"Los pobladores de la comarca,
y en especial los muchachos, siguieron con atención la entrada estrepitosa
de la gran caballería montada por los uniformados quienes trataban de ahuyentar
a los más curiosos, uno de ellos era yo, "Jaime, el dependiente", el
aprendiz de carpintería, hijo de Cabote; quien con apenas 14 años de edad me
atreví, con osadía infantil, a realizar una acción que me marcaría para toda la
vida, después de valorar, con los años, los hechos acontecidos durante esa
semana primaveral.
Recuerdo que todas las tardes,
por lo regular caían cerrados aguaceros, pero aquella mañana de lunes veinte de
mayo fue una de esas que la fina llovizna continua invitaba a todos quedarse en
el pequeño camastro, sin embargo, los inesperados llamados de mí pobre madre
facilitaron que antes de las siete estuviese yo frente al viejo mostrador de
cedro del ventorrillo de mí tío, que de tanto pasar el paño, ya había perdido
su olor característico de madera preciosa.
Un rato después de mis
limpiezas matutinas, entró en la tienda un práctico y voluntario del ejército
español, conocido en la zona y con fama de buen tirador. Este hombre era
bajito, más bien trabado, achinado y con la cara picada por viruelas, llamado
Antonio Oliva, quien con la camisa en mano, desarrapada y mojada por la lluvia
tiró al suelo, y de inmediato me pidió las "Mañanitas de
Carabanchel", que era un anís con alcohol muy popular en la época,
acto seguido comenzó a vociferar, para que todos le oyeran, que iba a celebrar,
pues en horas recientes había acabado con la vida del jefe de los mambises
cubanos, un tal Martínez o Martín.
Mi inocencia infantil no me
permitió otra cosa que no fuera prestar toda atención a aquel que celebraba por
tal hazaña, y de inmediato quien apuraba un vaso del anís, extrajo de su
bolsillo amarillento un reloj de tapa dorada y unos realitos, expresando que
habían pertenecido al tal Martínez. Con dicho dinero pagó la bebida
después de escuchar los continuos ladridos de perros por la cabalgata
española, que después de cruzar el río un tanto crecido, se avecinaba al
caserío.
Algunos corrimos a cierta
distancia detrás de los montados, incluso yo, una vez que cerrara con apuro el
negocio de tío. Antes de la media legua la columna que reflejaba en los rostros
evidencia de cansancio, puso pies en tierra del cementerio, bajaron de los
caballos unos cuerpos envueltos. Cuatro de los soldados recibieron órdenes
expresas y comenzaron a cavar una fosa, no muy profunda, en medio del fango de
color oscuro de aquel lugar. En ella situaron los cadáveres.
En tierra pelada, primero se
enterró, a quien supe después era José Martí, y encima de él pusieron el otro
cuerpo, que por la vestimenta, deduje era soldado español, un tal Joaquín con
grados de sargento. Una vez tapada la fosa, situaron cuatro piedras en forma de
cruz, para luego identificar el lugar. Allí quedó un guardia perteneciente a la
tropa al que entregaron una alforja con algunos comestibles. El resto se
trasladó de inmediato al cuartel a galope tendido.
Una vez que me retirara del
lugar oculto donde me encontraba junto a Tomás "el bueyero", nos
fuimos para la tienda recibiendo allí unos cuantos gaznatones de tío por la
irresponsabilidad ante el abandono del local.
Estando todavía en el establecimiento, el viejo
Ferrán me envío un recado con un muchacho para que ensillara el caballo y me
presentara en el fuerte de inmediato. Allí me explicó que era necesario le
ayudara a seleccionar unos tablones de cedro que sirvieran para construir una
caja de muertos, buscar clavos, cera y dos serruchos, que regresara enseguida,
pues tenía que ayudar al médico con otras tareas.
Recuerdo que una escuadra de diez soldados con
cubos de agua fenicada y demás utensilios nos acompañó al cementerio de donde
desenterramos los cadáveres, y de inmediato me vino a la mente las jornadas
anteriores de la que había sido testigo cuando se enterraron a los difuntos.
Era la vez primera que me enfrentaba directamente con la muerte y aquello me
llenaba de espanto, aunque lo quería disimular ante los soldados.
Serían más o menos las cuatro de la tarde de ese
día 23, y nunca podré olvidar aquellas imágenes, ni tampoco el mal olor de la
carne putrefacta ya. Estábamos presentes el doctor Valencia, su ayudante y yo;
extrajimos los cadáveres de Martí y el sargento enterrados en la misma fosa,
estando el Apóstol al fondo. Tendimos el cadáver de Martí encima de unas tablas
al libre. Gran impacto tuve al ver con mis propios ojos las heridas de balas
con sangre coagulada en el pecho, las piernas y cuello. Una de ellas había
salido por la boca destrozándole el labio de arriba.
El médico con sus instrumentos lo abrió, le sacó
las vísceras y el corazón, las que envolvieron y tiraron en la fosa. Luego
procedió a inyectarle un líquido, rellenarlo con algodón y cocerlo. Tampoco
podré olvidar algo que me llamó mucho la atención, el médico pidió a su
ayudante le abriera la boca al difunto, revisó la dentadura y también colocó
algodones, después supe que eso servía para identificar a la persona. Éramos
tres los presentes allí, nadie más.
Después de ese proceder se colocaron los restos
embalsamados encima de una parihuela destino al fuerte y don Pedro y yo nos
dimos a la tarea de hacer el ataúd. En la práctica fui yo quien ejecutó la
construcción bajo su dirección. Esa caja la hice con tres tablones de cedro.
Por el apuro y como estaba hecha a la montuna hube de gastar una buena cantidad
de cera para taparle los huecos que quedaban. Por una idea mía a la altura de
la cabeza le puse un cristalito, de esos que traían algunas latas de
galleticas. Luego se llevaron al tosco cajón para el fuerte, y se colocó el
cadáver de Martí allí.
La obra la comenzamos como a las cinco de la tarde
y no la terminamos hasta las tres de la mañana del siguiente día 24. Ocho pesos
nos entregaron por la gran faena constructiva".
Entrevista a Jaime Sánchez, carpintero que realizó ataúd de Martí. Ver más aquí.
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