, redactaba el “recibo” correspondiente
a la cantidad que Fragüela acababa de donarle, se oyeron por el lado del camino
voces y ruido de lucha, sonaron varios tiros, y cuando Manuel se levantaba para
informarse de lo que ocurría, lanzóse en la trastienda el sacristán de Canasí,
D. Felipe Díaz, a quien Plasencia y otros perseguían. El acosado corrió a
refugiarse detrás de la mesa. Manuel García procuró salvarle, gritando:
—¡No matarle,
no matarle!...
Pero su intervención
fue inútil; el mulato Plasencia, sobre todo, parecía borracho de sangre, y el
susodicho sacristán sucumbió a machetazos.
Consumado el
crimen, la partida reanudó su marcha.
Serían las
diez y media de la noche cuando los sublevados se cruzaron en la carretera de
Matanzas con un individuo de a pie llamado González; Plasencia, que cabalgaba
al lado de García, se adelantó para darle el “¡Quién vive”! El interpelado
repuso:
—¡España!...
Plasencia
disparó contra él su revólver, matándole. Casi al mismo tiempo sonó un segundo
disparo, y Manuel García vaciló sobre su silla y cayó al suelo, muerto. Hubo
unos instantes de indescriptible pánico. Al quedarse sin jefe, los sublevados, momentos
antes tan animosos, perdieron todo su valor. Como obedeciendo a un instinto,
varias voces gritaron:
—¡La Guardia
civil!... ¡La Guardia civil!...
Y en pocos
segundos aquellos cuarenta hombres, desbandándose, desaparecieron en la
obscuridad de los campos sin luna.
¿Quién mató a
Manuel García? No se sabe. Dicen que un individuo de su partida; dicen también
que González, el cual, al caer, disparó contra sus agresores. Otros aseguran
que a Manuel se le disparó casualmente el revólver que llevaba en la mano...
Pero si fue González, coincide —azar extraño— este apellido con el del herido
que, el día del bautizo del “Rey”, le vaticinó, con su sangre, su jefatura.
El Sr.
Rabadán, a la sazón teniente de la Guardia Civil, recogió el cadáver, que tardó
varios días en ser identificado. Los vecinos de Ceiba-Mocha no recordaban
haberle visto nunca; pero les sorprendía el aspecto de aquel hombre rústico al
parecer, y que, sin embargo, iba vestido limpiamente y tenía las manos
cuidadas. Al cabo, el negro Osma, enemigo del cabecilla, le reconoció:
—¡Es el mismo
Manuel García!, cuentan que exclamó apenas le viera —; ¡miren cómo se ríe!...
Efectivamente;
aquella sonrisa fría, irónica, cruel, era “el gesto” del famoso “Rey”; la
expresión que llevó siempre encendida en su rostro, como una luz.
Volvíamos de
Matanzas, en automóvil, el doctor Antonio Covas Guerrero y yo. Ante nosotros,
la carretera reverberaba bajo el sol, amarilla como un arroyo de champagne. Cuando cruzábamos el pueblo
do Ceiba-Mocha, cuyo caserío de planta baja, humilde, genuinamente criollo, se
levanta a ambos lados del camino, Covas-Guerrero exclamó:
—En el
cementerio de aquí fue enterrado Manuel García. Delante de una tienda, un cura
bajito, apoyado en un grueso paraguas, platicaba con varias personas. La figura
del ensotanado y el recuerdo del bandido célebre se asociaron en mi espíritu. Mandé
parar el automóvil, y echamos pie a tierra.
—¿Usted
sabría decirme si la tumba de Manuel García se halla en el camposanto de Ceiba-Mocha?...
El curita,
pequeño, cetrino y enjuto, me miró atentamente; quitóse el sombrero para mejor
secarse el rostro, y púsose su paraguas debajo de un brazo.
—Efectivamente —repuso—, a Manuel García se lo
inhumó aquí; pero años más tarde, sus restos, que iban a ser llevados al
osario, desaparecieron...
Calló unos
instantes. Había fruncido el ceño y parecía recordar. Sus ojuelos curiosos
parpadeaban molestados por el sol.
—Quien podría
informarles bien de todo esto es el señor Mouriño. Vayan a verle; él vive
allí...
Y la contera
de su voluminoso paraguas nos señalaba una dirección y una casa. El señor Luis
Mouriño nos acogió muy amablemente; era un hombre cuarentón, alto, cenceño, nervioso,
en quien los ademanes, de una vivacidad completamente tropical, acompañaban, y
a veces precedían, a la palabra. Mouriño conserva las “Partidas” de casamiento
y de defunción de Manuel García; el certificado médico de los dos profesores
que le hicieron la autopsia; la mesa tras la cual se refugió Felipe Díaz, y en
la que el machete del sanguinario Plasencia trazó pavorosas cicatrices, y otros
objetos y documentos interesantes.
—¿Y los restos de Manuel García? —pregunté.
El semblante
del señor Mouriño resplandeció:
—Esos los
tengo yo desde hace mucho tiempo. Cuando los exhumaron, para echarlos a la fosa
común, yo los recogí, y aquí están, guardados en un cajón que va usted a ver.
En efecto;
abierto el cajón a golpes de formón y martillo, apareció un puñado de huesos
bastante deteriorados, más que por el tiempo, por la humedad. Para retratarlos
los sacamos al patio, lleno de sol, y los colocamos sobre mía mesa: ¡la mesa, precisamente,
de que antes hablé!
Varios
individuos, vecinos o camaradas de Mouriño, se acercaron; les animaba una
emoción hecha de curiosidad y de tristeza. Algunos, ya viejos, habían conocido
y tratado a Manuel García, mientras el fotógrafo calculaba distancias y
disponía su máquina, los circunstantes guardaban un silencio evocativo.
Alguien dijo,
refiriéndose al Rey:
—Fue un
hombre todo nervio; un hombre que, para hablar, no se arrimó jamás a la pared... Observación que, bajo el clima de
Cuba, tiene una elocuencia definitiva. Otro, después de suspirar, cogió el
cráneo del Rey, y, lentamente, fue dejando caer estas palabras sencillas,
trágicas, dignas de los lívidos labios de Hamlet:
—¡Quién iba a
decírtelo, Manuel!... Tú, que tantas veces nos hiciste correr a todos!...
Detalle
final, precioso:
Esta crónica
ha sido escrita con el mismo mango de pluma con que, en la tienda de Fraguela,
Manuel García, minutos antes de morir, escribió su nombre por última vez.
“De la vida
inquieta. Cuba pintoresca”. Nuevo Mundo,
19 de marzo de 1919.
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