Lino Novás Calvo
No hace mucho que un reportero extranjero visitaba a
Eugenio d'Ors en Madrid y, hecha la entrevista, le preguntó: "¿Cree usted,
Sr. D'Ors, que el arte pague hoy al artista su deuda de devoción?" y
contestó D'Ors: "Como profesión, tal vez no." "Yo no sé desligar
la profesión de la vocación —dijo el reportero—; si hoy viviera Dostoiewski se
moriría de hambre." Y D'Ors replicó: "Tal vez; sin embargo, tenemos a
un Bernard Shaw que no hizo en su vida sino obra de arte, y es bastante rico."
A
continuación trazó el filósofo el esquema evolutivo del arte como profesión,
partiendo del mecenazgo, pasando por la clientela y llegando finalmente al momento
actual, cuando la clientela desaparece y con ella la profesión artística.
Esta
conclusión afecta principalmente a los países de habla española, que es donde
peor viven los artistas. Se debe esto, ante todo, a la imposibilidad en que
se halla el escritor de español de anunciar su mercancía, que vale tanto como ofrecer
al público una especie sin igual, creando o despertando en el consumidor una
necesidad nueva. Sería curioso analizar psicológicamente el telón de fondo, la
sociedad susceptible de comprar obras de arte, y descubrir que ahí está precisamente
el secreto específico, que pide una reacción del artista igualmente específica.
Los escritores de habla española no han analizado nunca el público para el cual
trabajan. Por otro lado, el gusto individual, el individualismo del gusto, que
vale tanto como anarquismo en la política, motiva una variedad de modas que
imposibilitan toda corriente colectiva fecunda. Los políticos, que son duchos
en psicología de masas, con o sin Le Bon, saben muy bien que el arte de Poiret es su arte. En las letras, en cambio, tal vez
porque los que escriben en español, a diferencia de Shaw, creen en la cortedad
de la vida y la eternidad del arte, esto es difícilmente aplicable.
No ocurre lo
mismo en otros idiomas. En inglés, por ejemplo. En los Estados Unidos, donde el
anuncio parece que debería destruir al anuncio, los literatos ascienden
fulminantemente o se quedan hundidos para siempre. El solo caso de que Waldo
Frank cobre 7OO dólares por un ensayo en la revista "Scribner" dice
mucho. La lucha por imponer el talento o el arte de un escritor es tal vez más
difícil allí que en ningún otro país del mundo. Ocurre exactamente lo que con otras
profesiones, la de mecánico, por ejemplo, con salarios de 10 a 20 dólares
diarios. Las pingües ganancias, más que la sed de fama, atraen a las legiones
de la pluma o de la industria. El arribo tiene que efectuarse a contrapelo. Los
novelistas tienen que abrirse paso con los codos, no contra un presunto rival o
colega, sino por ganarse la oreja del público. Cuando un escritor, después de
esto, logra plantar el nombre en un lugar visible de la conciencia, su meta
está segura, y puede hacer ya su obra, que sin ese factor económico no se realizaría.
Los ejemplos
abundan: Lewis, Dreiser, O'NeilI, Dos Paseos, Sinclair, Anderson... Y con
méritos sorprendentes a última hora, William Faulkner. Para estos escritores, comoquiera
que la hayan logrado, la clientela es todavía una realidad. La propaganda se ha
efectuado de dos modos: por el carácter anticonvencional de sus obras y por el
martilleante megáfono de los editores. Ahora bien, ¿qué importancia tiene en
español escribir un libro anticonvencional, cuando esta postura viene siendo
casi la regla general?
Y vengamos a
Shaw para preguntar: ¿Por qué se hizo rico? En Inglaterra los factores sociales
sobre los que el escritor tiene que labrar su predio son muy similares a los de
Estados Unidos, si bien en menor escala. Contestar a esa pregunta vale tanto
como explicar gran parte del éxito de los escritores más sonados de los últimos
tiempos en aquel país, sin excluir a Mr. Chesterton, ni a Mr. Joyce, ni aun al
mismo difunto T. H. Lawrence, tan gran poeta. Por otra parte, ¿cuántos son los
que conocen a Wyndham Lewis?
Pero
preguntemos aún: ¿A qué se debe el éxito de las fábricas de "chicle"?
Todo el mundo contestaría: al anuncio. Pero no sólo al anuncio de cartel, sino
al que va implícito en el escozor de menta que lleva a los paladares pastosos y
a esa necesidad ilusoria que tienen algunas gentes de mascar goma.
Mr. Shaw,
como Mr. Chesterton, como Mr. Joyce, se han enriquecido de fama por su arte en
llegar, por un conducto insospechado —especie de anuncio— al oído de las gentes.
"En lo que va de siglo —dice un autor
cuyo nombre no recuerdo en este momento—, con la sola excepción de Thomas
Hardy, todos los escritores ingleses de primera fila fueron o irlandeses o
norteamericanos." Tan pronto como un escritor se hace inglés se convierte
en un "gentleman", y, de consiguiente, rinde su valor iniciativo a
los intereses espirituales y materiales de una sociedad incorruptible que
rechaza, "pero no sin examen", cuanto tenga un asomo de fricción
contra ella.
Contrariar a
esa sociedad —pero, ojo, contrariarla con talento e ingenio, el talento e
ingenio de Mr. Shaw y Mr. Chesterton...—ha sido la gran finalidad de esos
escritores. Bernard Shaw es, ha sido siempre, un ambicioso solapado, sin ninguna
clase de escrúpulos, aprovechando el menor asidero siempre para exhibir su figura
artística. Y su exhibición, impúdica a veces, diabólica siempre, siempre
ladeada, de filo, lo ha situado en una posición ventajosa. Su pretenso
humorismo le sirve de manga ancha, de bastón para todos —que no son pocos— los
tropezones.
Pero su
"pose" se sistematizó ya, por el abuso, y esto explica relativamente
el olvido en que va cayendo. El fenómeno tiene una correspondencia exacta en
Mencken, el formidable polemista nietzscheano de Estados Unidos, que, después
de un éxito estentóreo, cayó repentinamente en el descrédito.
A Shaw no le
ha ocurrido exactamente lo mismo; pero se debe a que entre sus barbas guarda
para cada mañana una chispa de ironía que prende nuestra atención. Como le
ocurre a Chesterton, la paradoja es su piedra de toque. Rusia le ha dado paño
bastante para el traje de histrión que se pone cada año. El nudismo —o
desnudismo, como quieran— le dio motivo para hacer de su esqueleto un anuncio
literario. Y ahora este volumen de correspondencia entre él y la más notable de
las actrices inglesas, que trasmitió sus obras a la masa, y sus obras la
elevaron a ella sobre la masa.
El libro sale
con una modestia fingida. Se nos dice que las cartas no fueron escritas para
publicadas. Pero el que haya observado un poco a Mr. Shaw dudará enseguida de
que este escritor sea capaz de producir una línea, ni aun emitir una palabra,
sin pensar en un autorreclamo. George Jean Nathan, el sutil crítico teatral, lo
comprende así, aunque no lo expresa. El más audaz Stark Young, también crítico de
teatro: "Mr. Shaw posee una curiosa seriedad acerca de los fundamentos, balanceada
con otra de igual peso para exhibirse a sí mismo."
El valor del
libro, por otra parte, no creemos que añada nada a la obra del autor. Es la
explotación por parte de Shaw de ciertas intimidades que él sabe apetece el público. No
es un escándalo a lo D´Annunzio, pues Shaw carece del donjuanismo del fastuoso
italiano.
A Shaw lo
salva siempre la ironía. Lo que es seguro es que ha logrado su propósito esencial:
dar un nuevo aldabazo a la puerta adormilada de la atención pública. Las
revistas literarias formaron gran revuelo.
Noviembre, 14, 1931
El Sol, 8 de diciembre de 1931, p. 2.
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