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jueves, 20 de noviembre de 2014

Los muñecos de Carrión






 Miguel Ángel de la Torre


 Este libro forma pareja y sirve de complemento a Las honradas, integrando el estudio de un problema de patología social, a lo Felipe Trigo, cuyo procedimiento y criterio ético recuerda hasta en ese título mismo. ¿Recordáis La Bruta y La Altísima? Es una misma ironía inspiradora.

 Luego la semejanza y el parentesco ideológico se continúa a lo largo de ambos libros. La misma piedad hacia la piedad desamparada de la mujer, cebo de todas las concupiscencias masculinas en nuestra sociedad de hoy y de ayer, dicta las páginas de estas novelas, en la cuales gime constantemente el llanto de las víctimas y estriden los bufidos de los sátiros en celo; los mismos generosos vislumbres de una mejoría futura, embarazada por la inercia de las instituciones seculares; el mismo exacerbado cauterio aplicado a la llaga honda y purulenta de nuestros vicios constitutivos. Así es natural que sea, por lo demás; porque se da el caso particular de que ambos novelistas son médicos. No lo han sido, lo siguen siendo paralelamente con su condición de novelistas. Cada unas pocas páginas el novelista asoma su mirada aguda y serena.

 Eso presta a la labor de Carrión, como a la de Felipe Trigo, cierto aspecto de ponderación reflexiva y serena; pero hay que reconocer cómo al mismo tiempo la limita y la priva de amplitud en el vuelo imaginativo. Al darle seguridad le da también cierta inevitable pesadez.

 También fluye esa idiosincrasia originaria en el estilo de ambos novelistas. Pero de manera singular. A ambos le da despreocupación hacia la parte formal de su labor, diferenciándose no obstante la índole de ese descuido en cada uno de ellos.

 A Felipe Trigo lo hace perderse al través de una sintaxis inextricable y caprichosa, dúctil, sin embargo, a los acrobatismos de su ideología; mientras en el novelista cubano el desdén se traduce en una total ausencia de esfuerzo artístico, del cual resultan esas páginas llenas de un léxico llano y monótono como desiertos en silencio.

 Y aquí termina la semejanza. Ya después cada uno de los noveladores toma distinto camino.

 Tal parquedad de estilo en Miguel de Carrión pudiera no ser defecto. Máximo Gorki la comparte, sin detrimento de sus méritos de novelista insignes. Pero nuestro compatriota lleva ese desdén suyo hacia lo que pudiéramos llamar la parte adjetiva de su arte a extremos verdaderamente condenables, porque comprometen el acierto total y en ocasiones llega a tocar la médula misma del empeño. No se trata ya de la gramática ni la retórica, sino de esas leyes inmanentes y rudimentarias a las cuales está sujeto el arte de novelar.

 El señor Carrión acaso sea una víctima de su sinceridad. Acaso su desmaño sea el efecto de su voluntad de no fingir ni disfrazar la realidad, aspirando a encuadrarla en sus libros tal como la tropezó en la vida diaria. ¡Deseo imposible y engañador! Eso lleva a la fotografía.

 Un pintor y un fotógrafo, puestos frente al mismo paisaje, producirían dos paisajes diferentes. El objeto sería el mismo, pero en la obra del pintor habríamos de encontrar, al lado de lo copiado, el reflejo de su temperamento y el trasunto de su arte. Ahora bien, ¿cuál de ambas cosas es la principal? Lo sustantivo en tal caso es indudablemente el destello mental a cuya lumbre lo veamos. Hoy no nos importa casi el nombre de los hombres y mujeres retratados por Velázquez y Van Diyck, mientras seguimos arrodillándonos ante el genio de los retratistas.

 Efectivamente, puede interesarnos poco el problema de herencia estudiado por Zola en su Rougont Marquard, pero el aliento de cíclope que alienta tal monumento literario nos pasma y encanta. El vaso es lo que importa, aunque tiremos el contenido. ¿Le quedarían méritos para subsistir a estos libros de Miguel de Carrión si nos desentendemos del valor de sus doctrinas y sus intenciones épicas? La respuesta nos parece dolorosa.

 Porque, restado ese valor circunstancial y artísticamente adjetivo, ¿qué nos queda de esta obra? El autor no quiso preocuparse de la perspectiva, del colorido, del fondo, del decorado. 


                                                             II


 Quisiera ser justo hasta el fin. A primera lectura pudiera juzgarse por lo escrito que creo al señor Carrión en absoluto desprovisto de cualidades de novelista.

Y no es así. El autor de Las honradas y Las impuras posee condiciones magníficas para fabricar novelas, pero no ha sabido explotarlas. No basta para descubrir los tipos y luego aceptar a enredarlos en una acción, a lo largo de la cual vayan desarrollando paralelamente una tesis ultra artística más o menos disimulada. Hay algo más.

 Hay que configurar a adaptar estos tipos unos a otros, para que jueguen sin rechinamientos dentro de la acción novelesca; buscarles un fondo armónico y pintoresco, contra el cual se destaquen a buena luz; colocarlos y moverlos atinadamente sin que se estorben y eclipsen unos a otros, cuidando la perspectiva.

 Y de esto carece el señor Carrión. Él sabe fabricar los muñecos de su guignol, pero no sabe moverlos atinadamente. 



 Heraldo de Cuba, octubre 4 de 1919. 



 Sección Tras la última página: reseña de Las Impuras, Miguel de Carrión. Mestre y Martinica, La Habana, 1919. 



 Tomado de Prosas Varias, La Habana, 1965, pp. 321-324. 



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