Carlos Ripoll
También en
el siglo XVII apareció el más antiguo criollo fuera de la ley que ganó fama.
Fue Diego Pérez, alias El Grillo. Era mestizo y había nacido en La
Habana. Lo llamaban el capitán Dieguillo y, por su astucia y valor, además de
por su crueldad, llegó a ser más temido que los corsarios extranjeros. Por él se
llama “Diego Pérez” un grupo de cayos al sur de la península de Zapata, donde
merodeaba, y también el canal que la separa de Batabanó (…) De Diego Pérez, el
bucanero criollo, se cuenta, que logró amasar una gran fortuna producto del
robo y del contrabando, y que en uno de sus cayos dejó enterrado el tesoro que
pensaba llevarse a España, pero que durante una de sus depredaciones en la isla
fue muerto por otro pirata quien le robó cuanto había acumulado…
Otra figura de la época, con la que a veces se
confunde el anterior (“es probable sea el mismo que llamaban Capitán Dieguillo
y que sirvió con Pie de Palo”, dice Calcagno en su Diccionario Biográfico
Cubano [1878]), fue “El Mulato” Diego Martín, también habanero, quien llegó
a ser el segundo del famoso pirata holandés “Pie de Palo”. Se cuenta de él que
tuvo rasgos hidalgos, como cuando puso en libertad a la esposa de uno de sus
enemigos e hizo que le devolvieran todas las prendas que le habían robado.
Diego Martín quiso ponerse al servicio de las autoridades españolas —otro
criminal tentado por el bando contrario que podía ofrecer su experiencia al
gobernante, no siempre ajeno a su saber y a sus procedimientos— y estuvo cerca
de que lo nombraran almirante, pero “El Mulato” decidió continuar hasta el fin
de su vida como bucanero.
Al hablar
de las costumbres de “los bucaneros en América”, en su libro Aventures et
exploits des bandits de tous le pays du monde (1843), Charles Macfarlane
cuenta cómo aquellos piratas aprendieron a curar la carne poniéndola a fuego
lento sobre unas maderas que los indígenas llamaban “barbecú”, y cuando
ya estaba cocida la llamaban “boucan”, de donde les vino el nombre de boucaniers.
En el siguiente siglo se hicieron famosos
varios bandoleros. Eran hijos de esa población violenta y asustada. Rafaelillo,
nacido cerca de Cárdenas, fue uno de los más famosos delincuentes de Cuba
empleados por la justicia para actuar como policía. En España llamaban a esa
clase de personajes “escopeteros”, y hubo uno famoso llamado José María, alias
Tempranillo: lo contrató el gobierno, pero fue muerto por otros bandoleros
cuando quiso impedir un robo (…)
Al cubano
Rafaelillo le dio el gobierno una patente, que llamaban “comisión”, con el fin
de que vigilara el tráfico negrero en la costa norte de la isla, desde Cárdenas
hasta Nuevitas, pero al amparo de ese encargo también le cobraba su
“protección” a los contrabandistas, a quienes guiaba hasta las zonas de más
seguro y fácil acceso. Se excedió en sus actividades Rafaelillo y, en un acto
de piratería, asaltó una goleta inglesa, por lo que las autoridades españolas,
ante la protesta británica, lo arrestaron y le dieron muerte.
Hasta que
llegó el gobierno del general Tacón pudo existir una especie de contubernio y
alianza entre el bandido y el gobernante, tal como se vio en la petición de
1586 pidiéndole desde La Habana a la corona el empleo de delincuentes alzados
para defender las costas. El ejemplo mejor de ese proceder en el siglo XIX fue
el del coronel habanero Domingo Armona, quien se dedicaba a perseguir
malhechores y a proteger a los comerciantes y propietarios a base de igualas,
tal como hacían a principios de este siglo los gángsters en Chicago. La
“partida de Armona”, su banda de “escopeteros”, llegó a contar con varias
docenas de hombres que lo mismo contrataban el traslado de una caja de caudales
que la muerte de un enemigo.
(…) Hay
constancia de que algunos descendientes de la “raza primitiva”, aun tres siglos
más tarde, se mantenían rebeldes y practicaban el bandolerismo. Relata Calcagno
en su Diccionario que en Puerto Príncipe empezó a hacer todo tipo de
fechorías un sujeto de “la raza primitiva” a quien llamaban el “Indio Bravo”.
Se defendía con flechas. Secuestró a un niño, al que decían se lo iba a comer,
y los vecinos crearon una partida para perseguirlo, la cual logró su captura.
Su cadáver, dice Jorge Juárez Cano en sus Apuntes de Camagüey (1929)
“fue conducido a lomo de una bestia al filo de la media noche y tirado en la
plaza de armas a la expectativa pública. A esa hora se echaron las campanas al
vuelo... El 2 de julio [de 1803] el Cabildo entregó el premio de 500 pesos
ofrecidos a los matadores del salvaje.
Otro indio, también con flechas, atacaba a los
vecinos en las regiones cercanas a Santiago de Cuba, según Emilio Bacardí en
sus Crónicas de Santiago de Cuba (1908-1914): lo llamaban “el Indio
Martín”.
(...) Al
enriquecimiento de las familias por el azúcar y el café, y la corrupción en
todos los niveles de la sociedad, se sumó el contrabando de esclavos. Entre los
más notables bandidos en la primera mitad del siglo pasado cabe recordar a Juan
Fernández, alias El Rubio, el cual, por su fama y sus hazañas dio origen
a la novela de José Ramón Betancourt Una feria de la Caridad en 183...,
escrita en Camagüey en 1841, e impresa en La Habana en 1858, donde logró varias
ediciones. Siguiendo el gusto de la época, el novelista presenta al facineroso
víctima de un hogar infortunado: huérfano de madre, con un padre alcohólico. El
Rubio se entregó al juego y, después, a negocios turbios y a la
delincuencia, todo lo que lo llevó al crimen. En la novela se arrepiente de sus
fechorías y le escribe a la madre de su última víctima: “El juego me había dado
riquezas, me las arrebató en una noche aciaga, graves compromisos con mis
compañeros pusieron el puñal en mi mano y Carlos, el infeliz Carlos Alvear, fue
la última víctima. ¡Perdón, señora, Piedad!” Ejecutado en La Habana, en
garrote, para escarmiento público exhibieron su cabeza en el Puente de Chávez,
en la Calzada de Jesús del Monte.
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