Miguel Ángel de la Torre
Yo quisiera haceros escuchar, señores y señoras, unas
páginas arrancadas a un libro por escribir, a un libro sincero y doloroso, que
siempre, por piedad hacia mi corazón cubano, tuve miedo de escribir…
Y me vais a perdonar que os la diga de tal manera en
tono de amigable y llana charla, como si dijéramos de silla a silla, en un
intermedio del brillante programa de esta noche, porque es a cuento alcanzan
mis recursos oratorios. Soy de temperamento ajeno a las gallardía y tumultos
verbales de la elocuencia tribunicia, que suponen un abnegado sacrificio de la
abundancia de ideas en bien del torrente sonoro y triunfal de la palabra
lanzada en avalancha a la conquista del auditorio; tengo que resignarme por lo
tanto a dejar ir mis frases paso a paso por los senderos quietos de la
confidencia –como unas muchachas tímidas que, luego de emplear la semana entera
en encintar los trajes, la noche del estreno se sintieran de pronto
avergonzadas de ello y solo se atrevieran a pasearlos por las avenidas más
solitarias del paseo mientras la madre quedara en su casa soñando, a la luz del
quinqué que presidió otras veladas laboriosas y esperanzadas, en los triunfos
ilusorios de sus hijas. Si alguna vez, señoras y señores, encontrais en vuestro
camino a una de esas pobres muchachas os pido en nombre de ellas una sonrisa
buena, si no para trajes mal hechos, para el corazón joven y bello que late
bajo sus trajes.
Bien sé, como
dijo Jesús Castellanos en ocasión semejante, que defraudará vuestros gustos
latinos encontrar una lectura donde esperabais hallar un discurso; pero yo
tengo la esperanza de que al fin vais a agradecerme el cambio, en gracia a que
estas ledas palabras mías servirán como de fondo o contraste a las oraciones
que aquí oiréis, éstas dichas por labios que saben pronunciar al mágico conjuro
del aplauso.
El tema que me
ofreció ocasión para las consideraciones actuales no es, por lo demás, propicio
a las exaltaciones de la epopeya, sino al tono menor en que la elegía canta sus
tristezas. Es tema, empero, acorde con el ambiente de gloria de este día, pues
si al considerarlo llegara a levantarse de nuestros pechos un suspiro, siempre
había de ser un suspiro por la Patria y por su dicha de mañana, que nosotros,
amándola con el amor con que debe amarse y que aprendimos de los que le dieron
vida con su muerte, ansiamos más grande que esta menguada que sus hijos de hoy
acertamos a ofrecerle. Menguada porque a más no llegan nuestras fuerza, quedan
muy atrás de nuestras ansias; porque a lo largo del camino ensangrentado que
empezó hace 47 años hemos perdido la costumbre y la facultad de ser felices,
como si el sufrimiento hubiera para siempre secado en nosotros las fuentes más
gratas de la vida; porque parece que nuestra generación nueva ha traicionado a
la madura, quebrantando la espartana consigna que nos dieran quienes al morir
morían porque viviéramos, quienes al llorar lloraban porque riéramos, quienes
al derramar su sangre la derramaban con la esperanza de que nosotros sabríamos
cultivar las rosas que surgieran de la tierra cubana enriquecida con aquel
abono heroico.
Decirme,
¿cuántas de esas flores fecundas sentimos abrir en nuestros pechos al sol de
esta mañana? Recorriendo uno a uno esos sitios en que por mandato del programa
municipal nos fuimos reuniendo hoy en Cienfuegos como otras veces en diferentes
ciudades nuestras, pudimos adquirir la noción aterradora de que del alma cubana
huyó para siempre la alegría y pensamos que aquellas multitudes, de las cuales
formábamos parte, corrían de un lado para otro como obsesionadas por la inmensa
sonrisa de luz que se derramaba desde el cielo y que no aceptaba a entrar en
sus corazones contraídos en una eterna mueca de tragedia sin rugidos. Así fue
cómo, en procesión absurda, sacamos a luz de este día de recordación heroica la
tristeza que llevamos los cubanos agarrada al alma con raigambre negra y honda.
¡Ah, la
tristeza del alma cubana!... He aquí el tema de que me proponía hablaros,
señoras y señores; ved cómo no fue paradójico escogerlo para esta ocasión.
Porque, ¿no era ése el pensamiento que hoy rimaba dentro de nosotros por los
acordes de las bandas cuando sus metales se hinchaban por los aires nacionales
sin hallar corro a su alrededor? ¿Era otro nuestro amargado comentario ante el
hecho de que en cada uno de los festejos de este día figurara el pueblo como
espectador comedido o comparsa sin lucimiento, pero en ninguna como actor
espontáneo que, saltando por encima de los consabidos señores de la comisión,
tomara su parte sin ensayos aunque con la alegría gritona y contagiosa de los
que no se divierten a la voz de mando? ¿Ni pudo dejar de entristecer esta idea
nuestro ánimo al ver que con la buena voluntad oficial no colaboráramos unos y
otros para añadir un número al programa, en cuya hechura se confundieran todas
nuestras manos y al fin se hallaran en buena hora para Cuba unidas en un final
estrechón que nos dejara formidablemente y de una vez juntos a la luz del mismo
ideal de resurgimiento?
Mas, aunque intensificada hoy, de la vida nacional a lo largo del año surge la misma noción de nihilismo emotivo. Cuando escuchamos de labios ya temblorosos las pretéritas gallardías de nuestros abuelos, por fuerza hemos de sentir su contraste con esta desmayada vida de ahora, tan menesterosa de alguna de esas bellas locuras que hacen convenir a los censores en que, después de todo, en los pueblos como en los hombres, tales locuras se cometen en la juventud. Nos preguntamos cuál de nuestros regocijos de hoy ha heredado la grandeza de visión de aquellos clásicos días de San Juan en los cuales chispeaban bajo la ebriedad luminosa del meridiano los jaeces de plata de los caballos, lindos y elegantes como gallos de lujo, montados por jinetes en cuyos labios rojeaba el madrigal en turno con el epigrama bien dicho, flores de mocedad agradecida con una sonrisa de hembra que dardeaba desde una reja o rechazadas con un rival gesto de rabia en que se encontraba todo el veneno de sus espinas; en los cuales se paseaba soberana como reina y no arrepentida como pecadoras la pereza criolla el muelle vaivén de los volantas, coronadas de mujeres para quienes había un homenaje en cada mirada festera; en las cuales todavía encontraba nota la musa guajira para dar al viento sus tormentos y sus venturas y en vez de encanallarlas en los tablados de los cafés cantantes las ennoblecía al pie de los balcones amados donde oía un corazón. Se refiere indudablemente a tiempos muy lejanos aquello, lindo y fabuloso como cuentos de hadas, que oímos narrar cuando niños y en que se ponderaba el rumbo de unos grandes señores cubanos a quienes por no permitirles el Rey poner de plano las onzas de oro como piso de su casa, contestaron poniéndolas de canto, con lo cual pisoteaban de soslayo a un tiempo al monarca y a su orden. Ya de todo aquello lo único que nos queda, pero sólo como un anacronismo galvanizado por el lápiz genial de Ricardo Torriente, es la figura desgarbada de ese buen Liborio entre cuyas patillas florecen constantemente el chiste y la risa.
Mas, aunque intensificada hoy, de la vida nacional a lo largo del año surge la misma noción de nihilismo emotivo. Cuando escuchamos de labios ya temblorosos las pretéritas gallardías de nuestros abuelos, por fuerza hemos de sentir su contraste con esta desmayada vida de ahora, tan menesterosa de alguna de esas bellas locuras que hacen convenir a los censores en que, después de todo, en los pueblos como en los hombres, tales locuras se cometen en la juventud. Nos preguntamos cuál de nuestros regocijos de hoy ha heredado la grandeza de visión de aquellos clásicos días de San Juan en los cuales chispeaban bajo la ebriedad luminosa del meridiano los jaeces de plata de los caballos, lindos y elegantes como gallos de lujo, montados por jinetes en cuyos labios rojeaba el madrigal en turno con el epigrama bien dicho, flores de mocedad agradecida con una sonrisa de hembra que dardeaba desde una reja o rechazadas con un rival gesto de rabia en que se encontraba todo el veneno de sus espinas; en los cuales se paseaba soberana como reina y no arrepentida como pecadoras la pereza criolla el muelle vaivén de los volantas, coronadas de mujeres para quienes había un homenaje en cada mirada festera; en las cuales todavía encontraba nota la musa guajira para dar al viento sus tormentos y sus venturas y en vez de encanallarlas en los tablados de los cafés cantantes las ennoblecía al pie de los balcones amados donde oía un corazón. Se refiere indudablemente a tiempos muy lejanos aquello, lindo y fabuloso como cuentos de hadas, que oímos narrar cuando niños y en que se ponderaba el rumbo de unos grandes señores cubanos a quienes por no permitirles el Rey poner de plano las onzas de oro como piso de su casa, contestaron poniéndolas de canto, con lo cual pisoteaban de soslayo a un tiempo al monarca y a su orden. Ya de todo aquello lo único que nos queda, pero sólo como un anacronismo galvanizado por el lápiz genial de Ricardo Torriente, es la figura desgarbada de ese buen Liborio entre cuyas patillas florecen constantemente el chiste y la risa.
Buscaríais en vano esos atributos del buen humor entre
los representados de Liborio. No existe en realidad en nuestro calendario moral
una sola de esas efemérides que en otros pueblos corresponden a las fiestas del
hogar, de la patria, de la religión, de la tierra madre, de cualquiera de las
fuentes de que tomamos la vida. Descreídos en religión abjuramos ya las que en
otros años pusieron ceguedad dichosa en nuestros mayores; escépticos en
filosofía bien presto lo que antaño fueron ideales eficientes hogaño se
convirtieron en abstracciones cómodas puestas al servicio de políticos de
oficio o moralistas de ocasión; indolentes, en fin, en el culto recio y pagano
de las inefables fuerzas de la naturaleza, se nos antoja la tierra madrastra
odiable y no amante madre. Así no se arrodilla nuestro espíritu durante los
ritos lares de Pascua como el pueblo americano, ni se expanden nuestras masas
populares y se adueñan de plazas y calles como el buen pueblo que tomó La
Bastilla cada 14 de julio ni se corona de rosas y loquea y se embriaga de sol
como Valencia y Niza a la eclosión de cada nueva primavera.
Hemos hecho
tabla rasa de nuestros valores de vida y luego no supimos sustituirlos; hemos
roto los ídolos y al cesar nuestra furia iconoclasta nos sentimos demasiado
cansados para intentar la tarea de sustituir los dioses idos; hemos llenado un
cementerios de enemigos y nos flaquean las rodillas a la hora de surcar la
tierra para que de sus huecos surja vegetación nueva.
Hundióse en
este naufragio apocalíptico de motivos para vivir hasta algo que fue en otras
épocas timbre de nuestra sociedad. Hubo un mandón de la colonia que nos
estimara capaces de ser gobernados a golpe de baile; nuestros antepasados, sin
darle importancia al insulto, siguieron bailando, dejando para su hora la
demostración de que el más bello equilibrio de facultades ponderaba su vida
sana y fuerte. Pero nosotros parece que hemos aceptado como pecado el baile y
nos hemos arrepentido y enmendado. ¡El baile pecado, señoras y señores! ¡Cómo
se hubiera sorprendido de saberlo nuestro bíblico David, que según los textos
sagrados iba nada menos que “bailando con todas sus fuerzas” ante el Arca de la
Alianza en la ocasión ya conocida de nosotros! ¡Como los sacerdotes egipcios de
Menfis y de Tebas; los indios y los chinos que danzaban siguiendo según sus
cosmogonías el curso armonioso de los astros; los de Grecia maestra de vida;
los romanos cuyos histriones ejecutaron por el año 360 una danza para conjurar
una epidemia que afligía a la ciudad de los Césares; los mismos cristianos que
tuvieron la danza por ritual hasta el siglo VI y cuyos obispos y cardenales
festejaron con un baile la terminación del famoso Concilio de Trento! Sólo al
compás de las danzas acertaron las religiones a balbucir sus primeros rezos.
Pero es que
arrojados los viejos dioses de los corazones del hombre no encontraron éstos
manera diferente de oficiar ante esas deidades que se llaman la salud, la
guerra, la alegría, la belleza, el éxito…
Y hoy mismo la
sociedad, esa otra diosa absorbente y despótica que como el ser mitológico
devora a sus hijos, ¿de qué modo pudiera recibir nuestros holocaustos que un
salón iluminado de luces y sonrisas, cuyos espejos multiplicarán las parejas
tejiendo la gentil guirnalda de los valses? (…)
Mientras tanto,
nosotros, cediendo en último término lo que fue atribuido de nuestra capacidad
para gozar la dicha de vivir, parece que nos decidimos a arrinconar el güiro
cuyo áspero estribillo glosa nuestros danzones, el timbal de cuyo vientre
sonoro sale el compás muelle de nuestras habaneras y el cornetín en cuya
garganta de metal parece haber muerto la última nota del himno de nuestras
alegrías.
A lo largo del
camino de la vida ¿en cuál de las muchas emboscadas que nos puso el destino
perdió nuestro pueblo su tesoro de ventura? ¿Será que, perpetuada en sus ojos
la visión atormentada de sus guerras de libertad, no acierta a abrirlos a las
rientes perspectivas de su vida de ahora?
Si así fuera
habría llegado la hora de que pusiéramos el alma de rodillas para decirle en
exhortación filial: -Levántate, ¡oh, pueblo nuestro! ¡oh, patria! ¡oh, Cuba! a
ocupar tu puesto sobre la faz de la tierra. Mira ¡oh, madre!, que ese puesto
hay que defenderlo porque tiene ambiciosos. Dolor y dicha son dos brazos en la
lucha y manca te vencerán; ríe, tú que supiste llorar y rugir. Llévate el
acicate heroico del himno del Bayamo, como otras veces te condujo al triunfo
cuyo camino sabes, a esta otra victoria que necesitamos para que no nos
arrebaten el terreno y la gloria conquistados y no vengan otros hombres de
lejanas tierras a robarnos el derecho a vivir y a morir bajo este sol, a la
sombra de estas palmas, a la música de estos mares porque en una renunciación a
medias de la vida nos hubiéramos hecho los cubanos indignos de gozarlo.
La Semana,
Cienfuegos, octubre 17 de 1915.
Conferencia
impartida en el Liceo de Cienfuegos la noche del 10 de octubre.
Tomado de Prosas Varias, Biblioteca de Autores
Cubanos, Universidad de La Habana, pp.346-59.
Caricaturas de
Rafael Blanco
No hay comentarios:
Publicar un comentario