Lino Novás Calvo
Cuando Eugene O'Neill puso en el libro y
en las tablas sus primeros esbozos dramáticos, hubo un suspenso embarazoso en
la crítica. Era evidente que había allí algo que admirar; pero algo que hablaba, sobre todo, a lo inefable y de lo
inefable. Algún crítico dijo entonces que la característica dominante en el
dramaturgo naciente consistía en querer expresar lo inexpresable, juicio que
iba en son de censura. Por debajo de aquel crudo realismo, a la vez romántico y
naturalista, residía, sin embargo, una cualidad excepcional, superior al deseo
de expresar lo inexpresable; era su fermento poético, la honda mágica de la
imagen, de concepto o de forma, capaz de lanzar luz en la palabra a una
"región oscura del alma".
Hoy
podemos volver al don lírico sin rubor y juzgar al autor de la obra, de
pensamiento o de imaginación, por su capacidad para "musicalizar la
materia". Y no se olvide que música la hay también en el silencio, y en la
imagen, y en la idea. Y que poesía es algo diferente del verso y aun del tropo;
que la encontramos así en el drama, como en las matemáticas; y aun en la
palabra aislada, sin relación directa con el discurso ni con la vida. Todas las
grandes figuras de la ciencia o del arte deben hoy gran parte de su posición a
su capacidad poética, y el ejemplo de Ortega y Gasset me parece el más elocuente, sin olvidar al mismo
Einstein, y teniendo siempre presente a Tagore. Un profesor de filosofía norteamericano, Will Durant,
seleccionaba no hace mucho los que a su ver eran los siete libros del siglo, y
en todos y cada uno de éstos veía el don poético junto al valor científico. Estos
libros son: "La decadencia de Occidente", de Spengler; "The
Golden Bough", de Frazer; "The Education of Henry James", de
James; "À la recherche du temps perdu", de Proust; L'evolution
creatrice", de Bergson; "Juan Cristobal", de Romain Rolland, y
"The Growth of the Soul" (gento primitiva), de Hamsun.
Si en esa selección hubiera de aparecer
necesariamente un dramaturgo, Mr. Durant hubiera incluido, probablemente,
"Strange Interlude", o bien "All God´s Chillum got Wings",
otra de las grandes obras de O'Neil. Ningún otro tiene hoy títulos para disputarle
la supremacía en el teatro, y si exceptuamos a Strindberg (que ha logrado
dramatizar el sueño y crear, con tres personajes, sin accidentes físicos, una
de las tragedias más hondas de todos los liempos, la "Danza
macabra"), nadie ha llevado nunca el drama a grado tan alto en la
plasmación de la imagen. Se ve esto especialmente en "Emperor Jones",
"Dynamo" y "Marco Millions"; pero no falta, ni aun en sus
piezas más flojas, como "The Straw"; ni en sus melodramas. La
fastuosidad de la escenografía oniliana es todo lo contrario a un deseo de
deslumbrar al espectador o suplir con un regalo a los ojos el defecto del drama;
es un complemento indispensable a la concepción poética. Así, en "Emperor Jones",
materializando en la selva movible las supersticiones del negro, como en
"Dynamo", presentando en el gigantesco motor la forma simbólica de un
ídolo humano, la imagen es la fuerza dominante. En sus primeros trabajos, aquellos
"sketchs" marinos y dialectales, que le sirvieron a la vez para expresar
algunos accidentes de su vida y dividir
los en hombres de mar y hombres de tierra, presentando siempre éstos como más
perversos, asomaba junto a la imagen otro de sus elementos característicos: el contrapunto. En "The Moon of the Caribbees an Six Others
Plays" aparecen ya las tres características onilianas que en obras sucesivas habían de alcanzar madurez: la
imagen dramática, el contrapunto y la truculencia. La imagen le sirve para
someter la naturaleza, suprimir fachadas, simbolizar ídolos, materializar la idea
e idealizar la materia; el contrapunto lo desarrolla hasta las concepciones freudianas,
y crea los “Thinking", después de revivir la máscara, que no son
precisamente los artificiosos apartes del teatro conocido; la truculencia es su
elemento de tragedia, y le permite, tras algún ensayo poco afortunado, elevarla
a una grandiosidad solo igual en Shakespeare o en Sófocles.
Hasta
ahora verdaderas tragedias no tenía O`Neill,
sino una: "The Desire under the Etna", su mejor obra, según Waldo
Frank, aunque no tan suya como otras. En esta tragedia griega, trasplantada al
ambiente rural norteamericano, demuestra O'Neil su capacidad, así para
adaptarse a las formas clásicas como para crear moldes nuevos. Pero siempre
será secundaria, por perfecta que sea, una obra que, junto a otras inconfundibles
del mismo autor, pudiera encontrársele antecedente de primera mano. Personalmente
prefiero "All God´s Chillum God Wing", y aun su primer gran drama
burgués: "Strange Interlude". En toda la obra de O'Neill se ve ese
curso natural, que caracteriza cada una de ellas; primero es la juventud;
luego, la hombredad y, finalmente, la madurez. A medida que va creando nuevas
obras les va dando un carácter más cultivado, y el "slang", el
balbuceo, se va perfeccionando hasta llegar a la alta elocuencia dramática. En
ese desarrollo gradual participan a la vez la imagen, su contrapunto y su
elemento trágico. En "Dynamo", su penúltima obra, era ya el filósofo
de una época. Quizá los críticos elogiaron demasiado su tragedia griega, pues
el Guild Theatre, de Nueva York, acaba de poner en escena su última obra, cuyo
título dice ya de una ascendencia
reconocida: "Mourning becomes Electra".
Según
la crítica, esta obra marca un grado más de perfección, de revisión de sí mismo,
en el teatro de O'Neill. Tomando el espíritu de la tragedia griega y trayéndolo
a mediados del siglo XVIII -final de la guerra civil norteamericana, en el
preciso momento de la rendición de Lee-,
logra crear con elementos propios la más moderna de las tragedias. Parece que,
a juzgar por los comentarios, ha logrado O'Neill, junto con la realización del
mito clásico, un poderoso avance en su proceso de perfeccionamiento, de
eliminación y adición de elementos, que venía operándose en su laboratorio
interior. El contrapunto se ha fundido con las poderosas causas exteriores de
la tragedia -suicidio, homicidio, incesto-, de las cuales había sabido
prescindir en sus mejores piezas anteriores. La obra cuenta una historia en
tres parte, ("Homecoming, The Hunted, The Haunted") —también herencia
griega— y abarca, como todas las del autor, un buen espacio de tiempo. Los
personajes son griegos, con nombres ingleses y ambiente norteamericano. El coro
aparece de un modo natural, encarnado en gente del pueblo. Desde el estreno, el
26 de octubre, en Nueva York, la figura de O'Neill se ha reafirmado como la más
grande en el teatro contemporáneo. Su honda mágica ha hecho silbar —tronar— de
nuevo la palabra.
El Sol, 19 de diciembre de 1931, p 2.
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