Pedro Marqués de Armas
Pocas veces (en poesía) alguien
cortó con tal precisión, de modo tan eficazmente teatral, el dedo de un copista;
es decir, de un letrado, un funcionario. Pocas veces, hay que decirlo, alguien
se apoderó de la voz chillona del Líder y su voluntad de corrección de manera
tan cínica, o paródica. Ventriloquia, muñeco de trapo, opera igualmente en lo
indecible. Pues la virtud de “Mao” consiste en mostrar aquello que permanece
oculto en el lenguaje de un Estado Totalitario, en revelar sus mecanismos, sus
intenciones. Se trata del montaje poético más intenso de Carlos A. Aguilera y,
sin dudas, el más representativo de Diáspora(s).
Hay que volver al final, cuando el propio kamarada
Mao, insaciable en su misión de corregir la realidad e incansable en su
voluntad de acotar a los copistas (por más que estos se esfuercen en traducir
“con exactitud” sus delirios), decide cortarle el dedo a Qi. Entonces el
meñique de Qi, del más valioso de los funcionarios, hace crackk y salta -¡qué horror!- hasta caer dentro de ese paréntesis
que pone fin al poema. Cláusula ésta reveladora; pues encerrar el sonido de
las consignas y hasta la voz en falsete de Mao en semejante círculo, no
significa concluir, sino archivar.
En lo que parece una de las intuiciones más
audaces de Aguilera, la de registrar esa terrible onomatopeya, se localiza a mi
modo de ver el punto nodal del poema. Se trata del chillido de todos los
gorriones y del lamento de todos los poetas, nada menos que esa “cajita china”
donde caben Cuba y la URSS, y en la que resultan grabados, siempre a partes
iguales, el fragor lírico y el parloteo del régimen. Doblaje de ruidos, teatralización
de un énfasis, no sólo se pone en ridículo un discurso de Estado, sino también sus variantes locales e incluso privadas. No quedan fuera ni el
“saloncito de escritores”, ni las paticas “huecashuecasbarruecas” del estilo
nacional.
En cuanto a la sintaxis, “Mao” hace un uso
particular del “como” (desechado por Gottfried Benn), que cobra aquí una dimensión
paródica, anti-burocrática. Nada de “cortes en profundidad”, más bien unas
cuantas suturas o anudamientos, como conviene al muñeco. A través de ese “como” que
se repite en boca de los copistas el texto genera su estilo falsamente puntual
y capta, digamos así, esa retórica de cifras y códigos puntillosos, al tiempo
que produce su propio espacio en la página –este sí resuelto y repleto de
alternancias entre versos cortos y largos que parecen “reflexionar” sobre la extensión
del Imperio, su métrica de hectáreas, sus montañas de pájaros muertos.
Poema-performance,
esta función de repetición se resuelve -en última instancia- en el proceso de la
lectura. Habría que oír “Mao” una vez más y, sobre todo, había que oírlo en aquel escenario cubensis.
En la cara de los funcionarios y de no pocos poetas se reflejaba un profundo malestar.
Cumplían así, aquellas lecturas, su propósito de infundir un poco de terror y de sacar
de su habitual modorra al gremio paralizado.
Carlos A. Aguilera optó por la vía más
incómoda.
Cómo escribir un poema al margen de la esperable
verticalidad de la poesía.
Cómo responder a la exigente
pregunta del Estado -sobre todo cuando éste ha secuestrado el lenguaje- con
otra pregunta igualmente exigente pero formulada por un ventrílocuo, es decir,
en broma.
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