Pedro Marqués de Armas
El cadáver de Maceo cuenta con un comité de
exhumación republicano. El de Martí es reconocido, enterrado y reenterrado en
plena contienda. Y cuando se le sella en Santa Ifigenia, ya no es mero cuerpo;
rinde otro valor.
Claro que a Martí también se le trajina
médicamente, y todavía hoy se corrige su estatura (la física, se entiende).
Pero no aporta, en términos de estrategia racial, los mismos dividendos.
La fotografía del cadáver, publicada en La Caricatura, lo coloca en un espacio
entre político y sensacionalista, pero
coyuntural. Habrá que esperar hasta 1925 para que esa foto ingrese en una
iconografía, más sacro-fetichista que propiamente arqueológica, de la que luego
se le excluye. A esas alturas no era el cuerpo –ganado por el mito– lo que
había que ocultar, sino –todavía– el cadáver.
A Maceo le contabilizan heridas. Y en
cuanto a investigaciones antropométricas y caracterológicas, se lleva las palmas.
Pero la “osteología”, en su caso, es condición para una estrategia de
limpieza que asegure, ante la alianza patriótica-científica, un lugar en el
panteón cubano: no entre sino junto (es decir, en adyacencia) a otros
miembros de raza superior.
Las conclusiones del
"Estudio Antropológico" de Montalvo, de la Torre y Montané, delatan a
las claras su punto de partida, anclado en la tesis degenerativa del mestizaje:
los cruzamientos no conducen a buen puerto, pues malogran cualquier simbiosis,
al predominar los caracteres de razas
inferiores. De ahí que aproximarse,
igualar y aún superar a los “blancos” –esto en cuanto a capacidad craneana (y las tres cursivas pertenecen a los autores del estudio)– remarque, única y
exclusivamente, el postulado de la conocida tesis. A fin de cuentas, “sus
huesos largos” y otras estructuras lo "reintegran" en el tipo
negro.
Por tanto, la alusión al "medio en el cual
se ejercitó y desarrolló sus actividades" supone un sucedáneo, una finta.
Es significativo que este estudio, documento
que institucionaliza el racismo a las puertas de la República, apele, sin que eso
afecte su noción de verdad, a un uso mañoso, en cualquier caso estetizante,
implícito en la así llamada “belleza de sus líneas”; trazado que apenas encubre los rasgos
astillados –o diríamos también, sometidos– de procedencia africana o asiática.
El cráneo de Maceo
se presenta, pues, como la cabeza de turco de una táctica, más que
contradictoria, falsa. Una excepción falaz, a tono con los inconsistentes presupuestos
tanto de la antropología como de la fábrica Patria-Nación.
Poco más allá, están los cuerpos ultrajados de
Quintín Banderas y Evaristo Estenoz, reducidos técnicamente después de
vilipendiados, ante los cuales se retratan -vestidos de blanco y con caras de
goce compungido- los legitimadores de dicha violencia: policías, militares,
médicos, etc.
Se trata de cadáveres que remiten al "cuerpo
del esclavo", esa tradición literaria, y médico-legal, inscrita en el
tratamiento que se la da a Pedro Carabalí en Cecilia Valdés, que aflora luego en los informes de Zambrana, o,
contemporáneamente, en las fotografías de Charles DeForest Fredricks,
especialmente las de esclavos en el cepo y el bocabajo; a la vez pose, y
referencia sensible, de un teatro punitivo que no hará más que transformarse.
Hay una divisoria entre los usos del cuerpo
Martí y el cuerpo Maceo; entre el busto pensante y el bronce bravío.
El cuerpo del primero puede ser legítimamente
omitido, tal como lo hace, muy tempranamente, Diego Vicente Tejera. En lo innombrable de esos restos alienta una construcción
espiritual, llamada a colocarlo más allá de toda materia. No importa cuán
pequeño, es cuestión de energía, de una pequeñez física equivalente a la
grandeza lacrimosa de la Nación.
Su fotografía de
muerto es demasiado carnal. Carnalidad magra, corrupta, renegrida, exige un
rápido reconocimiento y una no menos rápida inhumación. Mentón desclavado,
bamboleante, merece –tal vez no sólo en las circunstancias de 1895– un vistazo
alífero. El médico que estuvo en el Polo Norte, el Dr.
Castillo Duany, recomienda –una vez reconfirmada su identidad– que no le sigan
tironeando.
Es un cadáver mal preparado, que apesta.
Los huesos de Maceo, en cambio, se dejan
trabajar (tanto más en ese año pro-higiénico de 1899). Son largos y limpios, sonantes
y cortantes, incluso bellos. La cuestión es encajarles en determinadas medidas.
Hacerlos entrar…
Mientras en un caso la limpieza remite, como
decía Michelet, a lo reciente de unas vísceras que, aunque ya apartadas del
cuerpo, obligan a “conocer al hombre por sus humores”; en el otro la operación
es aritmética –más que escatológica.
Devenir Apóstol
implica rechazar los riesgos de corruptibilidad. En vida, la llaga ya va
oculta, desplazada –metonimia de dolor. Tras la muerte, se trata de extraer de
ella todo su jugo, para que rinda su potencia imaginaria en tanto sustancia
volátil, espiritual.
A los huesos de Maceo se les echa cal (o
carbón). Se trabaja el color, los pigmentos, para luego armarlos,
equilibrarlos, según ley ecuestre.
En 1908 el Ayuntamiento de La Habana encarga a
Armando Menocal una pintura, y este entrega su óleo La muerte de Antonio Maceo. No convence a muchos, pero tampoco
importa. Los encargados de asegurar esta “representación magna” piden consejo
al General Nodarse y este responde: “Si bien faltan algunos detalles de menor
importancia, en general se ajusta a la realidad”.
Y lo mismo puede decirse del Maceo a caballo de Melero; el blanco del
caballo resalta al negro, y la tropa,
distante, la estatura del militar.
El asunto es ajustarlo; darle más o menos color. Los médicos recuerdan: no hay que pasarse. Cualquiera sea el matiz, el
volumen del “brazo formidable”, su inteligencia le llega –como expresa Rafael
del Valle– de la “raza conquistadora”. Pero el aliento es el del esclavo, el de
Espartaco.
Desde luego, la construcción del mestizaje no
solo corría a cargo de degeneracionistas acérrimos, al estilo de Montané. Circulaba en fotografías y postales, y a gusto de consumidores, en ese tamiz
para la mirada que eran las tabaquerías, las escuelitas y la retreta nacional.
Publicado originalmente en La Habana Elegante, no. 56, Otoño-Invierno de 2014.
Gracias, Pedrito.
ResponderEliminarextraordinario este texto, gracias!
ResponderEliminarGracias por los dos comentarios. Un abrazo, Zurbano,
ResponderEliminarPedro