Miguel Ángel de la Torre
Es un personaje casi fantástico para mí. Nunca lo he visto, y solamente
por lo que acerca de él he oído, sé de su existencia: primero su nombre,
pronunciado muy rara vez en las conversaciones de mis padres cuando por mi
edad, poco podía interesarme nada que no estuviera presente o inmediato; y
después, con intervalos considerables, algunas alusiones fugaces a su vida
singular, hechas por los que la conocieron, siempre con una sonrisa equívoca en
los labios. Más tarde, en ocasión de emprender yo un viaje a país extranjero,
mi padre me habló algo detenidamente del asunto. Encargándome de buscar el
rastro de su paso por los lugares que yo iba a visitar y en los que aseguraba
que mi tío había vivido en fecha remota, después de la cual ya no se había
recibido otra noticia suya; pero mal pude yo cumplir mi cometido teniendo que
seguir las huellas de un hombre en caminos tan transitados como aquéllos. Un
día, al fin, supe quién era mi tío y penetré un tanto en el enigma de su vida.
Fue un día en que yo había cometido un pecado de juventud y mi padre me
había hablado con el rostro severo y la voz enojada. Mi madre me prodigó, como
un suave bálsamo puesto sobre las heridas del cilicio paterno, sus consuelos y
consejos. Y en medio de ellos dejó ir contra su voluntad, esta exclamación:
-No te suceda, hijo mío, lo que a
tu tío Ricardo.
Entonces recordé yo todas mis dispersas y lejanas noticias sobre aquel
antecesor mío, con quien me comparaban. Decían que en lo físico me le parecía.
Cuando empezó a brotarme bozo sobre el labio, un pariente había
recordado el bigote de mi tío Ricardo. Una vez, como se hablara de una novia
mía, alguien alabó la fortuna que con las mujeres él había tenido. A mi madre
le oí en una ocasión decir con tristeza que mi risa le hacía acordarse de la de
su hermano. Y ahora veía yo que hasta en sus vicios lo copiaba.
Desde aquel momento el recuerdo de mi tío empezó a torturarme como una
obsesión. A veces en la soledad de mi alcoba y en las altas horas de la noche,
me despierto pensando en ello y me siento dominado por el horror, por una
angustia indefinible. Me parece que el vacío me rodea y que todo esfuerzo que
hiciera había de ser inútil, como el de un ave que agitara sus alas dentro de
la campana neumática. No me reconozco dueño de mis músculos, de mi voluntad
cuyos resortes se me antoja que están a disposición de otro hombre. La fiebre
me hace sentir que mi “yo” se ha escapado de dentro de mi cuerpo y que en su
lugar se ha instalado un intruso despótico e inflexible que va a gobernar mi
persona como un carretero a sus bestias.
Y ese otro ser humano de quien yo no soy sino la sombra, es mi tío.
Antes yo me creía autor de mis actos y responsable de ellos, creía que éstos no
existían hasta que yo, por impulso de mi voluntad o dictado de mi pensamiento,
no los realizaba; y así me proponía no hacer durante mi paso por el mundo sino
aquello que me fuera agradable y conveniente. Ahora sé que los sucesos y
episodios todos de mi vida están hechos; lo único que yo haré será reconocerlos
cuando, infeliz de mí, crea que en realidad los ejecuto. Yo no haré lo que
quiera ni dejaré de hacer lo que no quiera. Haré lo que tenga que hacer. Ello
será lo que hizo o lo que haría en cada caso mi tío Ricardo. Si él mató, yo
mataré. Sería inútil que yo trate de hacer mío el corazón de mi esposa si a él
la suya lo traicionó. No debo aspirar al aprecio de mis semejantes si mi tío
Ricardo no gozó la dicha de tener amigos, esa prolongación de la familia en que
se amparan lo que no la poseen. ¿No soy yo otro él? ¿No conquistarán los mismos
amores y no se atraerán los mismos odios que sus bigotes y sus risas
conquistaron y se atrajeron, mis bigotes y mis risas, idénticos a los suyos?
¿No me llevarán por los mismos accidentados caminos que a él le llevaron las
malas pasiones que de él heredé? ¿Si siempre iguales causas han de producir
idénticos efectos, mi idiosincrasia, gemela de la suya en su choque con la realidad que la rodea, no ha de producir los
mismos fenómenos que la suya produjo?
¡Ah, sí! Yo soy un pasajero que viaja en un tren sin maquinista. Ese
tren es mi vida, y corre, por los mismos rieles por los que antes que el mío
corrió el de mi tío Ricardo. Ignoro, como él ignoró hasta el día que su tren se
detuvo, a qué estación voy a parar.
Y siendo así. ¡Dios mío! ¿Con qué justicia me castigarán los jueces si
yo un día desgarrara las entrañas de un niño o me execrarían los hombres si yo
vendiera vilmente a mi patria? ¿Tendría yo derecho a reclamar para mi nombre la
gloria que una obra de mi cerebro o de mi corazón conquistara entre los hombres?
¡Ese antecesor mío de que yo soy la copia y el eco! Su existencia ¿con
qué acontecimiento se irá tejiendo fuera del alcance de mis ojos? ¿Cabrán en
ella los propósitos que yo me había hecho cuando creía timonear mi vida, para
el futuro? ¿Vio él morir, o vio triunfar mis esperanzas, mis ilusiones, mis
ensueños, que seguramente fueron un día sus ensueños y sus esperanzas también?
¿Dónde estará a estas horas? ¿Habrá ya muerto? ¿Cuáles circunstancias, acaso
horribles, habrán rodeado su última hora? ¿En qué lejano lecho habrá sido? ¿Qué
suprema visión del mundo se habrá llevado al infinito?
¡Si al menos yo supiera esto yo estaría más tranquilo! No me levantaría
del lecho cada mañana pensando, entre crispaciones nerviosas, si a la noche
reposaré en él o en el de una prisión. No me horrorizaría la proximidad de mis
hijos, de los que a veces siento intentos de huir, para alejar la posibilidad
de que un día sea yo mismo su victimario fatal e inexorable! No seguiría,
quizás, corriendo tras estas quimeras que hoy amo y para las cuales vivo,
confiando en que pueden ser realizadas mañana…
Esto es lo que aparece escrito al final del libro de memorias hallado
entre los papeles de un loco, cuando los médicos se dispusieron a examinarlos
en busca de datos para el diagnóstico de su enfermedad.
No sabemos con cuál palabra sabia se expresó tal dictamen. El infeliz
ocupa actualmente una celda del manicomio y goza entre sus enfermeros
estimación de dócil y tranquilo hasta el extremo de ser casi enojosa su
atención, porque exige los cuidados de un cuerpo sin nervios o del que hubiese
para siempre huido el instinto de conservación dejándolo desanimado e inerte
como un harapo.
1913
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