Francisco Calcagno
Entretanto la
diligente partida del Capitán Armona, ya como cuestión de honra duplicaba su
actividad en busca del bandolero Lazo, y de sus secuaces. Por varios años fue
el Capitán la única garantía de los hacendados, y muchos no se atrevían a salir
de la ciudad para ir a sus fincas sino aprovechando sus frecuentes excursiones.
Los que hayan
leído la historia de Cuba por Pezuela o por Guiteras, sabrán el origen y objeto
de la partida: fue creada en 1820 por el general Mahi, con sesenta hombres
escogidos entre los más bravos, y puestos bajo el mando de D. Domingo Armona.
Cosas bien notorias son el temerario arrojo del capitán habanero y el número de
pillos de que purgó a la Isla.
Pero el
desalmado Lazo escapaba siempre y continuaba aumentando la ya muy larga lista
de sus atrocidades: era ya un encarnizado duelo en que reñía el uno por su
honra, el otro por su vida. El asalto de la quinta de Gamboa, que había comprometido
a Valladares, y a que asistieron sus dignos compañeros Lucio Gabarés y
Matasiete, era el menor de sus atentados y no por cierto el último.
A cada hecho
escandaloso la guardia rural se movía y removía, pero sus asechanzas y afanes
eran motivo de burla para el bandido, y a menudo fue la persecución acicate a
sus tropelías: a veces disfrazado, se presentaba en la ciudad, arriesgando con
temeridad inaudita su cabeza puesta a precio.
Estaba en todas
partes y no se le encontraba en ninguna. Nunca se alejaba mucho de la Habana,
merodeando principalmente por los partidos de Guanabacoa, Cerro, Jesús del
Monte y Quemados. Su trashumante campamento estaba a la sazón en un bosque
virgen en los montes de Managua. Nadie se acercaba sin que él supiera a dónde,
a qué, y para qué iba (…)
En Cuba, no hay época que no haya tenido su famoso
perturbador del orden, azote de la sociedad, y no ha sido Lazo el único que
haya venido de fuera a escarnecer nuestra tolerancia, o acaso alguna vez, a
recibir aquí el con digno castigo. Con el mismo Lazo campeaban Isidoro Narbola
y el Españolito, peninsulares condenados a recibir doscientos azotes de mano
del verdugo, por las calles de costumbre y diez años de presidio con retención.
No hemos olvidado aún las proezas de Pepe el
Asturiano que por la década del 50 al 60 fue terror de la zona entre Habana y
Matanzas; pero pocos recuerdan al famoso José Ibarra, gaditano que, después de
cometer varios homicidios alevosos en su patria, entre otros, en 1808, el del
General Solano, gobernador de Cádiz, vino a cubrir de luto la jurisdicción
occidental durante los gobiernos de Someruelos y Apodaca, y que durante el
mando de este último, pagó sus crímenes en la horca. No hemos querido nombrar sino
a los más prominentes.
Vomitados por las bacanales políticas de la
madre patria, venían naturalmente a donde los llamaba la deficiencia de la
policía: la venalidad de la justicia les brindaba aquí un refugio y un campo
explotable, y prueba de ello son las fechorías de Lazo duraron seis años. Los
ha habido de más tiempo y en épocas más pacíficas, las cuales no tenían la
excusa de la de Vives, que fue sin duda accidentada y borrascosa.
La caída de la Constitución del año veinte, y
perturbaciones que fueron su secuela, las conspiraciones del Águila Negra y de los
Soles de Bolívar, los preparativos para la reconquista de Méjico, todo en
aquella época turbulenta pudo favorecer la criminalidad ¿pero que sucesos distraían
la atención del gobierno en los días de Ibarra, Caniquí, Consuegra, Juan Rivero
y el Rubio?
Con escarnio del principio de orden y de
autoridad, ejercieron un tranquilo y seguro oficio de bandoleros. Algunos los
amparaban, muchos los compadecían, ninguno los denunciaba, por temor a la
venganza contra la cual no los garantizaba la fuerza pública. ¿Podremos culpar
a los cubanos que tan escaso participio han tenido siempre en la gestión de sus
intereses y administración de la colonia? Sería ilógico.
Las Lazo,
La Habana, 1893, Imprenta El Aerolito, pp. 67-68 y 80-82.
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