Guillermo
Saavedra
El poema es un cuerpo resistente frente
al tiempo
y el poeta es el guardián de la
semilla.
José Lezama
Lima
Digamos
que estás muerto.
Perfecta
y claramente muerto,
para
que el día interminable sea por fin
una
hebra encendida y calcinada,
y el
caracol en su rectángulo
de
noche sirva a tu voz el tono, y poco a poco,
aprendas
a cantar.
Digamos
que estás muerto.
Hace
mil años, tres siglos, cuatro décadas,
o
quizás sólo cinco seis años de ceniza.
Y allí
en tu muerte se empollaron tercos,
como en
el hueco del tronco de aquel olmo hendido junto al río,
los
sueños breves que pedían la íntima venganza
de
todos los fantasmas de la fruta.
¿Soñabas
cada noche, como si hubiese noche
en la
descascarada estancia de tu muerte,
soñabas
con música trizada las heroicas minucias del tomate?
Muerto
impasible en la brumosa llanura de los chistes,
sólo
alcanzabas el relente de una estrella mordida en el escote,
pero en
la levedad casi ociosa de ese pulso
no
querías escapar a ese runrún de mundos en escala.
Te oigo
escuchar, en el vagón de un tren, inesperada,
la voz
de una mujer que exalta la humedad,
la
acuosa presencia del tomate en el viandante sándwich.
Y desde
entonces, te veo dudar, como un Chuan Tzú pedestre,
si eres
un hombre que sueña frutecer en el exilio
o eres
tomate creyendo reencarnar en bípedo.
En todo
caso, no hay mejor luz que aquella que ilumina
la
figura de la que no es posible figurar y condesciende
al
engaño sutil, la dulce tregua que intentaba Orfeo.
Te veo
navegar por ese río sin cauce, ahogado
cada
vez y en la mormosa piel de tu despeño
oigo
reverberar el grito opaco, envés de la frescura,
encono
mustio de la altura donde el escándalo
europeo
parece más terrible:
cada
tomate abierto en una mesa de Cádiz
recordando
la hazaña más dudosa de la raza,
cada
rodaja huésped de ensalada en Genoa
refunfuñando
un crimen que aún supura,
que
repercute jefe en Nurnberg, suena mamífero
lóbrego
en Lisboa, peina su fina caspa en London City,
restañando
su cúpula famélica en la abundancia sin hueso,
sin
escamas ni espinas del testigo.
No has
soñado la fruta sino serla: vives en ella
como un
Robinson incapaz de inventar Europa.
Y en su
crepúsculo de jíbaro, te encegueció la certeza
de que
el centro del mundo madura en la semilla su promesa
itinerante
de un felicidad tantálica:
nacer
remar morir
hacer
rimar caer
alzar
rumiar ritmar
sabiendo
o sospechando que nunca tejerán las horas
esa
escansión del día cuyo fin sea el inicio de un diorama
sin
tiempo en el que cada potencia fructifique.
Y sin
embargo, puedo ver un tomate latiendo
en
medio de tu sueño, y allí
tus
dientes, castañeteando algo que dibuja
el
hueco de la concavidad de una sonrisa.
¿Ensayabas
un modo acrobático de la tristeza que, en su trapecio,
logró
hamacarse y dar vuelta completa hacia la gracia?
Tal vez
comprendas que en su continua redondez la fruta
sueña
por ti la condición sumisa y expectante
que te
hará regresar siempre al comienzo.
Quizás
en la muerte has sido al fin fructificado para lavar esa pulpa
que aún
te mancha y repica en tu sueño su mínima campana,
de otra
muerte.
Te oigo
encontrar, en la circunvalada carne,
en su
luz más sedienta,
en su
noche más roja,
un
latido inaudible que es la voz
de la
semilla descendiendo hacia el fondo de la planta:
escarba
en su raíz y te sorprende
con la
gratuita música del mundo,
con la
dolida y trémula canción,
que es
siempre un frágil y efímero presente,
una
plegaria de manos en salmuera,
pero es
la breve única llave que te abre, por fin,
aquella
casa donde tu madre cocinó para ti su afán por ti,
su
espera sin respuesta, su humeante,
estoica,
única salsa.
Te veo
entrar en la muerte la canción del tomate,
la
canción que tu madre tatareaba a tu sueño,
la
canción que cantaste para el sueño imperfecto,
de tu
madre muriendo, ensalzada, en su propio dolor sin semilla,
sin
pulpa, sin tomate, sin madre: la arenosa salmodia
del que
vuelve a la tierra e imagina la risa del gusano de turno:
Quién te salve, mamita, de tu
espesa desgracia,
el dolor es contigo,
sufrida tú eres entre todas las
mujeres
y sufrido es el fruto del
tomate, sin luz.
Crasa mamita, madre sin voz,
riega en nosotros pescadores,
ahora y en la hora de nuestra
muerte,
un sol.
Y tú
estás muerto, digamos.
Abierta
y tontamente muerto.
Pero la
noche, en su caracol frutado,
en su
rectángulo limpio del cansancio de tus pasos,
aun
reinventa el sueño del tomate, su fórmula redonda,
su
círculo de infiernos invertidos, desvestidos,
su
esporádica y cíclica canción.
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