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viernes, 6 de marzo de 2015

Jorge Mañach




 Había nacido en Sagua la Grande. Pasó su infancia en Tembleque, donde su padre, gallego, fue notario. Salió bachiller en Getafe. Don Eugenio, el padre, abrió bufete en Cuba. Presidió en la Habana el Centro Gallego, que era, en aquellos tiempos, como capitanear una tempestad. El hijo, don Jorge, fue alumno en Harvard. Luego se entregó al periodismo, al ensayo filosófico-literario, a la cátedra y, finalmente, a la política. Le iba a la medida el calificativo de "intelectual". De su infancia en Tembleque le quedaba en el corazón un eco remoto. Era un americano de alma, de esperanzas y de fe civil; un hombre de América y para América.

 En los tiempos de Batista buscó refugio y paz en el exilio de Madrid. ¿Volvió entonces a encontrar a España en su intimidad? Él se ha llevado el secreto. Con el advenimiento de Fidel Castro se sintió resucitar. Fue al Retiro Madrileño, se irguió al pie del Monumento a Cuba y dijo cosas que a algunos de sus amigos nos parecieron peregrinas. Esas cosas que dicen los intelectuales puros cuando se lanzan a la política. (El intelectual puro es un ser que tiene de siempre ganado nuestro ánimo; pero ¡nos da tanto miedo verle convertido en político!)

 Jorge Mañach acaba de morir en Puerto Rico. Los soles de Santurce han dorado sus últimos desencantos. Y también la serenidad de su estoicismo. Sufría mucho del cuerpo y del alma. Tenía la salud quebradiza. Y el espíritu colmado de desilusiones ante la inmensa desventura que sufre el pueblo cubano. El exilio de Madrid estaba siempre abierto a la esperanza; el de Puerto Rico se le había cerrado, igual que una noche oscura, porque de Cuba no llegaban sino desconsuelos.

 Con la victoria de Fidel Castro se le despertó —repetimos— una gran ilusión. Creyó a pie juntillas en el tremendo engaño. No hace mucho decía —según acaba de recordar un magnífico editorial de "A B C"—: "¡Cómo he lamentado aquella carta que envié al director de una publicación madrileña diciendo que Fidel Castro no era comunista! Lo lamento una y mil veces, no sólo por la burla de que fui víctima, sino porque transmití el engaño a muchas personas que creían de buena fe en aquella revolución."

 Dramática confesión; desilusión devastadora. Imaginamos que la compartirán algunos jerarcas del catolicismo cubano, inducidos a error —¡y qué error!— por las apariencias del castrismo en la Sierra Maestra.

 Jorge Mañach ha muerto de tristeza. Mil ilusiones suyas se le habían convertido en puñados de ceniza. Y él era tan delicado, tan pulcro de condición, tan sutil y limpio de corazón y de mente, que no ha podido resistir esa tremenda realidad política de Cuba, capaz de abatir las mejores torres del optimismo. (¡Salvo las torres de una política resuelta, convencida, elemental, popular, sacrificante, que al fin triunfará!)

 Jorge Mañach, escritor admirable, una de las primeras plumas de América, ha pasado ya a la historia de las letras de Cuba. Y a la de la cultura hispánica. Hubiéramos querido conversar con él a la sombra de La Española, hermosísima fortaleza de Puerto Rico, y preguntarle:

 —Díganos Mañach: ¿comienza usted a entender algo de lo que aconteció en España? Declaramos que no es fácil; pero quizá los mediodías de la Cuba de hoy le habrán iluminado ciertas auroras nuestras.

 Descanse en paz el gran patriota, el gran amigo, el gran hombre. Y que su memoria nos preserve de engaños que traen tanta maldición.



 La Vanguardia, 21 de junio de 1961. Sin firma.


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